Cuando ocurren hechos violentos como los acaecidos el sábado 1 de diciembre pasado, día del cambio de gobierno federal, muchos años de experiencia obligan a la sospecha. Son tres los casos emblemáticos de manifestaciones públicas de absoluto carácter pacífico que terminaron en hechos de sangre y en decenas o centenas de personas inocentes de cualquier […]
Cuando ocurren hechos violentos como los acaecidos el sábado 1 de diciembre pasado, día del cambio de gobierno federal, muchos años de experiencia obligan a la sospecha. Son tres los casos emblemáticos de manifestaciones públicas de absoluto carácter pacífico que terminaron en hechos de sangre y en decenas o centenas de personas inocentes de cualquier delito detenidas, procesadas y condenadas a largos años de prisión.
Al calor de los hechos de ese sábado negro, recuerdo ahora aquella manifestación estudiantil de julio de 1968 convocada para celebrar el noveno aniversario del triunfo de la revolución cubana.
Un grupo de provocadores, perfectamente organizados y dirigidos, se coló en la manifestación juvenil y comenzó a producir ataques y destrozos en comercios, oficinas y bancos en el centro del Distrito Federal. Al principio, la policía se mantuvo pasiva y expectante. Era evidente que daba cobertura a los exaltados agresores. Pero en cierto momento empezó la represión policiaca con su cauda de lesionados y encarcelados. Está fue la chispa que provocó el incendio del conflicto estudiantil de aquel año olímpico que culminó con la tragedia del 2 de octubre en Tlatelolco.
Un segundo y tristemente célebre caso se dio en la noche de aquel fatídico día. En el curso de un mitin de protesta contra el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz por la violenta respuesta al movimiento estudiantil, luego de una señal (la famosa bengala verde), un grupo de hombres armados comenzó a disparar desde el edificio Chihuahua sobre la multitud reunida en la Plaza de las Tres Culturas.
A ese ataque del grupo armado, que luego se sabría era el infausto Batallón Olimpia, el Ejército ahí previamente estacionado respondió igualmente con fuego. Nunca se supo con precisión el número de víctimas fatales. Un muro oficial de silencio cubrió los sangrientos hechos y a los responsables de la carnicería.
Tres años después, el 10 de junio de 1971, otra manifestación pacífica fue disuelta mediante un grupo de agresores vestidos de civil que con varas de bambú y armas de fuego provocó un número también indeterminado de víctimas entre lesionados y fallecidos. Más tarde se sabría que ese grupo paramilitar era los Halcones.
De este tipo de respuestas gubernamentales a manifestaciones ciudadanas pacíficas existen múltiples ejemplos. Lo mismo en el Distrito Federal que en localidades de provincia. Digamos que se trata de una constante.
¿Qué tiene de extraño, en consecuencia, que muchos de los trazos de aquellas respuestas oficiales para apagar actos y movilizaciones de protesta se hayan visto reeditados la tarde de aquel sábado negro 1 de diciembre de 2012?
Y no sólo hay semejanza entre los actos gubernamentales, digamos históricos, y los del sábado negro. También hay similitudes en las declaraciones oficiales para justificar lo injustificable: las macanizas, los encarcelamientos, los lisiados y, en su caso, los muertos.
También la experiencia histórica enseña que luego de muchos años en la cárcel, los acusados y procesados como responsables de la violencia resultaron exonerados, es decir, inocentes, de toda imputación. La vieja práctica gubernamental se está repitiendo de nuevo: aprehender, torturar, acusar, procesar y encarcelar por años, y luego acatar la decisión de los tribunales y liberar a los inocentes. Como, por ejemplo, el caso de Ignacio del Valle y coacusados por los hechos de San Salvador Atenco, en el estado de México, en 2006, hace ahora seis años.
Con toda esta experiencia histórica bien documentada ¿vamos a creer las versiones oficiales de actos vandálicos sin organización, mandato, financiamiento y cobertura y protección oficial? ¡A otro perro con ese hueso!
Blog del autor: www.miguelangelferrer-mentor.
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