La publicación del libro «Microrrelatos Mineros» (2006), con los textos seleccionados del II Concurso Manuel Nevado Madrid, es un regio ejemplo de que la literatura, en cualquiera de sus géneros, puede abordar la realidad minera como tema central, no sólo porque rescata la memoria histórica y la sabiduría popular, sino también porque deja constancia de […]
La publicación del libro «Microrrelatos Mineros» (2006), con los textos seleccionados del II Concurso Manuel Nevado Madrid, es un regio ejemplo de que la literatura, en cualquiera de sus géneros, puede abordar la realidad minera como tema central, no sólo porque rescata la memoria histórica y la sabiduría popular, sino también porque deja constancia de la despiadada explotación del sistema capitalista.
Los autores de literatura minera, armándose de un lenguaje crítico y social, a manera de protesta y resistencia, asumen un compromiso afectivo con un sector del proletariado que, desde sus albores, se constituyó en clase en sí y en clase para sí, organizándose en sindicatos y partidos políticos, en primera instancia, para defender sus ideales de justicia y conquistar mejores condiciones de vida.
Los relatos mineros son como gotas de un caudaloso río, que arrastra múltiples historias de pasión y de tragedia, impulsadas por la inconfundible explosión de las dinamitas y el inquietante ruido de las palas, picos y martillos. Tampoco es casual que la silicosis, los derrumbes y la desesperanza, sean algunos de los móviles de esta literatura más afín al llamado «realismo social», cuyos principales soportes tienen que ver con el modus vivendi de quienes pasan gran parte de su vida en las oscuras galerías, peleando como cíclopes contra las rocas y entre veta y veta.
Los relatos del libro, como bien apunta Francisco Prado Alberdi en la presentación, plantean temas comunes vinculados al interior de la mina: «los accidentes, la lámpara, el guaje, la fraternidad, la solidaridad». Pero, a su vez, nos ubican en un determinado contexto social, donde se manifiesta «la relación amor-odio con una mina que genera tanto vida como muerte». En estos relatos «se constata que la minería da lugar a una cultura, a unos valores colectivos, que se extienden más allá del propio minero alcanzando a la familia, al pueblo, a la cuenca, a la región, dotándolos de unos rasgos singulares; una característica que diferencia claramente a esta colectividad industrial de cualquier otra».
Los «Microrrelatos Mineros», en honor a su brevedad, son historias contadas en tiempo concentrado y con palabras elegidas a fuerza de precisión lingüística; una técnica que, por ser un arte de difícil dominio, requiere que el autor, además de ser un magnífico narrador, sea una suerte de cernidor capaz de desechar los ripios para dar paso sólo a lo más puro y necesario en el texto y el contexto.
Otro aspecto digno de destacar es la opción bilingüe del concurso, que admite relatos en español y en lengua asturiana, como señal de que los sentimientos y pensamientos se expresan mejor en el idioma que está más cerca del corazón, como en el caso de Vicente García Oliva y Elisabet Felgueroso López.
Los autores seleccionados, con mayor o menor destreza literaria, nos deslumbran con relatos y testimonios ambientados en el interior y el exterior de la mina, con un dramatismo y una veracidad a toda prueba, como si las historias que un día vienen de la tierra, otro día vuelven a ella convertidas en palabras.
En el relato «Marionetas», de Gregorio Andrés Echeverría, que obtuvo el primer premio, se narra la situación de impotencia de dos mineros que son víctimas de un derrumbe. El autor sabe que en los socavones, donde «todo pende de tientos resbaladizos y débiles piolines», los trabajadores, atrapados en el vientre de la montaña, no son más que «unas tristes marionetas».
Andrea D´Atri, en «A ver si se saca el sombrero, señor…», que se encuentra a medio camino entre el relato y la crónica periodística, nos acerca a un testimonio basado en un hecho real acaecido en Río Turbio, donde murieron catorce mineros a consecuencia de un accidente laboral; un tema que es recurrente en los relatos y testimonios mineros, bebido a que los capitalistas, durante el proceso de explotación de los recursos naturales, se centran más en las ganancias que en mejorar las condiciones de seguridad de los obreros.
Por desgracia, esta profesión sacrificada, en la que se trabaja duro y parejo para llenar la canasta familiar, se hereda de padre a hijo y de generación en generación. Salvarse de esta vorágine es más que una odisea para quienes intentan huir de las garras de la mina. No en vano en el testimonio de Andrea D’Atri, la madre de uno de los mineros fallecidos, acercándose a uno de los empresarios, dice: «Para nuestros hijos no hay universidad, ni trabajos en escritorios bonitos», a diferencia de los dueños de la mina, que se hacen ricos a costa del sacrificio ajeno; cuando en realidad, estos magnates, por respeto y admiración, debían sacarse el sombrero ante un trabajador minero.
En otros casos, como en el relato «Tu niña valiente», de Irma Fernández Vázquez, la protagonista no quiere ni siquiera oír hablar de «esa maldita cueva negra», porque le provoca una sensación de odio y le recuerda el trágico final de su padre, quien, a pesar de haber respirado injusticia y desesperanza por los poros de la piel, vivió orgulloso de haber sido un «picador» en el emblemático Pozo María Luisa.
El orgullo, en tales circunstancias, refleja el valor estoico de los mineros que, a pesar de sentirse algunas veces «unas tristes marionetas», actúan como verdaderos gigantes que dominan los secretos de la montaña, poniendo en jaque los peligros y enfrentándose a la humedad y los gases malignos.
En el relato «La sirena», de Jesús Manzano Cano, el protagonista asocia el toque de ésta con un accidente laboral en las galerías; un suceso que, de manera frecuente, suele dejar contundentes huellas en las víctimas y sus allegados. El pueblo, tendido en la ladera de la montaña, es otro de los referentes del ámbito minero, cuyas casas, barracas y tabernas, son escenarios donde transcurre la vida cotidiana de las familias mineras.
Si el trabajador no muere en un derrumbe, muere atacado por los gases, como sucede en el relato «Na playa», de Elisabet Felgueroso López, quien «cuenta cómo un minero es sorprendido por una emanación de gas mientras restauraba fuerzas con la comida».
Siguiendo las palabras del profesor y especialista en literatura minera Benigno Delmiro Coto, autor del prólogo del libro, el trabajador minero, que es sorprendido por el gas, desconoce que «el viaje sólo es de ida y paga el billete el grisú que lo transporta hacia el reino donde mora Plutón».
La «Carta abierta a un minero», de María Begoña Herrero Pérez, es un sincero testimonio-homenaje a los hombres del carbón, que tanto aportaron -y aportan- a las luchas sociales y a la economía del país. La autora, con solvencia y conocimiento de causa, empezó «a admirar a los mineros, por su valentía, por su arriesgada forma de ganarse la vida», aunque nadie les concedía la Medalla al Trabajo, ni les aplaudía por su faena de la que dependían las familias para calentarse en las noches de invierno.
María Begoña Herrero Pérez, que trabajó en la oficia de una empresa carbonífera, así como aprendió la lección de que los mineros son luchadores sociales por excelencia, aprendió también a distinguir la hulla de la antracita y los distintos nombres de los carbones, según su calidad: granza, galleta, galletilla, etc.
En esta carta, escrita con la mano al pecho, la autora advierte: «Nadie, por muy ruin que se comporte con este colectivo, va a cambiar mi opinión sobre una de las profesiones más duras, ‘limpias’ y honradas que he conocido desde muy temprana edad.» Así es, ni más ni menos, los mineros han aprendido a ganarse el sustento con su fuerza de trabajo y con el sudor de la frente.
El concurso de «Microrrelatos Mineros», aparte de ser un desafío contra las tradicionales convocatorias literarias, es una iniciativa acertada, digna del mayor elogio, y merece ser reconocida, apoyada y difundida, pues no sólo sirve para promover la creación literaria de autores que llevan años en el oficio escritural, sino para estimular a los nuevos creadores que, como Jara Gil Fernández, Roberto Rodríguez Gutiérrez y Antonio Bazarra Maneiro, sienten la necesidad de abordar el tema minero por referencias o por conocimiento directo.
El libro, a manera de perpetuar la memoria del líder minero Manuel Nevado Madrid y proyectar su legado cultural, remata con una serie de fotos cuyo único propósito es dar a conocer su aguerrida lucha por mejorar las condiciones de vida de sus compañeros de clase; un compromiso político que, en repetidas ocasiones, lo enfrentó abiertamente contra los esbirros de la dictadura franquista.
Está por demás señalar que este concurso literario, así como contribuye a recuperar la memoria histórica a través de los relatos y testimonios, contribuye, asimismo, a reivindicar los valores culturales de la sociedad minera, en procura de evitar que sucumban bajo el polvo del olvido y entre las maquinarias trituradoras de conciencia de los poderes de dominación; algo que, sin embargo, no sucederá mientras existan iniciativas como las promovidas por la Fundación Juan Muñiz Zapico, cuyos responsables jamás escatimaron esfuerzos para llevar adelante este proyecto que, año tras año, despierta un inusitado interés entre quienes cultivan el microrrelato minero. A la última convocatoria se presentaron cerca de doscientos autores y autoras de España, Latinoamérica y del resto del mundo; un resultado que da pruebas de que el concurso está promoviendo una literatura auténtica y, por eso mismo, una literatura del porvenir.
*Víctor Montoya es escritor boliviano. Radica en Suecia.