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In memoriam de "Carlos Castilla del Pino" recientemente fallecido

Manuel Sacristán en mi recuerdo

Fuentes: Rebelión

Nota: Texto incluido en Del pensar, del vivir, del hacer (libro que compaña a los documentales que forman «Integral Sacristán» de Xavier Juncosa.

En 1962 viajé a Barcelona a dar una conferencia en una academia de ciencias médicas que se había constituido en el Colegio de Médicos y que organizaron unos médicos próximos al círculo de Manuel Sacristán. Fue entonces cuando le conocí, a él y a su mujer, italiana, Giulia Adinolfi, quienes me acogieron con gran afecto.

El que Sacristán hubiera sido con anterioridad falangista, y según parece de los duros, parecía tenerlo superado. En aquella ocasión, él mismo me habló de cuánto supuso Giulia en su paso al marxismo.

Sacristán comenzaba a mostrar entonces problemas depresivos leves, que Montserrat Esteve, un psiquiatra de Barcelona, trataba sólo con Marsilid. Giulia juzgaba, con razón, que, además del fármaco, era necesario un planteamiento de sus muy complicados problemas (consigo mismo, con los que le rodeaban, con su identidad como intelectual y político), de los cuales hablamos a veces los tres, pero rozándolos brevemente, porque Sacristán era en extremo pudoroso. Giulia propuso que viniera a Córdoba durante algunas semanas, pero no era una buena idea: yo era el último ante quien Manolo se hubiera atrevido a hablar.

Años después, cuando le conocí mejor, resultaba conmovedor y patético observar la lucha que mantenía consigo mismo. Por lo pronto, expulsado de la Universidad, vivía a expensas de sus traducciones de Lukács, Quine, Adorno, Marx, etc. Era un traductor magnífico. Poseía, además, una inteligencia y una cultura excepcionales. Sus ensayos sobre Goethe y Heine, que fueron una introducción a las obras completas en prosa de uno y otro (habiendo sido también él traductor del segundo de ellos), son espléndidos y, para la época, incomparables con cualquiera de los que, en ese ámbito, pudieron escribirse en la España de entonces. Pero su dedicación política -entonces era dirigente del PSUC y del PCE, y llegó a ser miembro de lo que entonces se llamaba comité ejecutivo- lo distraía de su tarea intelectual.

Los años se le venían encima y su obra, aparte de su tesis doctoral y de su manual de lógica de 1964, se reducía a unos excelentes prólogos a sus traducciones de Engels, Marx, Adorno, Quine y algunos más. En una ocasión, Giulia esbozó una crítica acerca de su trabajo: «Pasarás como el filósofo de los prólogos». Sacristán se sumió en un silencio que duró unos minutos interminables para los tres.

Una vez, tratando de esta cuestión, le insinué que dejase las traducciones y que se concentrara en su propia obra. Para subsistir económicamente podía organizar unos seminarios de doce o quince asistentes e impartir cursos sobre lógica y filosofía de la ciencia (Quine, Carnap, Russell, Gödel, Wittgenstein) o sobre Leibniz, Hegel, Ortega o Heidegger, sobre el que había escrito y publicado su tesis doctoral en 1959. No lo convencí. Su prestigio en la Cataluña intelectual era enorme, aunque luego Carlos Barral lo pusiera en cuestión hasta ridiculizarlo en sus memorias, lo que, por lo que sé, le afectó enormemente. Barral fue, a mi modo de ver, injusto con Sacristán.

Mi relación con él no sufrió altibajos, aunque no nos veíamos con la asiduidad que yo hubiera deseado. Durante unos años coincidimos en la Universidad de Valencia, en ciclos de conferencias organizados por el Aula de Cultura de la Facultad de Ciencias, impulsados sobre todo por un estudiante de apellido Plà. Conservo una grabación con la transcripción mecanografiada de una conferencia que impartió en 1969 con el título «Algunas actitudes ideológicas contemporáneas ante la ciencia», con motivo de una semana de renovación científica organizada por el Sindicato Democrático de Estudiantes de la citada Universidad.

También conservo algunas cartas suyas; una muy jocose*, inspirada por la lectura del artículo necrológico que escribí sobre Lacan para El País, el 16 de septiembre de 1981. Lacan era un personaje al que yo detestaba por lo que tenía de impostor, impostura, eso sin duda, de un listo, porque de lo contrario el «charlacaneo» no habría gozado de tanto éxito (el neologismo «charlacán» y su derivado «charlacanería» los utilicé jugando con «charlar» y «Lacan» a propósito de esta necrológica).

Todos los que le conocimos, le quisimos y le admiramos, aunque no dejamos de reconocer que la relación con él, en sus últimos veinte años, podía ser, sin él pretenderlo, un tanto agobiante por el patetismo que tenía. Eso sí, nunca fue un victimista: su drama se transparentaba bien a su pesar, pero jamás lo exhibió.

En su adolescencia padeció una tuberculosis renal y le extirparon un riñón, pero ése no fue de momento ningún problema. Tenía trastornos de ritmo cardíaco. Pese a todo ello, durante los veranos, en Puigcerdà, hacía excursiones que, cuando me las describía, me dejaban atónito. Al final apareció una insuficiencia renal y tuvo que ser sometido a diálisis. Quince días antes de morir (yo ignoraba la gravedad de su situación) alguien me dijo que estaba en diálisis y en un estado fisiológicamente precario. Le llamé y hablamos largo rato. No me pareció consciente de la gravedad de su situación, quizá pensando en la posibilidad de un trasplante. Ironizó incluso sobre su estado y se mostró especialmente afectivo, dentro del pudor con el que siempre velaba aspectos de su vida emocional. Tuve noticias de que, durante un tiempo, su vida fue muy amarga tras la muerte de Giulia de un carcinoma de mama.

Era, sin ninguna duda, una persona extraordinaria y se comprende que a su muerte sus discípulos, familiares y amigos experimentaran un sentimiento de irremediable orfandad.

Carlos Castilla del Pino

Nota: Este breve texto está inspirado en las páginas que dediqué a Sacristán en el segundo tomo de mi autobiografía: Carlos Castilla del Pino, Casa del olivo, Tusquets, Barcelona, 2004, pp. 311-314.

(*) La carta a la que se refiere Carlos Castilla del Pino le fue enviada por Sacristán al día siguiente de la publicación de su artículo, el 17 de septiembre de 1981:

«Querido Carlos.

me acabo de divertir leyendo tu artículo sobre Charlacán y en consecuencia te escribo. Hay que aprovechar la ocasión, tan infrecuente en mí, de tener ganas de escribir.

Charlacán me irrita como pocos cretinos arbitrarios. Siendo vos quien sois y lo que sois (esto es, psiquiatra), quedas autorizado para sacarle toda la punta que quieras a mi aversión a Charlacán. Para que puedas medirla aproximadamente, te contaré que siendo, como soy, profesor degenerado, de manga ancha, aprobado fácil e incapacidad completa para enfadarme porque mis alumnos no sepan, o hagan ruido, o no hagan nada, sin embargo, me negué maleducadamente a ocuparme de uno porque eran gran lector de Charlacán. Le dije que, en mi opinión, su cerebro no se recuperaría ya nunca (quiero decir el neocórtex). Confieso también que toda la constelación correspondiente me pareció desde el primer momento el punto más bajo de la cultura filosófica francesa: Bachelard, un sucedáneo fantasioso de la teoría de la ciencia anglosajona, Althusser un escolástico sin la única calidad del escolástico (la claridad), y Charlacán el triunfo de la arbitrariedad, algo, por consiguiente y pese a toda apariencia, muy próximo al «me ne frego» fascista.

Pero el refocilarme a propósito de Charlacán es sólo una de las motivaciones de mis ganas de escribirte. Otra es el temor de que al aludir a una edición de obras de Marx suspendida estés pensando en las OME que llevo yo. Si es así, me parece que te equivocas, o, al menos, así lo espero. Los editores no son, ciertamente, entusiastas de la aventura, y me obligan a terminar la edición del Capital (voy por la primera mitad del libro III) antes de publicar ningún otro de los 12 volúmenes ya a punto de edición (aparte de los que han salido). Sus razonamientos comerciales acerca de la inviabilidad de vender la edición mientras yo no saque todo El Capital me resultan especiosos y, como te digo, muestra de pocas ganas. Pero de eso no puedo inferir que hayan decidido interrumpir la edición. Seguramente su versión de los hechos es que yo traduzco demasiado lentamente El Capital (No puedo encargar esa traducción a otro, porque me comprometí con los editores a hacerla personalmente. No así los demás volúmenes, claro).

Y el tercer asunto, que es el más importante, se refiere a la cuestión del biologismo de Freud. Yo estoy de acuerdo contigo en que el campo categorial de las disciplinas sociales y humanas es delimitable y requiere una sólida autoconsciencia metodológica que haya superado el positivismo procedente del siglo pasado. Pero te querría llamar la atención acerca de la nueva fase biologista que vamos a atravesar (que ya hemos empezado a atravesar) en todas las ciencias del hombre y de la sociedad desde la antropología y la psicología hasta la economía y la política. Por eso me parece que tendrías que rodear de más cautelas reflexiones como las que presentas en el artículo acerca del biologismo de Freud,

Discúlpame la pésima mecanografía; me paso el verano en Puigcerdà usando una máquina y cuando llego aquí paso a otra. Este rato es el primero que dedico a teclear desde que volví anteayer.

Un abrazo. También para tu mujer y los demás que están contigo.

Manolo