«Sherezades» por Amable Arias. Editorial: «Basarrai-Arte»- (2006). El libro, con láminas del autor, junto con parte de la obra del ausente/presente estará en ARCO, Galería 16. Ejercía Amable Arias Yebra en la mujer un magnetismo de centauro con muletas. Imantaba por su estampa quebrantada, pero corajuda. Luego, vis a vis, por una caótica aunque bien amueblada labia. Berciano […]
«Sherezades» por Amable Arias. Editorial: «Basarrai-Arte»- (2006). El libro, con láminas del autor, junto con parte de la obra del ausente/presente estará en ARCO, Galería 16.
Ejercía Amable Arias Yebra en la mujer un magnetismo de centauro con muletas. Imantaba por su estampa quebrantada, pero corajuda. Luego, vis a vis, por una caótica aunque bien amueblada labia. Berciano recriado en Donostia, libertario acérrimo, dandi insolvente, con la muerte ya al acecho su obra pictórica despunta y vende. Sucede. Tuvo la entereza, con la salud ya al límite, de dictar a Maru Rizo, definitiva compañera, sus intravivencias platónicas y carnales: ternura y frustre. Surto en la bahía, el «Azor». La ilícita frontera, a un tiro de piedra. O de subfusil.
Reflejan estas explícitas memorias, ilustradas por láminas de su propia firma, alusivas, elusivas, delicadas de cromatismo y trazo, una época de desconcierto erótico y sublimación cazurra de las extranjeras que afluían a La Concha.
Allí, los bikinis eran apodícticamente expulsados del Edén por un embrutecido funcionario en uniforme y salacot. La pasma ubicua y zafia, con Melitón Manzanas de inquisidor, garantiza la moral y los principios del Movimiento. Con el sexo sórdido de cuarenta años de fascismo como ciclorama telarañoso ( «Encarna no entraba en el descorche, una de las formas crueles de la explotación femenina», acusa Amable al evocar a una odalisca del flamenco) se engarza un libro panorámico, especular, sin recovecos ni moralina. Se vale, sí, de elipsis o fundidos a negro en momentos de climax. Elegancia, no autocensura.
Para su longeva generación leer (y contemplar) «Sherezades» escuece en la mala conciencia aletargada. Denuncia la miseria cínica, castidad soez y sucedáneos grotescos, que introdujo en las relaciones de pareja ¿por resignación culpable, colectiva? el sempiterno nacionalcatolicismo del Caudillo. Conmociona. La risa de la propia sombra, los senderos de escapatoria, juerga, guateques, es árnica en el crudo trasfondo.
Arrebatanovias a su pesar, ángel caído en más de una zozobra, verborreico, concluye Amable con Maru Rizo, ‘sultana’ y transcriptora fiel de sus relatos afectivos, su periplo de ‘Sherezades’, patético, jocoso, hipersensible: «Nuestra época, aberrante, también nos acercó», dilucida .»Los fusilamientos del setenta, las luchas encarnizadas, la ansiada muerte del dictador, una democracia rudimentaria e inhábil: todas estas épocas las hemos ido conociendo divertidos o acongojados. En suma, una parte nuestra ha sido la conciencia revolucionaria». Paradoja: «Maru no quería fijarse con nadie, sino salir con quien fuera y estar libre». Fue este albedrío compartido, desbocado, vínculo indeleble de sus vidas en un Donostia de villas solariegas a un paso del Ayete de Franco; descapotables, trolebuses de dos pisos y Festival de Cine (con el Jefe Nacional del Sindicato del Espectáculo presente).
«Tiene algo magnético»
Analiza Amable la Revista Musical Española desde la perspectiva del guardarropía que su madre regentaba en el Teatro Principal: «La traca de groserías se daba en su mayor esplendor cuando la butaquita en la que solía estar el censor quedaba vacía (…) Se avisaba al cómico, que ya tenía cancha libre». Lo descifra: «Había pues un juego de triángulo. El cómico representaba el deseo sexual, la vedette el objeto deseado y el censor, el superego».
El Principal, funciones de cine, en verano comedia, le fue útil para desplegar las alas. Lo alternaba con la Biblioteca Municipal tras renunciar a la siniestra academia de chupatintas: taquigrafía, mecanografía, contabilidad. No era lo suyo. Trabó amistad con Casal, Ángel de Andrés, Camoiras y con algunas supervedettes, incluidas las inglesas «Blue Bells» (y no hablaba idiomas).
Los libros vetados del «Índice» se intercambiaban en logias artísticas y tertulias. Escritos de Sartre, Beauvoir, Nietzsche ( privaba el existencialismo, en Amable jamás posibilista) ; discos de Brassens y «Las Mil y Una Noches y una Noche», versión textual de Blasco Ibáñez, se infiltraban como alijo desde el «Otrolao». Harto del ultraacademicismo del maestro pintor Martiarena, de la tramoya pasa a los camerinos solicitando, tímido audaz, modelos para croquizar. El mito del cojitranco ligón que va de artista se acrecienta. Más adelante, raro era verle en la Avenida sin el cortejo de dos o tres amigas de planta venusina y cosmopolita. «Ese tío tiene algo magnético», chismorrea el vulgo. La envidia, siempre malsana, tampoco calla: «Cómo sales con ese birria».
Días, los rememorados, de misoginia dura que él jamás ejerció, todo lo contrario. Raíz, posiblemente, de su éxito (y de más de un rebote o portazo cuando la empatía no cuajaba) con musas de toda índole u origen. Ellas se veían vislumbradas de tú a tú por un insólito varón que, intuitivo de sus buenas vibraciones, seducía desde cierta pasividad equívoca y colindante, sin mala fe , con el desdén. Llegará a escuchar que: «Tú lo que tienes es mucho orgullo». Era amor propio y superación, día a día, de la tara; pero la metamorfosis es ya irreversible. El cojo crece. Pasa el gusano a crisálida, luego a polícromo lepidóptero. La introspección, quizás angustia, se le irá desvaneciendo -con crisis profundas, tampoco era un dios- a través del proyecto, diría un terapeuta, o el juramento recio que se propuso: que nada ni nadie le impediría la libertad de escribir y pintar. En ello filtra hasta el más enquistado de sus complejos.
Libertad a ultranza
Es esa libertad la que defenderá a ultranza incluso cuando uno de los muchos colegas hoy famosos que en el relato surgen, siluetas momentáneas, Aizarna, Ruiz Balerdi, Chillida, Sistiaga, Elías Querejeta, le propone leer a Trotsky. Fue José Luis Zumeta el instigador, y desde un sector de presunto rojerío ortodoxo (hoy en el PSE-PSOE, o el PP) intentaron disuadirle de ello. En balde. Jamás toleró Amable el comisariado político.
Charlando en el café Gaviria con «unos tipos majos, de izquierdas», uno de ellos justificó la infidelidad masculina con la máxima de que «el hombre es polígamo; la mujer, monógama». Remata Amable: «Y se quedó tan pancho».
Se somete a implacable autodidaxia ensayística y literaria, conspiratoria, insurrecta en ética y estética. Toda jerarquía le exaspera. El mismo fenómeno (era fenoménico) repercutirá en su plástica. Recorrerá Europa, primero junto a compinches de un arte recriminado pero insumiso; finalmente con Maru, su Sherezade/Sultana favorita y conclusiva. Pero se rebela contra el espejismo parisino, de donde artistas vascos regresan y refieren los «trapicheos de los marchantes» y la exigencia de pintar de ésta u otra manera. En este año de «Mozart y Salieri», la novela de Pushkin, origen de «Amadeus», revierte en Amable y los que desertaron a otras latitudes. Proclama Pushkin una épica romántica: inspiración contra encargo. La primera rige la inmensa e intensa producción pictórica y poética de quien aquí se glosa. Cuando se le solicita un retrato, recurre tácito a la máxima picassiana de que la obligación del modelo es parecerse al cuadro.
El título, «Sherezades», alegoriza por una parte su odisea con las mujeres que cruzaron su vida y su deseo, a veces tan cándido como el derivado de un rayo de sol torneando las piernas de una tabernera que frota el mostrador. Imagos, por otra, cuya verbalización en dictado a su novia perpetua, Maru, invierte los roles del gran clásico arábigo. Aquí es el cuentacuentos en agonía, en el sentido trágico de la palabra, quien conjura la condena desahogando sus vivencias y moribundias. Estremece la agridulce síntesis que resulta de la literatura oral desde la prostración. No exenta, insistamos, de humor, de coña, se asimila a un «Amarcord» felliniano. Recorre desde los desvaríos púberes, o el primer pecho entrevisto, hasta la madurez, el apasionamiento subitáneo y la sensualidad derivando a sensación, nada de sentimentalismo. Sin orillar el ‘gag’ de la dama coqueta que, al llegar al manoseo culminante, se jacta de su faja, impenetrable como cincha de castidad medieval. No calla Amable, tampoco, en lenguaje rico y llano, su buen cúmulo de desencuentros.
La ‘Durshshauender’ y el ‘Dasein’
Heyer, crítico implacable del «médico de Viena», Freud, dice que para éste lo anímico equivaldría a lo sexual y esto, en último término, a lo físico. No. Tampoco la intelección del lenguaje plástico del subconsciente, configural, contradictorio, sin espacio ni tiempo, cabe en una serie facultativa, limitada, de vocablos ceñidos, perfilados, positivistas. Para Heyer la imagen abarca más que la palabra, que sólo puede traducirla fragmentariamente.
Maru, «una chica despampanante, toda en verdes», la describe Amable de una pincelada, se lo espetó en la primera cita: «Me doy cuenta de que hablas muchísimo». Otro desplante, cuando llevan semanas saliendo: «Yo había comprado el libro de Wilheim Reich ‘Reich habla de Freud’ (…) Comenté los estudios sobre sexualidad de Freud y, al sugerirle yo que los leyera, me respondió: ‘Esas cosas yo las quiero aprender en la práctica'».
No es un psicoanálisis, «Sherezades». Estas confidencias, relatadas sin tapujos a una compañera íntima desautorizan, empero, la escolástica tardofreudiana de que amigos, amantes, o parientes, personas ajenas al diván profesional, gratuitos, jamás logran la transferencia. En lenguaje del ramo, el papel de Maru, bloc y boli en mano, oído alerta, fue el de «Durchshauender», el de quien-contempla-a-través-de. Y Amable, el «Dasein», el existente humano. Para Heidegger, el ser-en-el-mundo con capacidad de trascender temporalmente al anticipar su posibilidad extrema, la muerte.
Tuvo Amable otro amigo notorio, Luis Martín Santos, cuya «Comprensión del enfermo mental» había engullido. Este novelista y superdotado, cirujano antes que psiquiatra, muerto en accidente en 1964, seguramente le había desaconsejado más intervenciones inútiles frente a su fracaso renal. Así, Amable tiraba a Jaspers y Escuela Heidelberg. Heyer le dedica este mentís a Freud: «Tomó la imagen onírica por el resultado de una represión ; para él, el ‘concepto’ era el fenómeno anímico-espiritual auténtico y primario, y la ‘imagen’, por consiguiente, sólo un producto secundario».
Concepto e imagen, estrato noético y mundo mágico, vibran como constelación en el mundo de Amable. Por lo mismo en la edición de «Basarrai-Arte» las láminas del autor no son añadidos ni adorno, sino imperativo categórico para asimilar el mensaje póstumo y retrocadente a la par. Más persona que personaje, fue el personaje, fatalidad, quien se impuso. Fascinaba a las colegialas y estudiantes (consultadas, en ellas persevera, ya adultas, su impacto en flash imborrable) que lo veían desfilar, byronesco, busto erguido, algo comanche, sobre los bastones hincados al sobaco.
Más allá del «catre»
Jugaba en Bembibre, El Bierzo, donde nació en 1927, con un tren de verdad, y le quitó el freno. Nueve años, tenía. El vagón le aplastó la pelvis. Pasó por diversos quirófanos, y quedó impedido de ambas piernas para el resto de su vida. Nunca precisó de auxilio psicológico. Entonces, «Tiempo de Silencio» para el Martín Santos novelista, se conversaba más (paradoja dos) que en la sociología celular actual, y los diálogos de Amable, con su dimensión de la otredad femenina que incluye el compañerismo o la complicidad, los prolonga con cartas o mutismos sin eco.
Surgido de las estrecheces de una familia rota por un padre falangistoide y abyecto que la abandonó, cuyo domicilio se realquilaba con acceso a la cocina, Amable no soportaba la aflictiva convivencia «en cuchitril» con una madre amargada, con razón, pero castrante. Huía. Sociable, se fue agregando a unos y otras en tertulias, cafés, estudios de colegas, paseos– sí, paseos artrópodos, intrépidos- y avisperos rebeldes dentro del panorama casposo y cursi de la Donostia invernal. Epató al pequeñoburgués endémico de «Sanse», entre otras peripecias, por ligón. U objeto de ligue cuyo desenlace no finaliza por fuerza, «en el catre». Malvive, pero disfruta epicúreo, sus «Sherezades» lo atestiguan, una era en que la virilidad abusiva lo transforma en bicho raro. Para él, detalla, la aventura no se realiza, canon de reprimidos, «en el catre», sino cuando comienza. Con gran agudeza hace así constar que lo excitante son los prolegómenos.
Sus éxitos y atractivo le valieron incluso denuncias «por comunista» de tenorios despechados. Otro, ya hacia el 1974, puso a un madero tras su pista indagando, de bar en bar, el paradero de «un tío que pinta tías desnudas». Provocó este genio libertario, en un San Sebastián provinciano, pero fatuo, rencores, celos, malaleches, incluida la amenaza física, que afronta con entereza. Cuando su final se aproxima, trasciende su obra a galerías de relumbre. Se le considera, hoy, uno de los estetas de mayor valía y personalidad del siglo XX. «Sherezades» es paradigma de heroísmo recíproco, del que dicta y la que pasa a las cuartillas. Estará muerto, Amable; pero no difunto. En 2007 cumple ochenta años.