Recientemente, un analista salvadoreño se refirió al Movimiento Ciudadano Amigos por el Cambio -apoyo de última hora para el presidente Mauricio Funes, quien se empeña en distanciarse del FMLN- como «un nombre y una propuesta mediática casi virtual», en tanto «no tiene asidero organizativo, no tiene locales ni estructura a nivel municipal». Aunque es evidente […]
Recientemente, un analista salvadoreño se refirió al Movimiento Ciudadano Amigos por el Cambio -apoyo de última hora para el presidente Mauricio Funes, quien se empeña en distanciarse del FMLN- como «un nombre y una propuesta mediática casi virtual», en tanto «no tiene asidero organizativo, no tiene locales ni estructura a nivel municipal». Aunque es evidente el sentido peyorativo que le dio a la expresión «virtual», me puse a pensar si no deberíamos analizar a la mayoría de grupos y movimientos políticos desde esa categoría. Es decir, reflexionemos acerca de si «lo virtual» es un problema que atañe a la acción política predominante y no únicamente a una de sus expresiones más recientes.
Hay que señalar que la influencia de «lo virtual» se extiende más allá de los usuarios high tech y los hackers de moda, impregnando el lenguaje y el universo de los valores éticos, estéticos y políticos de las masas. Un ejemplo lo encontramos en los cambios que la telefonía móvil provoca en nuestras valoraciones de la intimidad que debe ser comunicada, porque, como bien saben los usuarios y sus envidiosos, a medida que economizamos «bytes» terminamos reduciendo tanto nuestras palabras que caemos en una auténtica pobreza comunicacional. Por eso es frecuente encontrarnos con mensajes de texto que no hacen más que repetir los estándares del «chat», determinados a su vez por criterios «económicos». ¿Y qué decir de los «emoticones», que reducen nuestro enfado o nuestra alegría a algo que es intercambiable universalmente? Las crestas y simas de las diferencias son «niveladas» por las exigencias de los nuevos paradigmas de la comunicación, siendo traducidas a lo más simple y equivalente: ceros y unos, puntos y rayas.
La transformación de la emoción en mercancía universalmente intercambiable no sólo nos descubre «al padre de la novia» -el mecanismo subyacente al mercado, como bien sabemos desde El Capital-, sino que nos anticipa un asunto esencial: es por el capitalismo que nuestra relación con la tecnología nos lleva a subordinarnos a ella del modo específico que vemos en nuestra época. Nunca antes la implantación de un grupo de tecnologías supo combinar con tanto éxito la transformación de la sociedad y la subordinación pasiva a los cambios tecnológicos, reconfigurando las nociones que tenemos acerca de nosotros mismos. La devoción dogmática al progreso informático, la ideología «liberal-posmoderna» de lo políticamente correcto y el american way of life completan el equipaje político de buena parte de las masas de consumidores de las clases medias contemporáneas. Esto crea unas condiciones propicias para una verdadera virtualización de la política, alejándola de la lucha que no sólo se da «en las calles», sino que es precisamente una lucha «de calle». Al final, se termina por empobrecer el compromiso político de los educadores y formadores de opinión, y la política termina por ser confinada a los diversos «ciberespacios» constituidos mediáticamente: los programas de opinión televisivos, las encuestas realizadas por multinacionales especializadas, los talk shows y las redes sociales de Internet. Ahora bien, si hemos de hablar de la virtualización de la política es necesario precisar cómo llegamos a ésta desde la realidad virtual. Primero, deberíamos señalar que no se trata de una mera «política virtual», es decir, acciones políticas acompañadas de tecnologías de simulación de la realidad. No tiene ningún sentido arremeter en contra de las manifestaciones callejeras que se fusionan con el teatro de calle o descalificar la sátira política que recurre al morphing digital. Al contrario, considero que una política que pretenda ser eficaz y congruente con las transformaciones que exigen las nuevas realidades no debería menospreciar las posibilidades que brindan estas tecnologías, las cuales pueden muy bien verterse en instrumentos políticos transformadores o en proyectos de corte revolucionario. Todo depende de la dirección que sepamos darles. En todo caso, si el problema consistiera en las tecnologías de simulación, no estaríamos criticando la simulación en sí, sino algunos usos de ella. Por el contrario, la «virtualización de la realidad» apunta a la inversión de los valores que constituyen la vida en sociedad, poniendo por encima del ser humano a las mediaciones que él mismo construyó. Desplazándonos desde el paradigma «referencial» de los lenguajes hacia otro más «pragmático», en el que los significados remiten al uso y en el que las reglas poseen validez únicamente dentro de la condición contingente de la comunidad humana en la que surgen (Ludwig Wittgenstein), hay que decir que la «construcción de la realidad» se nos impone siempre. Y en el plano de las ineludibles construcciones, la realidad virtual «pasa el examen». Más bien, el problema aparece cuando introducimos las consideraciones subjetivas. En el capítulo Beyond [«Más allá»], de la cinta The Animatrix, el espectador descubre que lo que un grupo de niños ha tomado por una casa embrujada es un no lugar, un «sitio» en el que «se suspenden» las leyes del mundo tal y como lo conocemos, precisamente porque tales leyes son una construcción y tal «sistema» ha tenido una falla. En esa casa, uno puede saltar y quedar suspendido en el aire o puede observar cómo titila un bombillo que no cuelga de ningún cable visible. Pero la ilusión dista de ser perfecta, ya que constantemente interviene la realidad humana que choca contra la construcción, problematizándola desde su constitución vital característica: la sangre que gotea de la nariz de uno de los niños que disfruta la experiencia de la ingravidez es la señal de que se ha cruzado un límite. La realidad construida -la casa virtual- presupone la condición humana para probar su funcionamiento en tanto realidad (Slavoj Žižek). Parafraseando a Franz Hinkelammert, somos seres infinitos atravesados por la finitud, es decir, por nuestras limitaciones corporales, cognoscitivas, emocionales y sociales. Y si esta condición humana es ignorada, entonces asistimos a la virtualización de la realidad. Nuestro problema no es con la mera «experiencia virtual del vuelo» que podría proporcionarnos el gadget adecuado, sino con el sometimiento de nuestra realidad humana -finita, biológicamente condicionada, física y psicológicamente vulnerable, socialmente compleja- a un constreñimiento que busca adecuarla a los parámetros tecnológicos. Podríamos decir que con la virtualización de la realidad cobra un nuevo sentido la famosa frase de Marshall McLuhan («El medio es el mensaje»), ya que la mediación ha devenido «sujeto». Virtualización de la realidad es la expresión que usamos para referirnos a una sustitución y no a una mera simulación. Ahora bien, ¿qué es lo sustituido? Podemos retroceder a nuestras reflexiones acerca de «la realidad» y no encontraremos ningún factum brutum. Por lo tanto, lo que se sustituye no son «cosas reales» u «objetivas». Tampoco es un problema el que se sustituyan unas expresiones o unas prácticas por otras, a no ser que nuestro escándalo provenga de la absurda creencia en la inmutabilidad de la vida humana y sus prácticas. Más bien, lo que denunciamos es que se sustituye el «carácter humano (subjetivo) de la acción», del lenguaje, de la comunicación, pero también de la economía, la política… El «nuevo sujeto» se presenta lleno de comandos y cables (wired): el artilugio tecnológico es colocado en el centro de las consideraciones y es representado como el foco del que surge la única acción transformadora posible, a la luz de los valores de la eficacia y la eficiencia del mercado capitalista. Por supuesto, las transformaciones en el campo de la política no se harán esperar. La acción política se convierte en show, del que ni siquiera el humanitarismo más idealista saldrá bien librado. Un crítico cultural nos ha recordado que, como sugería un funcionario de ACNUR, «sin imágenes no hay compasión y mucho menos reacción política urgente» (Roman Gubern). Es posible que esto explique por qué se vuelve cada vez más difícil mover a la acción comprometida, responsable y auténticamente crítica, que no se pliegue nomás a un parámetro que caiga desde arriba (o desde afuera). Slavoj Žižek ha señalado que resulta relativamente fácil persuadirse sobre la importancia de la corrección política del asistencialismo humanitario, pero cuesta muchísimo más defender un compromiso que busque empoderar realmente a los sujetos y respetar sus elecciones. En los años 90, llevarle ropa a una pobre refugiada de Bosnia no parecía necesitar de muchas justificaciones, pero levantar el embargo de armas que no permitía a los bosnios actuar, peleando y defendiéndose de sus atacantes, no prometía ser una decisión «políticamente correcta». ¿Será que la política va desapareciendo, cediendo el paso a una tecnología social pretendidamente aséptica, en la que la crítica de los modelos preexistentes es reemplazada por las sesiones de deliberación humanitarias y los «ejercicios críticos de opinión» televisados? Aquello de que la televisión es una amenaza para la democracia (Pierre Bourdieu) podría estarse refiriendo a esta reclusión de la política dentro de los nuevos museos virtuales y la constatación de que los medios electrónicos pasan a ser fines, es decir, sujetos. En los tiempos que corren, poco importan los valores que animan o nutren, siempre y cuando «estén en televisión»… o en Internet. Cibercultura quiere decir cultura de las computadoras -«ordenadores»-, es decir, de los bienes intangibles, pues se nos ha dicho hasta la saciedad que el software es más importante que el hardware. De esta manera, la política es convertida en «ciberpolítica», no sólo porque un número nada despreciable de internautas se lanza ahora a la militancia a través de la web, sino porque, aún más importante, la militancia se hace según los parámetros (formatos) que proporciona el ciberespacio. No sólo «no está de moda» llevar la lucha a las calles, sino que, si se la lleva a la calle, la espectacularidad y la necesidad de convertir la acción política en show terminan por imponerse.
La política es sustituida por una «mística de la disolución de las diferencias», de la caída de paradigmas y la muerte de las ideologías, cuyo catalizador es la tecnología. Se habla de la nueva inteligencia artificial como la confluencia del conocimiento que la humanidad acumuló durante su historia, una historia de la que se ha eliminado todo lo que pueda sonar a conflicto de clases, luchas étnicas o guerras entre grupos religiosos. La compleja realidad social, política y económica que vivimos y sufrimos es simplificada y convertida en una red de bytes; lo distinto es transformado en lo mismo, en todo tiempo y en todo lugar. Si antes reparábamos en los peligros del capital que tendía a convertirse en un flujo de valor virtual, hoy nos encontramos con una tecnología que grita a los cuatro vientos que ha logrado hacer realidad lo que antes sonaba metafórico. No sólo es que la economía real se subordina a los flujos del capital virtual, sino que ahora nos dicen que podemos ver estos flujos, al mismo tiempo que los intercambios reales de los agentes que compran y venden se mediatizan tanto que se vuelven lejanos y oscuros, y los mismos seres humanos son invisibilizados.
La realidad virtual que nos induce a ver de manera diferente no es el auténtico problema, ya que todavía podríamos elegir qué es lo que vamos a ver. El problema con la virtualización de lo real consiste, más bien, en que se ha naturalizado la sustitución de la base humana de la realidad. Y esta naturalización se logra, en parte, gracias a la manera como las tecnologías de la información y la comunicación son producidas, comercializadas, consumidas y desechadas. La política virtual no debería preocuparnos tanto como para desechar la tecnología, cobrándole ojeriza a los blogs y redes sociales. Más bien, debemos cerrar filas contra los mecanismos que conducen a la virtualización de la acción política, diluyéndola en acciones «espectaculares» y concursos de solidaridad.
Una política conscientemente crítica no deberá renunciar a lo virtual, pero siempre lo considerará una herramienta y no un sujeto. Ahora bien, proporcionar a los diversos sujetos los espacios y tiempos necesarios sólo será posible si reconocemos que la lucha entre los diversos modos de organización económica y social constituye la base misma de la sociedad. Este reconocimiento de los conflictos históricamente construidos es inseparable del talante crítico que puede pensar en alternativas reales y no sólo en una «nueva gestión de lo mismo». Es posible que estén surgiendo «movimientos políticos virtuales», debido a que sólo existen en el papel de los periódicos o en las redes sociales de Internet, y quizás fuera bueno estar en guardia frente a ellos -por las posibilidades de mistificación, engaño y manipulación que pudieran acompañarlos-, pero no creo que se trate del problema principal. Lo que realmente debería preocuparnos es que nuestra acción política abandone el compromiso crítico con nuestra humana conflictividad, sustituyéndolo por la moral del gestor político y de los paladines de la gobernabilidad a cualquier precio. Evitar a toda costa esta virtualización de la política sí merece nuestros desvelos.
Carlos Molina Velásquez es académico salvadoreño y columnista del periódico digital «ContraPunto».
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