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Nación fracturada

Fuentes: La Jornada

El acto efectuado ayer en el Zócalo capitalino, en el que Andrés Manuel López Obrador rindió protesta como «presidente legítimo», es la culminación formal de una ruptura nacional largamente gestada. La fractura no es únicamente resultado del turbio proceso electoral de este año, sino de una política económica que ahonda las desigualdades y desarticula a […]

El acto efectuado ayer en el Zócalo capitalino, en el que Andrés Manuel López Obrador rindió protesta como «presidente legítimo», es la culminación formal de una ruptura nacional largamente gestada. La fractura no es únicamente resultado del turbio proceso electoral de este año, sino de una política económica que ahonda las desigualdades y desarticula a la sociedad, de injusticias sociales toleradas y fomentadas por el grupo gobernante, de una cerrazón y una ceguera política que desvirtuaron los procesos democráticos y de una voracidad empresarial que atropelló sin tapujos el orden institucional del país.

En su momento, diversas voces advirtieron sobre los riesgos de división nacional que conllevaban la incontinente injerencia presidencial en las campañas previas a las elecciones del 2 de julio, la ilegal intromisión en ellas de los intereses empresariales, mediáticos y clericales, así como la abierta parcialidad de las autoridades electorales (el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación) y su incapacidad o su falta de voluntad para esclarecer, mediante un recuento confiable de los sufragios, el resultado definitivo de los comicios. Tales advertencias fueron desatendidas por quienes hoy, con dolo, acusan al lopezobradorismo de «dividir al país».

Por lo demás, México estaba dividido desde mucho antes. Estaba dividido entre los millones que subsisten con un salario mínimo, o menos que eso, por un lado, y los potentados que obtienen utilidades de millones de pesos al día o los funcionarios que se embolsan sueldos, prestaciones y jubilaciones suculentas a costillas del erario público; entre los agraviados por un sistema de procuración e impartición de justicia que atropella, viola los derechos humanos y fabrica culpables, por una parte, y los delincuentes de cuello blanco que pasean su impunidad protegidos por guaruras prepotentes; entre las comunidades indígenas y campesinas que, a casi 13 años del levantamiento zapatista de Chiapas, siguen marginadas y abandonadas, y los empresarios agrícolas del estilo de Vicente Fox, que se benefician con aperturas comerciales que potencian sus exportaciones; entre las organizaciones sociales agredidas y hostilizadas y los caciques tradicionales que, seis años después de consumado un supuesto «cambio» democrático, ostentan su poder de siempre por todo el territorio nacional; entre los que se hacen tratar por médicos de Houston y los que deben soportar, en los hospitales del sector público, el desabasto más desesperante de equipo y medicinas.

La fractura que ayer se puso en evidencia trasciende, en suma, el ámbito político, partidario y electoral. Es una división profunda entre los intereses de los grandes capitales nacionales y trasnacionales, empeñados en conservar sus privilegios y las circunstancias propicias a la depredación del país, y millones de mexicanos excluidos y marginados.

Independientemente del juicio que merezca la ceremonia protagonizada ayer por el ex candidato presidencial de la coalición Por el Bien de Todos, debe admitirse que López Obrador formuló en su discurso un diagnóstico preciso y certero de esta dislocación nacional y de la circunstancia insostenible en que ha sido colocada la nación por el grupo en el poder, esa alianza político-empresarial y mediática que, ante la asunción del presidente legítimo, expresó su posición de manera inequívoca por medio de un delirante editorial del diario madrileño El País: «Si algo ha logrado López Obrador con su permanente y escasa consideración con las instituciones democráticas del Estado y con sus decisiones es el oprobio de poner en peligro la convivencia pacífica y la paz civil», sostiene el texto, como si hubiese mayor amenaza a la paz que la condición de 10 millones de mexicanos que subsisten con un dólar diario o menos (más de 30 millones viven con cuatro dólares al día o menos), o como si las «instituciones democráticas» hubieran actuado como tales y se hubieran empeñado en esclarecer las múltiples dudas de manipulación que empañan los resultados oficiales de la elección del pasado 2 de julio.

Al contrario de lo que se afirma en ese editorial ­lo que no expresaron ni los medios mexicanos más abiertamente oligárquicos­, la «presidencia legítima» se presenta como un intento, tal vez el último posible, por mantener dentro de cauces pacíficos y legales el vasto descontento político, económico y social que recorre al país. Se trata de un recurso para crear estructuras de participación allí donde las instituciones, operadas en forma irresponsable y desastrosa, han resultado incapaces de dar curso a las inconformidades y a la diversidad de importantes sectores sociales. Es un esfuerzo por empezar a abordar y resolver los problemas reales de México mediante una articulación social que supla las miserias y las distorsiones de los organismos públicos oficiales.

Si algo no hubo la tarde de ayer en el Zócalo fue un llamado a la violencia, y cabe felicitarse por ello. Por lo demás, las instituciones formales y oficiales deben reconciliarse con los sectores sociales que han sido sistemáticamente agraviados desde ellas. Por lo demás, los 20 puntos mencionados ayer por López Obrador para su llamado gobierno legítimo no son más que acciones de sentido común para empezar a pagar la enorme deuda social, económica y política para con millones de mexicanos. Las circunstancias de marginación y miseria de éstos, y la ambición insaciable de los grandes capitales nacionales y foráneos, constituyen el desafío real a la estabilidad y a la paz en este país.