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El diablo en el cuerpo social

Neoconservadurismo y creaciones culturales de masas

Fuentes: El Viejo Topo

La mayoría de las narraciones estadounidenses son cada vez menos complacientes con su propio país; de hecho, lo que parece identificarlas es precisamente la distancia que establecen respecto del sueño americano, desde una u otra perspectiva. La época en que las creaciones culturales mayoritarias quedaban impregnadas de la celebración de un estilo de vida no […]

La mayoría de las narraciones estadounidenses son cada vez menos complacientes con su propio país; de hecho, lo que parece identificarlas es precisamente la distancia que establecen respecto del sueño americano, desde una u otra perspectiva. La época en que las creaciones culturales mayoritarias quedaban impregnadas de la celebración de un estilo de vida no es desde luego la nuestra, más cómoda en la crítica y el rechazo que en la glorificación de la imaginería identitaria. No obstante, el espacio público sigue llenándose de observaciones acerca de los mensajes reduccionistas que transmiten las películas estadounidenses, del sometimiento de la pluralidad cultural a una visión restringida o de la alianza entre algunos productores de Hollywood y sectores conservadores.

Ciertamente, el recurso a la cultura popular como propaganda parecería superfluo, toda vez que existen mecanismos mucho más precisos y de alcance mucho mayor. Ocurriría lo mismo que con la violencia en televisión: no es necesario que las series la festejen, la vemos todos los días en el telediario. La visión conservadora está en los boletines de noticias, en los vocablos técnicos del mundo de la economía, en las exigencias de grandes audiencias; que también penetrase en la cultura parecería redundante. Y poco atractivo comercialmente. La mayoría de quienes consumen productos audiovisuales son adolescentes, un espectro poblacional poco propicio para que arraiguen los mensajes conservadores tradicionales, como el orden, la obediencia a la autoridad, la represión de los deseos. El público de las expresiones artísticas mayoritarias, ya sean musicales, audiovisuales o literarias, parece solicitar hoy emoción, energía, fuerza, rebeldía, algo que la fuente conservadora no parece capaz de suministrar.

Y, sin embargo, esa clase de ideas han renacido poderosamente, penetrando en gran parte de las creaciones dirigidas al gran público y especialmente en aquellas que fueron construidas bajo parámetros de alta comercialidad. De hecho, los rasgos que se exigen a las narraciones culturales para que se adecuen a las exigencias de venta son notablemente parecidos a los que necesita el mundo conservador para funcionar con éxito. No obstante, y precisamente por su éxito, tales mensajes han de ser escuchados, ya que tienen aristas novedosas, han acogido aspectos formales habitualmente utilizados por creadores críticos y, sobre todo, nos hablan con minuciosa precisión de los miedos y deseos de nuestra época.

DUDAS, INSEGURIDAD, SOLEDAD: LO SOBRENATURAL

«Hay mucha ansiedad en el mundo ahora mismo, ansiedad global. La gente tiene miedo y (en épocas similares) eso siempre genera un repunte de la ciencia ficción». David Goyer, productor ejecutivo de Threshold en la CBS (serie dedicada a investigar la aparición de un organismo extraterrestre en medio del Atlántico)1

El recurso a lo sobrenatural, encarnado en la ciencia ficción o en el cine de terror, fue muy usual en los tiempos fordistas. En un sentido, constituía un excelente refugio para los autores críticos, que podían sortear la censura mediante el recurso a la creación de género. En otro, suponía un muro de contención de los miedos y ansiedades de su tiempo, una forma de metabolizar aquello que perturbaba una vida reglada y planificada. Por ello, la mayoría de las narraciones culturales fantásticas nos recordaban que nuestro inconsciente continuaba operando, que nuestros deseos más oscuros seguían vivos y, sobre todo, que su realización nos acarrearía perniciosas consecuencias. Películas clásicas como Drácula (Tod Browning, 1931) o La mujer pantera (Jacques Tourneur, 1942) quedaban edificadas sobre el miedo a la sexualidad, es decir, sobre los catastróficos efectos de ceder a esos arrebatos que exigían la satisfacción de nuestros instintos. No eran más que otro ejemplo de que algunas fuerzas debían ser expulsadas a la oscuridad de la noche, de que había impulsos que era necesario reprimir para que la comunidad pudiera desarrollarse y prosperar. En ese orden, las menciones a la vida cotidiana nada tenían que ver con dudas e inseguridades; más bien estaban referidas a un espacio seguro que había de protegerse de las interferencias que producían las tentaciones, los deseos excesivos y, en general, todo aquello que habitaba fuera de las áreas centrales de la civilización.

Las referencias al terror posmodernas tienen poco que ver con aquel suelo. Los miedos colectivos han variado sustancialmente desde aquellas sociedades fordistas de límites firmes, sustentadas por las mecánicas de solidaridad del Estado de bienestar, donde lo desconocido no era más que una proyección de lo reprimido y donde el peligro residía en llevar demasiado lejos los avances científicos: el temor a un accidente (o a una guerra) nuclear fue la excusa argumental preferida de las películas de ciencia ficción realizadas a mitad del pasado siglo. En nuestra época, por el contrario, las narraciones que emplean lo sobrenatural prefieren devolvernos al suelo cotidiano, utilizando lo imaginario como dique de contención de las dudas y angustias de nuestra vida diaria. Así, Médium narra la historia de una mujer joven, con dos hijas de corta edad, a expensas de un trabajo eventual, cuya cotidianeidad se desarrolla entre la desesperación de no tener empleo y la de estar obligada a dedicarle demasiadas horas; además, puede comunicarse con los muertos. En The ghost whisperer una joven, interpretada por Jennifer Love Hewitt, desea, sin conseguirlo, que los espíritus permitan que su vida de recién casada transcurra en la normalidad. Invasión combina extraterrestes y posesiones diabólicas con divorcios, embarazos y problemas de custodia.

Series como Buffy cazavampiros fueron pioneras en la utilización del terror como plano de resolución de la vida cotidiana. Su protagonista, Buffy Summers, es una adolescente de clase media que reside en un pueblo de la costa oeste de Estados Unidos y cuya vida transcurre en la normalidad del instituto: angustia juvenil, dudas ante una nueva pareja, ante su primera relación sexual, inseguridad respecto de sus relaciones familiares y de su futuro profesional. Ese suelo vital quedará metaforizado en monstruos, vampiros y seres diabólicos a los que la vampire slayer, la Buffy nocturna, dará violenta caza. Joss Whedon, productor de la serie (y autor, años después, de Serenity, la mayor crítica fabulada de Hollywood contra el gobierno de George W.) ideó caminos narrativos que interrelacionaban miedos cotidianos y tramas sobrenaturales. Y en nuestra época esa simultaneidad suele hablarnos de dos cosas: de un entorno peligroso y de la necesidad de una autoridad sólida.

La primera queda simbolizada en un sueño, puesto en imágenes en la serie Médium, en el que una joven vestida con una capa roja transita por las salas vacías de un aeropuerto. Hay un profundo desasosiego en la escena, reforzado por el encuadre lejano; una poderosa sensación de frialdad y de desprotección. Aparece de la nada un lobo cuyo objetivo es dar caza a la joven de la capa y la caperuza rojas, que emprende una carrera por su vida a través de esos espacios amplios en los que no parece haber dónde esconderse. En ese instante, Allison Dubois (Patricia Arquette) la protagonista de la serie, se despierta sobresaltada2.

Esos lugares de sociabilidad difusa, siempre atestados, por los que todo el mundo transita y donde nadie se reconoce, como los aeropuertos o las calles céntricas, nos perturban en gran medida cuando desaparece de ellos la agitación, la velocidad, la vida. Así ocurría en películas como Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997); se repite en el capítulo de Médium. Podría decirse que tales escenas son reminiscencias actualizadas de los escenarios góticos y que, al contraponer la desmesura de los escenarios a la insignificancia del ser humano3, resaltan aún más el aislamiento del individuo. Pero hay otro aspecto perturbador, también enraizado en la psique contemporánea, y que alude a un sentimiento de profunda soledad: es como si esa imagen hiciera explícito que estamos solos, que a nadie le importamos. Es, por tanto, la frialdad, la despreocupación y el egoísmo de nuestra sociedad lo que juega como elemento de terror y lo que esas narraciones realmente quieren contarnos: que si un lobo humano nos persiguiera en una calle llena de gente, nadie nos ayudaría.

En Plan de vuelo, desaparecida (Robert Schwentke, 2005), Jodie Foster encarna a una joven viuda que regresa a su ciudad natal, acompañada por su única hija, para dar sepultura a su marido, recientemente fallecido en un país extranjero. En su inicio reina una atmósfera de pesadumbre y su narración es deliberadamente confusa, quizá porque el director quiera transmitirnos el lugar mental de sus personajes, una mujer y una niña temerosas y desorientadas, que no encuentran razones para lo ocurrido. Es un tono narrativo que desaparecerá en cuanto ambas entren en el avión.

Durante el vuelo, la mujer interpretada por Jodie Foster quedará dormida; cuando despierte, su hija habrá desaparecido. El argumento parece prestar entonces atención a una doble fuente de intriga; de una parte, dónde está la niña; de otra, cómo es posible que haya desaparecido cuando el avión está lleno de gente. En realidad, la trama es asunto secundario, y prueba de ello es que la parte formalmente más conseguida es la central, aquella en que se nos muestra la lucha de la madre contra un exterior hostil, representado tanto por la incredulidad y animosidad de quienes deberían vigilar y ayudar (el comandante, las azafatas y el policía del avión) como por los criminales que pretenden acabar con su vida. En consecuencia, la película realmente se muestra acertada cuando nos muestra la frialdad eléctrica de los interiores del avión, la angustia de una madre que camina apresurada por pasillos a oscuras.

El último trabajo de Jodie Foster obra recorre y subraya ese sentimiento de soledad posmoderno, allí donde la desatención cortés de las grandes ciudades parece haberse tornado absoluta indiferencia. De hecho, esa es la verdadera condición de posibilidad de la intriga; los propios secuestradores explican a la madre que pudieron esconder a su hija en el carrito de la comida porque nadie miraba, «porque a nadie le importaba». El mensaje, pues, entronca con el de Médium4: ante las amenazas contemporáneas, como la delincuencia, el terrorismo, las catástrofes naturales, etc, somos extremadamente débiles, como lo es Caperucita ante el lobo. Y ambas narraciones parecen asegurarnos que la causa de nuestra fragilidad es la ruptura de las relaciones comunitarias, la imposibilidad de comunicarse de un modo mínimamente satisfactorio con nuestro propio entorno.

Es por eso que la oferta de las narraciones culturales no es sólo descriptiva, sino que incluye algunas compensaciones, generalmente privadas. Un ejemplo lo tendríamos en Los 4400, serie que recoge los acontecimientos posteriores al regreso conjunto a la Tierra de personas abducidas en distintas épocas (pero siempre en EEUU). Lo que ellos (y las autoridades) desconocen es que regresan provistos de extraños poderes que les serán útiles en una vuelta a casa altamente frustrante. La mujer casada encontrará que su marido tiene ahora otra esposa y su hija no la reconoce; el soldado negro regresará a su barriada, ahora convertida en escombros donde viven los sin techo; el joven juerguista será acusado del coma en que se halla su primo, que estaba con él la noche de la abducción; el socio de una gran empresa verá cómo liquidaron su participación y enviaron a su mujer a una residencia para ancianos. Lo que les ayudará a salir de esos malos momentos serán precisamente sus nuevas habilidades, realizaciones involuntarias de sus deseos.

Bourdieu5 nos había señalado que cuanto mayor es la sensación de precariedad, más juega la fantasía; cuanto más intensa es la dominación, más se atiende a la imaginación. Y esa es la oferta definitiva de estas creaciones: frente a un mundo que tememos y que nos desagrada, donde los valores humanos parecen estar desapareciendo, fantaseamos con la adquisición de poderes especiales que nos inmunicen frente a las amenazas y que consigan que nuestros deseos se realicen. No en vano, la obra literaria de más éxito en este siglo es Harry Potter, cuyo punto de partida es una relectura posmoderna de la novela del neurótico freudiana. Nos cuenta la historia de un niño pobre y débil cuyos padres fallecieron y que es educado por unos tíos que le maltratan, negándole toda identidad. Gracias a sus poderes especiales, ese joven podrá cumplir sus sueños, ir a un colegio privado, hacerse popular por sus dotes en el deporte de moda y garantizarse una identidad propia (la que le pertenece como digno sucesor de sus padres y no que le otorga la horrible familia que le cuida). No parece extraño, entonces, que ante un mundo hostil y amenazante, egoísta y malvado, de lazos sociales débiles y difusos, tengamos que recurrir a soluciones fantásticas para dar solución a los problemas cotidianos: la cazavampiros tiene su talento y su fuerza para dar violento desenlace a las amenazas, la médium puede comunicarse con los muertos, los 4400 tienen sus habilidades adquiridas para combatir un mundo frustrante.

UN MORALISMO AIRADO

En el mismo capítulo que Allison Dubois sueña con el ataque del lobo ha de afrontar las dificultades de su hija menor para relacionarse con los compañeros de preescolar. La profesora acaba de contarle que la niña no tiene amigos, que permanece apartada en las salidas al patio. Piensa, como solución del problema, en fijar encuentros con otras familias del colegio en horario extraescolar de modo que los niños puedan jugar juntos, fomentando así que su hija establezca nuevas relaciones. Después de varias llamadas telefónicas, el matrimonio está abatido: sólo ha respondido positivamente una madre, tras consultar la agenda y fijar una cita para varias semanas después, ya que su hija tenía actividades programadas hasta entonces. Ese entorno desangelado, en el que es difícil establecer lazos duraderos, donde los contactos humanos sólo se producen en el interior del hogar, es el suelo al que verdaderamente han de enfrentarse. No es extraño, pues, que el único amigo que terminará encontrado la hija de la médium resulte ser el fantasma de un niño fallecido.

En nuestra época, la preocupación por la vida cotidiana ha regresado al primer plano público. Desde luego, ha ocurrido en lo político, donde, al aceptar las formaciones parlamentarias los límites de la democracia liberal como los únicos posibles, los representantes electos son percibidos como expertos que han de abogar por la clarificación pragmática de una sociedad compleja, dando adecuada resolución a los problemas cotidianos. Y también se manifiesta en lo social: las preocupaciones de los ciudadanos suelen exteriorizarse alrededor de asuntos localizados que afectan a su vida diaria. Sin embargo, las grandes controversias colectivas ocurren alrededor de asuntos culturales, simbólicos, alejados de la materialidad que supondría esa concreción de lo cotidiano: la integridad territorial, el matrimonio de los homosexuales, la educación religiosa, la clonación o la eutanasia.

 

¿Cómo, entonces, quedan vinculados vida cotidiana y asuntos culturales? Esa pregunta podría ayudarnos a responderla Reese Whiterspoon, actriz de pronunciado mentón y productora de intuición afilada. En su último papel protagonista hasta la fecha, Ojalá sea cierto (Mark Waters, 2005), -ha participado después con gran éxito en Walk the line, (James Mangold, 2005) una biopic sobre Johnny Cash- interpreta a Elizabeth, una joven doctora que dedica casi todas las horas del día a su trabajo. Su hermana, que desea verla emparejada, le prepara una cita pero sufre un grave accidente en el trayecto. El nuevo inquilino de su apartamento (Mark Ruffalo) se encontrará repetidamente con el fantasma de Elizabeth hasta que, siguiendo los cánones establecidos por El Fantasma y la Sra. Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947), surja el enamoramiento. El problema llegará cuando sepan que Elizabeth no está muerta, sino en coma, y que su familia la quiere desconectar. Quizá este sea el aspecto más reseñado de la película, toda vez que incide en un aspecto de las guerras culturales de la posmodernidad entre conservadores y progresistas, la eutanasia. ¿Hay que mantener artificialmente con vida a pacientes respecto de los que no cabe ninguna esperanza de recuperación? Si nos fiásemos de Ojalá sea cierto, la respuesta debería ser afirmativa.

La maniobra argumental entroncaría con la empleada en La isla (Michael Bay, 2005), una producción que nos sitúa en una atmósfera propia de la literatura antitotalitaria, como la de Orwell o, más adecuadamente, la de Huxley, y que nos cuenta cómo transcurre la vida de seres humanos cercanos, honestos, de buen corazón y sometidos a enormes ataduras (y, como nos enteraremos después, a un destino cruel) en una sociedad hipervigilante. Nos hablará de un joven rebelde, que desea llevar una vida propia, libre, mucho más humana, y que será el personaje con el que el espectador tienda a identificarse. Y cuando hayamos aceptado el juego, sabremos, con mucho metraje transcurrido, que tales personas no son más que clones, reproducciones corporales perfectas cuyo fin es proveer de órganos sanos a los seres originales. Así, nuestro protagonista no es más que la copia genética de un homosexual vicioso y rico de la costa oeste. Su vida finalizará cuando el cuerpo del original comience a fallar. ¿Cómo estar, pues, a favor de la clonación? La isla, sin duda, pretende abundar en esos puntos de desencuentro, tan habituales últimamente, entre ciencia y religión. Pero las obras de Whiterspoon, incluyendo esa clase de lecturas, caminan bastante más lejos.

Ojalá sea cierto también nos habla de una cierta congelación emocional, de una vida estresante, de las servidumbres de la ambición. El coma de la protagonista no es más que la simbolización de una existencia gélida. En la medida en que la joven profesional dedica todo su tiempo al trabajo, en que sus únicas pretensiones consisten en lograr un ascenso y mejorar su estatus, está perdiéndose la verdadera vida, aquella da importancia a los sentimientos, en la que se ama y se es amado. Desde esta perspectiva, la película incluiría una crítica a una sociedad que nos exige demasiado tiempo, en la que el trabajo está acaparando nuestras perspectivas vitales, que ya no deja espacio a lo humano; una censura que debería ser bien reconocida por el espectador y que haría que la identificación fluyese sin trabas. Sin embargo, la crítica cultural neoconservadora no se dirige al sistema, sino a sus sujetos. Esos jóvenes profesionales de las grandes ciudades, todo egoísmo y ambición, son producto de sus propias decisiones; poseen libertad para elegir su propio camino y han escogido el peor posible. Para los conservadores, como ha enseñado la Escuela de Chicago y recogen buena parte de las narraciones culturales contemporáneas, la influencia social, sistémica, es despreciable: en una tierra de oportunidades, somos lo que queremos ser.

Esa es la mirada que recoge la serie televisiva Mujeres desesperadas, producida, como tantas otras de nuestro tiempo, por la cadena Fox. La serie tiene entre sus protagonistas a amas de casa consumidoras de drogas legales, esposas que se acuestan con su jardinero, adictas a las compras y a adolescentes demasiado consentidos. Aunque quizá el mayor protagonismo lo tengan los hombres: o son delincuentes o se niegan a imponer las normas o resultan débiles en exceso. La serie, en definitiva, nos habla de gentes sumidas en un mundo de competición, sin apoyo y sin referencias, que sólo buscan su propio placer. Desde luego, no parece una producción adecuada para una cadena conservadora. Pero la extrañeza se disipa en el instante en que situamos lo que nos cuenta: no se ha realizado para que el espectador se identifique con sus personajes sino para que los señale con el dedo. Esas narraciones ponen en escena la mirada de la Norteamérica conservadora sobre lo que va mal en su país: la falta de normas y disciplina, la disipación moral, la ausencia paterna.

Los ataques a una vida cotidiana gris, cuyo final del camino era sospechosamente parecido al inicio, donde se debía obediencia a una autoridad irracional y donde las relaciones humanas no eran sino una extensión alienada del sistema que las contenía, eran elementos frecuentes en las narraciones críticas de la época fordista, que trataban de subrayar cómo la burguesía acababa devorando aquello que debía defender. Esas mismas vías son recorridas en la posmodernidad, pero en sentido contrario. Las arremetidas contra el sueño americano son ahora realizadas por quienes contemplan con cierto horror la falta de moralidad de las ciudades modernas, la inhumanidad atea que rige nuestras costumbres, el espectáculo de un ser humano que sólo sigue sus más bajos instintos. Los conservadores ejercen la contracultura, pero no para revelarnos lo que marcha sistémicamente mal, sino para subrayar la mezquindad del ser humano y, con ella, la necesidad de una autoridad que no se arredre ante sujetos cada vez más egoístas y violentos.

La teoría conservadora dice ofrecerse para asentar los procesos culturales más que para continuarlos. Disfruta hablándonos de épocas de mayor sencillez, donde las cosas eran más simples y las identidades más estables; su objetivo parece ser enlazar la naturalidad de antaño con lo fluido del presente, no pretendiendo una visión particular de la sociedad sino una lectura racional que una las aportaciones fundadas de todos los espectros. Pero sólo puede cumplir ese papel si se muestra a la vez como fuente de autoridad firme, capaz de contener los excesos, de reducir a sus límites apropiados aquellas posturas que se afirman desde la desproporción. Y es en ese papel donde muestra otro rostro.

Lo vemos en los programas del corazón, espacios populistas que todos los medios de masas acogen de un modo u otro bajo la excusa de la rentabilidad económica. Se trata de asuntos a los que la modernidad miraba con bastante recelo, como residuos aún operantes de un pasado que se resistía a dejar de serlo, y que, precisamente por eso, están viviendo su época de máxima atención. Puede decirse que encajan bien en el espíritu de nuestro tiempo, con sus comentaristas descreídos, su ruido de fondo, la constante crispación, las frecuentes imputaciones. Pero, sobre todo, con su moralismo airado, que escudriña en la vida privada simplemente para encontrar actos a los que pueda señalar con el dedo, buscando mentiras, engaños, vicios, cualquier cosa que sirva para representar el teatro de la sordidez del ser humano.

Un mecanismo de similar factura (con la exageración que requiere el género) construye las películas de la serie cinematográfica Saw. En su segunda y reciente parte (Darren Lynn Bousman, 2005) varias personas despiertan en una vivienda herméticamente cerrada a la que les ha trasladado un serial killer, de sobrenombre puzzle. Tienen dos horas para encontrar la salida, tiempo que tardará el gas que están respirando en acabar con su vida. Al tiempo, el psicópata es detenido por un policía cuyo hijo está preso en la casa; la relación entre ambos servirá tanto para ofrecer al espectador claves de resolución como para explicar el sentido de un juego perverso. Cada participante encontrará en la casa una retribución a sus pecados: el soplón deberá liberarse de una trampa mortal con una llave que le ha insertado cerca del ojo; el traficante de drogas tendrá que hallar el antídoto para el gas en un pozo lleno de jeringuillas, etc. Y para mantenerse con vida vivos sólo hay algo imprescindible: seguir las reglas que Puzzle les propone. Igualmente, la salvación del hijo del policía pasará por escuchar y aceptar las normas del psicópata. El sadismo está presente, pues, como el correlato retributivo a acciones individuales nocivas; el asesino no hace más que castigar como corresponde a quienes no hacen lo que deben, a quienes no siguen las reglas.

¿Y SI MIS DEMONIOS SON REALES?

El exorcismo de Emily Rose (Scott Derrickson, 2005) es una película que no esconde su tendencia conservadora. Fue publicitada como cine de terror, algo que nunca llega a ser del todo. Su guión, más que potenciar los sobresaltos, apuesta porque su mensaje llegue claro al espectador. En todo caso, recoge elementos estéticos del género y, sobre todo, influencias de las series Fox: su fría fotografía, la caracterización de los personajes e incluso la fisiología de los actores que los representan se hallan plenamente ligadas a los gustos de la cadena estadounidense.

Nos narra, siguiendo la tradición del cine judicial, la vista contra el padre Richard Moore (Tom Wilkinson), acusado de haber dejado morir a una joven y religiosa campesina, de nombre Emily Rose (Jennifer Carpenter), al privilegiar las formas sobrenaturales de sanación sobre las médicas. El juicio comportará la reconstrucción de la historia de Emily pero también supondrá una expresión más de ese conflicto entre ciencia y religión tan del gusto de finales del siglo XIX y que ha reaparecido con frecuencia en el XX. Incluye novedades: la religión está en el banquillo de los acusados, donde la han llevado las modernas reglas científicas; su historia se desarrolla en un mundo materialista, que cree en aquello que puede comprobar, ya sea por sí o a través de métodos científicos, y que mira con cierto desdén las manifestaciones religiosas. Pero la mayor variación está en el lugar que escoge: sus guionistas, adoptando la perspectiva que se les supone opuesta, quisieron articular un discurso racional sobre la verdad de la religión que pudiera ser utilizado ante un mundo incrédulo.

Vista así, la cuestión se extiende más allá de un conflicto concreto, dirigiéndonos al centro del problema en que debía desenvolverse el conservadurismo moderno. ¿Cómo dirigirse a un pueblo que parecería cada vez más lejos de los presupuestos tradicionales? ¿Cómo retomar las esencias en un tiempo que descree de ellas? ¿Cómo hacer efectivos postulados rígidos en un mundo flexible? Los guionistas de Emily Rose utilizan varios caminos complementarios. El primero de ellos consiste en diluir la eficacia de los hechos, en generar la duda sobre los límites científicos y, por tanto, sobre qué es o no objetivo. Al final, lo que se opone en el juicio no son datos ciertos contra las explicaciones íntimas, la razón contra la creencia, sino simples lecturas contingentes de los mismos hechos. Su contestación no consiste en subrayar que hay hechos que están más allá de la ciencia, sino en preguntar ¿qué es ciencia y qué no lo es? ¿Cuáles son sus límites? ¿Quién puede decir qué es verdad o mentira?

En la segunda de sus maneras reside el núcleo explicativo de los sufrimientos de la joven granjera y el punto final de la intriga,. Había una pregunta latente: si realmente Dios está operativo, ¿cómo es posible que el exorcismo realizado por el padre Moore no funcionara? La respuesta se encuentra en una carta que será leída al final del juicio y que fue entregada por Emily al sacerdote la mañana siguiente al fallido intento de curación. En ella cuenta cómo esa noche se le había aparecido la Virgen María para comunicarle que su sufrimiento era parte de una elevada misión, la de transmitir al resto de la humanidad que el reino del espíritu es real. En ella, nos transmitirá el sentido de su sacrificio: «Puede que la gente diga que Dios ha muerto pero ¿cómo podrán pensar eso si yo les enseño al diablo, si les muestro que mis demonios son reales?» Emily elegirá el camino del martirio como prueba de su amor a la comunidad.

Argumentos de esta clase muestran una señalada inversión de las formas de convicción precedentes, en tanto el modo de hacernos creer ya no reside en la fuerza de los milagros ni en un sentimiento subjetivo de paz que nos transmitiría la presencia divina, ni siquiera en la existencia de razones que probarían inequívocamente la existencia de Dios. Más al contrario, es tocar el mal con las manos lo que de verdad puede convencernos. Como si fuera una traslación religiosa del nuevo imperativo categórico de Adorno, quizá no sepamos en qué consiste el bien, qué es lo humano o quién es Dios, pero sabemos que el mal está aquí, que los demonios existen. Y cuanto más presente esté el mal, más creeremos en Dios.

Muchas de las películas citadas representan el rechazo formalmente contracultural de la posmodernidad, la reacción contra una época fría, hiperconsumista, cínica y amoral. No son más que la apropiación de un sentimiento extendido, llevando al plano cultural conservador el rechazo de la fragilidad y precariedad de nuestra época. Porque, al colocar en primer plano lo que funciona mal, están autorizados a regresar a postulados anteriores, ya no como una operación esencialista sino como un intento de poner diques a cambios que son una fuente de tensión y peligro por el exceso en el que incurren (como en la ciencia con las clonaciones, en lo social con los derechos de las minorías, en lo identitario con los nacionalismos, en la autoconservación con la delincuencia, etc). Los neoconservadores actúan solidificando la impresión de que los postulados de la modernidad han producido mutaciones perversas, privadas ya de cualquier aliento liberador, a las que es imprescindible ponerles límites. Ocurre en nuestro país, donde la importancia del matrimonio vuelve a ser de primer orden en el instante en que la institución es atacada por leyes de nuevo cuño que reconocen la denominación también para la unión homosexual; o es dado reavivar la importancia de la religión en la medida en que normas estatales tratan de eliminarla de los planes de estudio; o es posible regresar a la importancia de la integridad territorial en la medida en que se prevén nuevas leyes que tratan de privilegiar a unas regiones sobre otras.

Ese es el terreno de juego es el que la reacción conservadora ha tomado como propio. En la medida en que la amenaza, los riesgos o las disfunciones de la vida cotidiana aparecen con más frecuencia en nuestros hogares, en la medida en que se consolidan las percepciones de contextos negativos y amenazantes, en la que medida en que decae la confianza en las relaciones sociales cercanas, las ideas neoconservadoras se sienten más cómodas y arraigan con mayor facilidad. Y es un mensaje que tiende a consolidarse entre las clases menos favorecidas (medias y bajas), quienes están viendo degradarse sus condiciones de vida, sus fuentes de ingreso y sus perspectivas de futuro. Son clases que cada vez esperan menos ayuda de las instituciones de la modernidad; sus miedos son mejor absorbidos y contenidos por imágenes de fuerza y firmeza.

LAS TRES DE LA MAÑANA: UN EPÍLOGO

El recurso a un hora concreta para simbolizar el momento de aparición de lo tenebroso ha sido recurrente en el cine de terror. Suele perdurar cuando se abandona la sala: no sería agradable para el espectador despertarse en mitad de la noche con el reloj parado justo en esa hora. Algo así debe pensar la abogada (Laura Linney) que defiende al padre Moore cuando está a punto de acostarse. Duda un instante, mira al reloj de su mesilla de noche, y le coloca contra la pared, de modo que no pueda verse desde la cama. El sacerdote acaba de explicarle que algo oscuro se produce cuando se llega a las tres de la mañana; mejor apartar esas ideas de la cabeza, no saber qué hora es, no dejar la puerta abierta a los demonios.

En el final de la película, esa misma abogada colocará el reloj de cara, se recostará confiada y cerrará los ojos plácidamente. Tras la experiencia con el padre Moore, el miedo no la perturbará el sueño: ahora cree. Y esa es la esencia de la metáfora conservadora: en la medida en que creemos (en Dios o en la autoridad propuesta), podemos sentirnos protegidos, nada hay que temer ya. Esa es su oferta más exitosa.

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1El placer de lo sobrenatural, El país, 11 de diciembre de 2005

2 Ocurre en el capítulo cuarto de la serie, actualmente programada por el canal Cuatro. Está basada en un personaje real.

3 Vernet, Marc, Reminiscencias del gótico en el cine clásico americano: elementos estéticos e ideológicos, en El cine clásico y nosotros, Archivos de la Filmoteca, nº 14, Valencia, 1993.

4 Aún compartiendo ese aspecto central, tales obras poseen elementos que las conducen a lugares opuestos.

5 Bourdieu, Pierre, La miseria del mundo, Akal, 1999