El mundo mira asombrado, estupefacto, dolido y preocupado la aparición de un nuevo y desgarrador fenómeno social: la emigración de niños solos, sobre todo mexicanos y centroamericanos, a Estados Unidos. El vocablo solos significa sin la compañía de un adulto, ya sea un familiar o un amigo de la familia. Siempre, desde luego, ha habido […]
El mundo mira asombrado, estupefacto, dolido y preocupado la aparición de un nuevo y desgarrador fenómeno social: la emigración de niños solos, sobre todo mexicanos y centroamericanos, a Estados Unidos. El vocablo solos significa sin la compañía de un adulto, ya sea un familiar o un amigo de la familia.
Siempre, desde luego, ha habido niños migrantes. En México, por ejemplo, viven miles de personas que emigraron a tierra azteca siendo infantes. Eran los hijos de los derrotados en la guerra civil española (1936-1939) y después perseguidos ferozmente por el franquismo. Y es también el caso de los hijos de los perseguidos por las dictaduras militares que asolaron a Latinoamérica en los años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado.
Y también, desde luego, siempre ha habido infantes que han emigrado sin sus padres o un familiar o amigo cercano. Entre esos niños solos condenados al exilio forzoso se encontraban los célebres Niños de Morelia, un grupo de muchachitas y muchachitos que llegaron a México ya sin los padres y que fueron acogidos en calidad de huérfanos de guerra por el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas precisamente en la ciudad capital del estado de Michoacán.
Pero ni la emigración infantil ni, mucho menos, la emigración de niños solos ha sido un fenómeno normal, ordinario o común a los largo de la historia demográfica del planeta. Y lo que ahora acontece es radicalmente distinto. Son decenas de miles los infantes o apenas adolescentes solos que han emigrado a Estados Unidos. Y que detenidos por la policía se encuentran confinados en bases militares que recuerdan los campos de concentración para los perseguidos españoles en Francia y en el norte de África entre 1939 y 1945.
Esos cincuenta o sesenta mil jovencitos han entrado a territorio estadounidense, obviamente sin papales, en una época en que, endurecidos los controles y las leyes migratorias, es físicamente muy difícil el ingreso. Sin papeles y sin dinero, es decir, sin los cuatro, cinco o seis mil dólares que cuesta pasar la frontera de modo más o menos seguro. ¿Cómo pasaron?
A reserva de tener más información y de estudiar a fondo el fenómeno, cabe suponer que éste será creciente. Y que un mayor endurecimiento tanto de los controles migratorios como de las deportaciones no lograrán disminuirlo y menos desaparecerlo.
La experiencia enseña, además, que los deportados por México siempre intentan el reingreso. Y que sucesivas entradas y deportaciones aleccionan al migrante en nuevas, más seguras, más sencillas y menos dolorosas maneras de pasar a Estados Unidos.
Lo más importante, sin embargo, es conocer la causa que está propiciando el novedoso fenómeno. La pobreza es una primera y buena respuesta. Pero pobreza siempre ha habido. ¿Falta de oportunidades y de horizontes? Pues lo mismo.
¿Acaso una muy sustantiva reducción en la tarifa de paso seguro? Puede ser, aunque no parece probable. ¿Un incremento repentino y masivo en el deseo de aventura? Pensar eso ya es de entrada una tontería. ¿El más reciente coletazo de una política económica que, vigente en la región desde hace cuarenta años, adquiere ahora un nuevo e inesperado perfil demográfico?
Si esta última conjetura es válida, la cuestión central será qué harán los gobiernos involucrados ante el nuevo fenómeno migratorio: Estados Unidos, México y los países centroamericanos. ¿Nuevas leyes, más cárceles, más controles, más policías, un cambio de política económica?
Si ni leyes ni cárceles ni controles ni policías sirven para frenar la migración, ¿por qué habrían de servir para atemperar la nueva migración de niños solos? Sólo queda una opción. Lo demás es necedad.
Blog del autor: www.miguelangelferrer-mentor.com.mx
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