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Reseña de El placer de descubrir de Richard P. Feynman

No era de una época, sino para todos los tiempos

Fuentes: El Viejo Topo

Richard P. Feynman, El placer de descubrir. Crítica (Drakontos), Barcelona 2000, p.218. Traducción castellana de Javier García Sanz.Editor: Jeffrey Robbins. Feynman solía ir con su padre, amante de la ciencia pero no un científico profesional, a los bosques de las montañas Catskill, su lugar de veraneo. Paseando por los bosques su padre le preguntaba. » […]

Richard P. Feynman, El placer de descubrir.

Crítica (Drakontos), Barcelona 2000, p.218.

Traducción castellana de Javier García Sanz.Editor: Jeffrey Robbins.

Feynman solía ir con su padre, amante de la ciencia pero no un científico profesional, a los bosques de las montañas Catskill, su lugar de veraneo. Paseando por los bosques su padre le preguntaba. » ¿a qué no sabes qué tipo de pájaro es?». F. solía responder negativamente: «no tengo ni la más ligera idea». Le informaba entonces de que se trataba de un tordo de garganta marrón, que en portugués se decía de tal modo, en italiano le llamaban así, en chino de otro modo, diferente que en japonés. Y concluía: «ahora ya sabes qué nombre tiene ese pájaro en todos los idiomas que quieras, pero cuando hayas acabado con eso no sabrás absolutamente nada sobre el pájaro. Sólo sabrás cómo llaman al pájaro los seres humanos de diferentes lugares. Ahora, miremos al pájaro».

El Feynman adulto no tuvo dudas de la enseñanza que su padre le había transmitido: le había enseñado a mirar con tenacidad, a observar sin prejuicio, a fijarse detalladamente en las cosas del mundo. Esa actitud era o debía ser la base de la empresa científica y es una de las reflexiones que pueden encontrarse en el placentero El placer de descubrir (PdD).

PdD está compuesto por trece trabajos, de carácter metacientífico, de uno de los grandes físicos del siglo XX: desde una entrevista de 1981 emitida en la BBC (en el programa Horizon: El placer de descubrir, que da título al volumen), pasando por su conferencia de 1985 sobre «Los computadores del futuro» o sobre «Cuál es y cuál debería ser el papel de la cultura científica en la sociedad moderna» hasta sus reflexiones sobre «¿Qué es la ciencia?», «El valor de la ciencia» y «La relación entre ciencia y religión». Con la posible excepción del segundo capítulo, se trata de ensayos de densidad varia, netamente asequibles a lectores sin formación especializada en el ámbito de las ciencias físicas.

Varias perspectivas pueden centrar la lectura de estas páginas. Por ejemplo las siguientes. En primer lugar, las consideraciones filosóficas de alguien tan poco dado a la especulación sin base como Feynman (alguien, alguna vez, ha hablado del chato y despótico paleopositivismo del autor). El capítulo que cierra El placer, dedicado a las relaciones entre ciencia y religión, es una muestra interesante de este apartado.

En segundo lugar, sus aproximaciones a la ciencia, a su estatus epistémico y a su papel en la cultura. Aquí encontraremos apuntes del siguiente tenor: «Nuestra responsabilidad como científicos, sabedores del gran progreso y el gran valor de una filosofía satisfactoria de la ignorancia, del gran progreso que es el fruto de la libertad de pensamiento, está en proclamar el valor de esta libertad, enseñar que la duda no debe ser temida, sino bienvenida y discutida, y exigir esta libertad como nuestro deber para con todas las generaciones venideras» (p. 121).

Sin duda, en tercer lugar, los lugares en los que el autor explica su participación en la construcción de la bomba en Los Álamos y su reacción ante el lanzamiento de aquélla en Hiroshima. Una muestra algo aterradora: «Y una vez que uno ha decidido hacer un proyecto como éste, sigue trabajando para conseguir el éxito. Pero lo que yo hice -diría que de forma inmoral- fue olvidar la razón por la que dije que iba a hacerlo, y así, cuando la derrota de Alemania acabó con el motivo original, no se me pasó por la cabeza nada de esto, que este cambio significaba que tenía que reconsiderar si iba a continuar en ello. Simplemente no lo pensé...» (pp. 20-21).

En cuarto lugar, las consideraciones pedagógicas de uno de los grandes maestros de la física moderna (Freeman J. Dyson, autor del prólogo de PdD: «Cuando conocí a Feynman, supe inmediatamente que habia entrado en otro mundo. Él no estaba interesado en publicar artículos bonitos. Él estaba luchando, con más fuerza con la que yo había visto luchar antes a nadie, por comprender el funcionamiento de la naturaleza reconstruyendo la física desde abajo…»). La posición de Feynman sobre estos espinosos asuntos didácticos es caótica y modesta a un tiempo: «Mi teoría es que la mejor forma de enseñar es no tener ninguna filosofía, ser caótico y mezclarlo todo en el sentido de que uno utiliza todas las formas posibles de hacerlo…Lo siento: después de muchos, muchísimos años de tratar de enseñar y tratar todo tipo de métodos diferentes, realmente no sé como hacerlo» (p. 28)

Finalmente, tampoco resultarán ociosas las miradas sobre el Nobel y los premios de alguien que fue premio Nobel de Física en 1965 junto con Julian Schwinger y Sin-Itiro Tomonaga por su trabajo fundamental en electrodinámica cuántica y sus implicaciones en la física de partículas: «El premio está en el placer de descubrir, en la excitación del descubrimiento, en observar que otras personas lo utilizan (mi trabajo); esas son cosas reales, los honores no son reales para mí. No creo en los honores, eso me fastidia…, los honores son las charreteras, los honores son los uniformes. Así es como me educó mi padre. No puedo soportarlo, me duele» (p. 23)

Es cierto que el gran Feynman no siempre tiene las antenas puestas y a veces hace una cabezada. Por ejemplo, respecto de las ciencias sociales, parece desviarse hacia un cierto imperialismo físico: «Debido al éxito de la ciencia, existe, pienso yo, un tipo de pseudociencia. Las ciencias sociales son un ejemplo de una ciencia que no es ciencia. No hacen [cosas] de forma científica, sólo siguen las formas: recogen datos, hacen esto y aquello y todo lo demás, pero no llegan a ninguna ley, no han descubierto nada» (p. 29). Hay también la joya anticomunista de rigor: «Me gustaría comentar, de pasada y puesto que la palabra «ateísmo» está estrechamente relacionada con «comunismo», que las ideas comunistas son la antítesis de lo científico, en el sentido de que en el comunismo se dan respuestas a todas las preguntas -preguntas políticas tanto como morales- sin ninguna discusión y sin ninguna duda. El punto de vista científico es exactamente todo lo contrario…» Incluso para el bueno de Spinoza tiene Feynman una extraña y poco matizada aproximación: «Hay una tendencia a la pomposidad en todo esto, para hacerlo todo profundo. Mi hjjo está siguiendo un curso de filosofía y ayer por la noche estábamos considerando algo de Spinoza.. ¡y había el razonamiento más pueril! Estaban todos esos atributos y sustancias, todas estas elucubraciones sin sentido, y nos echamos a reír. Ahora bien ¿cómo pudimos hacer eso? Aquí está este gran filósofo holandés, y nosotros nos reímos de él. ¡Es porque no tenía ninguna excusa! ¡En esa misma época vivía Newton, Harvey estaba estudiando la circulación de la sangre, había gente con métodos de análisis mediante los que se estaba avanzando! Uno puede tomar cada una de las proposiciones de Spinoza y sus proposiciones contrarias, y mirar el mundo y no puede decir cuáles son correctas…» (157)

Punzantes y paradójicas pinceladas sin duda que no impiden otras mucho más armónicas que pueden constituir un excelente programa epistémico e incluso existencial. «He aprendido a vivir sin saber. No tengo que estar seguro de que estoy teniendo éxito y, como dije antes acerca de la ciencia, pienso que mi vida es más plena porque soy consciente de que no sé lo que estoy haciendo. ¡Estoy encantado con la anchura del mundo!» (p. 163). De ahí que para Feynman una de las mayores y más importantes herramientas de la física teórica sea la papelera. Ahorro decirles lo que debió pensar para el caso de la filosofía o de las ciencias sociales.