La colección, que arranca con el primer tomo de La Patagonia rebelde, incluye once libros que se podrán adquirir cada dos semanas, de aquí hasta noviembre. En esta entrevista, el historiador, ensayista y narrador habla de la lucha en favor de los «humillados y ofendidos».
La puerta de «El tugurio» se abre despacio con un chirriar estremecido y leve. En cámara lenta asoman los traviesos ojos de Osvaldo Bayer, rodeados por unas cejas alborotadas, siempre alertas para continuar dando batalla, y su cara enmarcada por el pelo y la barba blancos como el algodón. Cuando invita a pasar por el estrecho pasillo de esa casa del barrio de Belgrano, cada vez más angosto por el exceso de libros y carpetas que acumula el escritor, el precario equilibrio de esas pilas parece a punto de desmoronarse. «Sería una muerte soñada, moriría sepultado por los libros», bromea Osvaldo mientras se dirige a la cocina en busca de su ineludible botella de Campari. Al verlo caminar a los 82 años, con una agilidad que esquiva con elegancia cualquier síntoma de vejez, es imposible no recordar lo que ha dicho Osvaldo Soriano: «Bayer es un hueso duro de roer. Sin él sería más fácil olvidar». Nadie como él para desenmascarar a los asesinos, a los verdugos que han actuado desde el poder. Sólo este viejo pícaro y entrañable ha reivindicado, con una pasión que sigue intacta, a los humillados y ofendidos, a quienes en todas las épocas pusieron el cuerpo en las calles y fueron masacrados, tratados como delincuentes, torturados, robados y tirados en fosas comunes. Nadie como él desnudó la saña practicada especialmente contra los anarquistas, las mentiras y demonizaciones que se construyeron desde los medios de comunicación. Página/12 publicará a partir de mañana sus Obras completas, once libros que se podrán adquirir cada dos semanas, siempre los domingos, hasta noviembre (ver recuadro). Comenzará con el primer tomo de La Patagonia rebelde (1972), minuciosa investigación sobre la virulenta represión y matanza del Ejército durante las huelgas de los trabajadores en la provincia de Santa Cruz en 1921. «De pronto que te publiquen todos tus libros en un país que te persiguió tanto es como llegar al paraíso en vida», dice Bayer alzando su copa de Campari.
«Es increíble las fantasías que tiene la realidad; pensar que estuve en las listas de la Triple A, mis libros fueron prohibidos, estuve ocho en el exilio y de pronto se editan todas mis obras. Me gusta que estén a un precio muy barato, entre 10 y 18 pesos, ahora que los libros están tan caros», subraya el escritor. «Agradezco mucho al destino, dado que quienes merecerían algo así son los queridos amigos muertos Rodolfo Walsh, Paco Urondo y Haroldo Conti.»
-¿Cómo fue la investigación que lo llevó a escribir el primer tomo de La Patagonia rebelde?
-Fue muy difícil, pero a la vez apasionante. Tuve la suerte que tiene que tener un investigador: vivían absolutamente todos, menos los fusilados y el teniente coronel Varela. Vivían los soldados fusiladores, que eran clase 1900, y yo empecé en 1969, así que tenían 69 años. Vivían los suboficiales, los oficiales, los estancieros; vivían los políticos radicales, como el senador Bartolomé Pérez, que tenía 84 años. Y vivían muchos testigos de esos hechos. De manera que empecé con la idea de escribir un libro en un tomo y terminé haciéndolo en cuatro. Además, el general Guglialmelli, que era director del Centro de Altos Estudios del Ejército, me dio todo el material que había en el Ejército. Es cierto que también me encontré con mucha gente que no quería hablar, que me decía «para qué se mete en eso»; vi el ambiente de temor que se vivía en la sociedad. Los soldados, en cambio, querían contar todo porque durante cuarenta años no habían podido hablar. Las familias se los impedían, les decían que nunca dijeran que fusilaron porque la gente los iba a odiar. De pronto apareció un historiador que quería saber y muchos se desbocaron y dijeron todo lo que habían querido decir durante tantos años.
-¿De dónde venía ese interés por las huelgas patagónicas? ¿Acaso de su actividad periodística?
-Me venía de mi niñez. Mis padres habían estado justamente en esos años en Río Gallegos. Mi padre nunca había podido superar los fusilamientos, cómo nunca nadie había dicho nada, así que el interés empezó ahí. Ya había publicado mi primer libro, Severino Di Giovanni, que había sido un éxito, muy comentado y muy vendido, y me lancé a investigar los hechos de la Patagonia. No lo había empezado antes porque tenía que viajar hasta Santa Cruz y era difícil porque yo trabajaba. Entonces me iba en las vacaciones y me quedaba tres meses. Lo más hermoso es que hoy están marcadas todas las tumbas masivas; al final la ética ha triunfado. Los sindicalistas que fueron fusilados, los que pusieron la cara para hablar por los obreros, todos tienen un monumento en Santa Cruz, empezando por don José Font, conocido como «Facón Grande», que tiene un monumento precioso al llegar a Jaramillo, el lugar donde fue fusilado. La escuela secundaria de Gobernador Gregores se llama José Font por el voto de los alumnos, los padres y los docentes, ¿querés algo más democrático que eso? En cambio, no hay ninguna placa que recuerde a los represores.
La chispa indomable de la mirada de Osvaldo cruza por el living como la luz de un relámpago, como si estuviera sacando fotos a sus propios recuerdos, a esas pulseadas en las que siempre supo que no había que darse por vencido. «Mis libros fueron quemados, los tres primeros tomos de La Patagonia… por el teniente coronel Gorleri ‘por Dios, patria y hogar’. Jamás se hizo nada contra los quemadores de libros; no se hizo una reivindicación de los escritores cuyos libros fueron quemados, jamás se indemnizó a las editoriales -plantea el escritor-. La Alemania Democrática lo primero que hizo con los escritores perseguidos fue editarles los libros quemados, pagarles el regreso y darles un cargo en la cultura o en la docencia, como ellos prefirieran, y se indemnizó a las editoriales. Pero acá no pasó nada, como si ‘por algo será’ nos quemaron los libros. Hubo un absoluto desprecio por los exiliados y Alfonsín no hablaba de los exiliados sino de los que se ‘escaparon’.»
-¿En qué momento se dio cuenta de que su obra se dirigía a reivindicar a los anarquistas, a reparar sus vidas y darles dignidad?
-Cuando me fui metiendo en la investigación, principalmente en el caso de Severino Di Giovanni, comprendí que era mentira lo que sostenían los diarios o los intelectuales como Ernesto Sabato y Beatriz Guido sobre él. Yo tuve una diatriba con el señor Sabato porque en el prólogo de Sobre héroes y tumbas decía que Severino se la pasaba en clubes nocturnos y usaba camisas de seda, que en aquel tiempo era lo más caro pero también lo más varonil. Yo le escribí para aclararle que Severino vivió siempre pobremente, como un obrero, y que lo de las camisas de seda era porque cuatro anarquistas hicieron una expropiación en Gath & Chaves y se llevaron veinticinco cajas de camisas. Y todas eran de seda. Así que de pronto los anarquistas usaron camisas de seda. Y también le aclaré que no era cierto lo que decía de los clubes nocturnos. Beatriz Guido decía que Severino escondía sus bombas «en su piano de cola». Yo le dije que era un disparate absoluto porque jamás tuvo un piano ni sabía tocarlo. Guido me llamó por teléfono y como era muy incisiva me dijo: «Los escritores tenemos todas las libertades de la imaginación, ¿no te das cuenta de que es una figura imaginativa lo que yo he escrito?». Yo le decía que sí, pero que entonces le tendría que haber cambiado el nombre, por lo menos, por los hijos de Severino. Entonces ella me dijo: «¿Sabés lo que sos vos? Un burro». Y me colgó (risas).
-¿Por qué generaban tanto miedo los anarquistas?
-Los anarquistas hacían expropiaciones, cosa que no hacían ni los socialistas ni los comunistas. Ellos expropiaban para publicar libros, diarios, folletos y principalmente (esto está probado históricamente y lo he escrito en Los anarquistas expropiadores) para mantener a las familias de los expulsados por la ley 4144, la Ley de Residencia. Todas esas familias quedaban acá sin ninguna ayuda, con chicos, y lo hacían también para ayudar a las familias de los presos. Los anarquistas se definían como «socialistas libertarios» y los socialistas, muy aburguesados, los repudiaban planteando que nunca había que caer en el delito. Los comunistas también los criticaban abiertamente porque decían que esos asaltos y expropiaciones le ocasionaban mala fama al movimiento revolucionario de los pueblos.
Alguien golpea la puerta en vez de tocar el timbre. Se escucha el murmullo de unas voces aflautadas por la adolescencia. «Ahora les voy a pedir perdón, ya vas a ver», dice como un abuelo anarquista y pacifista a ultranza que comprende las travesuras infanto-juveniles. «Por supuesto que salieron rajando», cuenta al regresar. «El otro día me tocaron el timbre dos muchachos de unos veinte años. ‘Escúcheme, don, ¿acá hay minas?’, me preguntaron al ver el cartel que dice ‘El tugurio’. Yo les contesté con cara de tonto: ‘Acá sólo hay libros’. ¡Pobres, qué decepción!», recuerda Bayer.
Cuando su nombre apareció en las listas de la Triple A, Bayer mandó a su familia a Alemania y se quedó un tiempo viviendo en la clandestinidad, en una quinta de Quilmes del anarquista Domingo García. El hombre que lo hospedó no compraba diarios, no tenía televisión ni radio. Bayer imita el acento español de García y reproduce lo que ese hueso duro de roer, como Osvaldo, decía: «‘Acá no entra ningún producto de la burguesía, ¿me entiendes?’. Pero yo necesitaba estar informado para saber manejarme. Me iba hasta la estación, compraba el diario, lo leía y después lo dejaba en un canasto. Ese tipo las sabía todas, cada vez que volvía me preguntaba. ‘¿Tú tienes miedo? ¿Sales para averiguar?’ Entonces se abrió el saco, me mostró un pistolón y me dijo: ‘Aquí no entra nadie, ¿entiendes?’. Si venía un comando con veinticinco tipos, ¡qué podía hacer don Domingo con el pistolón!». Finalmente, Bayer decidió irse en febrero de 1975, pero regresó un año después porque Isabel Perón había llamado a elecciones y pensó que habría «más libertades». Cuatro semanas después llegó la dictadura y ya era imposible salir. «Me sacó en junio del ’76 la embajada alemana como refugiado. Lo hicieron porque era un escritor conocido de apellido alemán. El brigadier Santuchone, en ese momento a cargo de Ezeiza, le dijo al agregado cultural alemán: ‘Usted sabe que los militares argentinos somos admiradores del pueblo alemán por su disciplina y por su historia’. Pero a mí me miró con gran asco y me dijo: ‘Con respecto a usted, va a salir ahora porque lo pide un país amigo, pero acuérdese lo que le digo. Usted jamás, jamás, va a volver a pisar el suelo de la patria’.» Cuando el avión comenzaba a ascender, Osvaldo pensó: «A lo mejor este miserable tiene razón y es la última vez que estoy en Buenos Aires». Pero el miserable se equivocó y Osvaldo regresó en 1983. Antes, durante su exilio, se dedicó a denunciar en las universidades de Alemania, Holanda, Dinamarca, Suecia y Noruega la desaparición de personas; publicó el cuarto tomo de La Patagonia rebelde en Alemania y escribió la que sería su primera y única novela, Rainer y Minou.
-¿Le hubiera gustado ser un anarquista como Severino?
-Sí, me hubiera gustado, pero no tengo ninguna capacidad. Cuando trabajé en la redacción de Clarín a mí me escribía la gente de La Protesta, que todavía salía. Yo escribía los artículos sin firmar y venían los compañeros a retirar los originales. Si se hubiera enterado Noble, ¿te imaginás?
-¿En qué anda ahora, está escribiendo algo?
-Sí, estoy escribiendo mis memorias, pero me está llevando mucho tiempo. Estoy en la dictadura del «general estreñido», como le digo a Onganía. Esa palabra ya no se usa más, ¿no?, es de mi época, ¡uy cómo ha cambiado el idioma! ¿Sabés lo que pasa? Uno ha vivido tanto tiempo, catorce dictaduras militares, imaginate. Tengo 82, mamita, cómo pesan… pero Marlene (Dietrich) me viene a visitar todas las noches, me da un besito y yo me duermo en paz.