El búnker y la razón cínica.- Bajo la dictadura de Francisco Franco en España, la palabra búnker era sinónimo de una sociedad jerarquizada y clasista. Más allá de su definición etimológica (búnker = casamata, refugio fortificado), la mítica bunkeriana remitía a un modo de resistencia contra el cambio y la innovación sociales practicado por una […]
El búnker y la razón cínica.-
Bajo la dictadura de Francisco Franco en España, la palabra búnker era sinónimo de una sociedad jerarquizada y clasista. Más allá de su definición etimológica (búnker = casamata, refugio fortificado), la mítica bunkeriana remitía a un modo de resistencia contra el cambio y la innovación sociales practicado por una minoría dominante. Junto a la defensa de la Santa Madre Iglesia, los miembros del búnker cultivaban la intransigencia. Un absurdo esencialismo a-histórico. El a-dialectismo. Provistos de un severo repertorio ideológico con aires de cruzada, los miembros del búnker se singularizaban por la afirmación y la defensa permanentes de los valores y los intereses de la clase en el poder. No podía haber otra moral ni otro orden de libertades que no fueran los del orden capitalista-burgués impuesto por la dictadura franquista. En el esquema maniqueo que enfrentaba a las fuerzas del bien con las del mal, Dios no podía ser jamás republicano.
Si contrastamos el México actual y a su clase dominante con el franquismo, conviene preguntar por qué alguien −persona o entidad social− es intolerante y por qué ese fanatismo queda envuelto en la maniobra que utiliza el repertorio de los principios permanentes. Tras esa escenografía se esconde una respuesta sencilla: la defensa de un orden concreto de intereses; todo un estilo y un modo de vida que conviene a esos intereses de clase.
Es común que los principios se apuntalen de manera constante con la creación de una mítica. En ese sentido, no es forzado admitir que tanto los bunkerianos del nacional-catolicismo español, como los neofranquistas, los foxistas y neopanistas de hoy, han tenido un sentido muy agudo del marketing, de las exigencias del mercado. Conviene recordar que el mito es al mantenimiento del esquema social lo que la publicidad a la expansión del producto: un modo de promoción constante que actúa sobre el deseo del consumidor. Los miembros del búnker entienden eso a la perfección. Saben que su permanencia en el poder y la correspondiente esclerosis política y moral de la sociedad subordinada, sólo son sostenibles si se dinamiza su presentación y su envoltura. De ahí la insistente creación de mitos, que son la correa de transmisión de su política defensora de los intereses dominantes.
Los mitos del búnker se refieren, como es natural −y no está de más confrontarlos con las trampas semánticas y la fraseología falsificada del régimen foxista en el México poselectoral−, a los valores más comerciables en el mercado: la unidad sublime del ente nacional; la defensa de México, de la Patria, de la democracia, las instituciones, las libertades, del Estado de derecho; el orden natural de las clases sociales, y el enlace directo con la divinidad, verbigracia, el llamado de varios jerarcas de la Conferencia del Episcopado (los cardenales Norberto Rivera y Juan Sandoval y los obispos José Martín Rábago y Carlos Aguiar) «a la reconciliación, la concordia y la paz» entre los mexicanos, en contraposición al «odio» y la «violencia», que «siempre es condenable y estéril», de quienes −se infiere−, no serían mexicanos. Mitos, mitos, mitos.
Un búnker, dos búnkers, tres búnkers…
Hay un búnker que desata campañas de odio y de miedo, con mensajes racistas, anticomunistas y antintelectuales que recuerdan los gritos frenéticos del falangismo español de ¡Muera la inteligencia! y ¡Viva la muerte! En sus filas hay rufianes como los que atacaron a Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y al cineasta «judío» Luis Mandoki, y tasajearon obras artísticas de apoyo al voto por voto. Ese búnker, constituido por profesionales del odio de extracción cristera, profalangista y sinarquista, que se han rearticulado durante el foxismo a partir de los residuos de organizaciones semi-secretas anticomunistas tipo el Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (MURO), la Organización Nacional del Yunque y «Los Tecos» de la Universidad Autónoma de Guadalajara, es preocupante, pero no tanto. Se sabe dónde está, quiénes lo componen y dónde reciben apoyo y dirección moral y económica.
Hay un búnker-masa que integran organizaciones civiles de ultraderecha que profesan un integrismo básico, tales como la Asociación a favor de la mejor, Red Familia, Yo Influyo, Consejo Mexicano de la Juventud, Alianza Sindical Mexicana, Liderazgo Emprendedor, Compromiso Joven, Vida y Familia A. C., Asociación Nacional Cívica Femenina, Pro-Vida, Centro de Liderazgo y Desarrollo Humano, Unión Nacional de Padres de Familia, Confederación USEM, México Unido contra la Delincuencia, que se alimentan de la mítica que ampara los valores esencialistas y permanentes de la plutocracia gobernante, que remiten a la paz, al orden y el continuismo en el marco de una estructura opresora y antidemocrática que se escuda en un liberalismo formal.
Ese búnker-masa, cuyas organizaciones dirigentes esgrimen un prefascismo larvado, es el que se moviliza a partir de fenómenos a-críticos, emocionales (temores, miedo). El que nutre las manifestaciones patrióticas o sale a la calle cuando el «orden» es desafiado por la «criminalidad» (por ejemplo, la Marcha del silencio del 24 de junio de 2004). Es la misma masa que fue bombardeada mediáticamente con la consigna «AMLO: un peligro para México», con la intención de arrancar un voto del miedo en los pasados comicios. Fue a esos grupos a los que se dirigió Felipe Calderó cuando lanzó la campaña Pintemos a México de blanco en el marco de un discurso fascistoide que confronta a los «pacíficos» con los «violentos». Es en esos grupos, que integran la llamada Sociedad en Movimiento, que esperan apoyarse Calderón y el PAN si llegan al gobierno, para ensayar un autoritarismo de nuevo tipo.
Además del búnker acción y el búnker-masa, existe un búnker-búnker. El búnker dirigente. Dicho búnker está formado por la clase dominante en sus estratos superiores. Es el titular de los intereses que son puestos en peligro por la evolución crítica de la sociedad. En tales circunstancias, los miembros del búnker dirigente no dudan en defenderse con todo el peso de las «instituciones» y las fuerzas represivas del Estado.
A ese búnker pertenecen banqueros y grandes empresarios como Roberto Hernández y Manuel Medina Mora (socios de Citigroup-Banamex), Carlos Slim Helú (Telmex, América Móvil, Grupo Carso, Televisa), Lorenzo Zambrano (Cemex), Emilio Azcárraga Jean (Televisa, Cablevisión), Ricardo Salinas Pliego (TV Azteca, Elektra, Banco Azteca, Iusacel, Unefón), Gastón Azcárraga (Mexicana de Aviación, Grupo Posadas), Lorenzo Servitje (Grupo Bimbo), Germán Larrea (Grupo México), Olegario Vázquez Raña (Grupo Empresarial Ángeles, Grupo Imagen, Canal 28, periódico Excélsior), José Antonio Fernández (Coca-Cola FEMSA, Cydsa, BBVA-Bancomer), María Asunción Aramburuzabala de Garza (Grupo Modelo), Eugenio Garza (Coca-Cola FEMSA, Oxxo), Jerónimo Arango (socio de Wal Mart, Superama, Vips); intelectuales y periodistas como Enrique Krauze, Jorge G. Castañeda, Federico y Jesús Reyes-Heroles, Pedro Ferriz, Mario R. Beteta, Joaquín López Dóriga, Víctor Trujillo; políticos como Diego Fernández de Cevallos y Emilio Gamboa Patrón, y la plana mayor de los sindicatos charros, con Elba Esther Gordillo (SNTE) y Víctor Flores (Congreso del Trabajo) a la cabeza.
Se trata del búnker institucional en cuyo seno se mueven los 10 magnates mexicanos que figuran en la lista de la revista Forbes, los 39 barones del Consejo Mexicano de Hombres de Negocios que concentran 40 por ciento del PIB nacional, los integrantes del Consejo Coordinador Empresarial, los representantes de transnacionales como Procter and Gamble, Kimberly Clark (Claudio X. González), American Express, Grupo Carlyle (Luis Téllez), General Electric, McDonalds, Johnson and Johnson, Microsoft, ING, Jumex (Eugenio y Federico López Rodea), Pepsico, propietaria de Sabritas (Rogelio Rebolledo y Pedro Padierna), unos pocos millares de industriales, jerarcas de la Iglesia católica, y un cortejo de bunkerianos menores, que les rodean y acompañan como los asteroides escoltan a los planetas y contribuyen a su mecánica celestial.
En la coyuntura, el verdadero problema en la batalla por las libertades públicas y la defensa del voto radica en el búnker institucional. A medida que se agudizan las contradicciones, los administradores del búnker-búnker ensayan una nueva mítica para pasaportar las posturas conservadoras. Recurren a una semántica democratizante (Calderón ofreció «cogobernar» con quien antes definió como «un peligro para México» y aplicar programas que antes criticó por «populistas»), para contrabandear la mercancía reaccionaria y prolongar la dominación estructural sobre las masas de «renegados» y «violentos». Así, mientras la sociedad conservadora condena «toda» violencia, su larga mano, el búnker acción, ya sea por acción física o intelectual, pero siempre acción directa, realiza actos vandálicos, intolerantes, como la destrucción de 53 obras que integraban la exposición de gráfica digital De las obligaciones de la razón (al mayoreo y al menudeo).
El carácter, aspiraciones y la verdadera ideología del búnker dirigente asoman cuando sus hombres abordan el tema de las instituciones y la función que compete al poder. Como ocurre con el dinero, con las instituciones y el poder no se juega. Todo es negociable. Todo tiene arreglo si no se toca el dogma. Y el dogma son el dinero, el poder y las instituciones. Ninguna de las tres cosas es negociable. Por eso la millonaria campaña de propaganda en defensa Instituto Federal Electoral, paradigma del «México moderno». El sacrosanto IFE, «ciudadanizado», «blindado», «a prueba de fraudes». Mitos, mitos, mitos. El autoelogio. La autolegitimación del fraude disfrazada de reivindicación de la «ciudadanía» encarnada en «la gente común». El viejo recurso de elogiar al populacho, a la chusma: María la tortillera, Pancho el plomero, Rosita la cajera, mancillados en su «honor» por quienes amenazan al Estado de derecho al reclamar voto por voto, casilla por casilla. Otra vez la trampa semántica y la razón cínica. El fútil y mendaz intento por fusionar el Estado, sus aparatos y las instituciones con todas las Marías tortilleras de México. Un exabrupto, que exhibe el desprecio de los propagandistas y sus contratistas por los de abajo.
¿Qué es el poder para el búnker? Ante todo una pasión. Una pasión útil, sórdida, al servicio del juego de intereses. El poder constituye un instrumento de dominio clasista, jamás un mecanismo que encarne la voluntad de la mayoría popular. Para la plutocracia, el poder es la emanación jurídica y soberana de su pura voluntad de mando, que se apoya, en definitiva, sobre la necesidad de sostener unos principios inmutables que justifican cualquier medida que pueda adoptarse en el gobierno del Estado, por monstruosa o impopular que esta sea. Es el empleo del poder como mazo que levita sobre la sociedad. Recordemos Acteal, El Charco, Sicartsa, Atenco, Oaxaca, las tanquetas en San Lázaro.
La mentira domina el discurso público.-
Pero hay, en el búnker, un miedo patológico a la información. El periodismo ha sido una palanca para la creación de mitos y su alimentación. Los dueños de los grandes medios utilizan la información como vehículo de propaganda. Como un instrumento de deformación de la realidad al servicio de una sociedad piramidal y clasista. Es un miedo elemental. Saben que la información constituye el oxígeno que habrá de poner en marcha un verdadero proceso de democratización del país, que hará peligrar los principios y esquemas de dominación, esos que el búnker representa en forma extrema. Por eso no quieren que el pueblo esté informado. Por eso temen a la verdad.
No puede existir una democracia construida sobre la mentira. Tampoco se puede gobernar sólo con propaganda. La propaganda elaborada sobre la repetición sistemática de la mentira domina el discurso público del México actual. La llegada de Vicente Fox a Los Pinos no fue el arribo a la democracia. Tampoco hay democracia en Oaxaca con Ulises Ruiz. El estado de derecho es una ficción. La colusión delincuencial entre las empresas y el gobierno federal y los gobiernos locales continúa. Las bandas cleptocráticas operan desde el poder.
El actual modelo de dominación no es «humanista» como proclamaba de manera irresponsable fox. Es capitalista, dependiente y está regido por el pensamiento único neoliberal. Los migrantes mexicanos que expulsa el sistema mueren deshidratados en los desiertos de estados Unidos o son cazados como venados por supremacistas anglos. El nuevo dios «inversionista» no hará de México «un país maravilloso». No hubo país maravilloso con fox ni lo habrá con el espurio Calderón. La desregulación del trabajo convertirá a los mexicanos en esclavos. El Plan Puebla Panamá, que sigue su curso pese a la poca publicidad oficial, no servirá para impulsar «un desarrollo integral y responsable». El PPP es un proyecto de rapiña, imperial. Destrozará aún más el tejido comunitario de los pueblos indios y arrasará con los recursos naturales de México; petróleo, gas, agua, electricidad y biodiversidad incluidos. Convertirá a México en un país maquilador, en una república bananera.
Cuando la fuerza está del lado de los amos, éstos pueden confiar en medios relativamente toscos para la fabricación del consenso y no necesitan preocuparse abiertamente por lo que piensa la chusma. Si la correlación cambia, como ocurrió ahora aquí en Oaxaca, el gobernante autócrata siempre puede recurrir a la represión, a la guerra sucia o el terrorismo de Estado.
Las elites del foxismo y sus socios del PRI están dedicados al control del adoctrinamiento, del pensamiento y de las leyes. Siguen la máxima de Walter Lippmann que reserva a la multitud la «función» de ser «espectadores interesados de la acción», no participantes.
El poder desprecia al indio, al trabajador, al campesino, al pobre, al migrante. Para los amos de México es peligroso que la gente conozca su fuerza. Quien protesta se convierte en disidente o sedicioso, como ocurre aquí en Oaxaca.
En el México S. A., administrado de manera gerencial por Fox y pronto por calderón, el control de la inversión, la producción, el comercio, las finanzas, las condiciones laborales y otros aspectos primordiales de la política social, está en manos privadas.
La oligarquía que controla la economía es dueña de los medios masivos de comunicación. Dice Chomsky que una prensa independiente debe erigirse como un contrapeso del poder centralizado de «todo» tipo. Contrapeso del poder estatal o empresarial, y críticamente, del nexo entre el Estado y las empresas. Los publicistas y escribas asalariados del régimen argumentan que los que mandan están dispuestos a conceder al pueblo derechos, pero «dentro de lo razonable» La racionalidad pertenece a los observadores tranquilos, mientras la gente corriente no sigue más razón que la fe. Por eso, las mentes «políticamente correctas» le dicen al pueblo, que no puede saber, qué debe «creer». Pero dado que para la «estupidez del hombre medio» hay que facilitar «la fantasía necesaria» y las «supersimplificaciones emocionalmente potentes» (Reinhold Niebuhr), cada día Fox les da una mano a sus cortesanos en palacio.
Los intelectuales áulicos que viven de la teta del poder saben que quienes poseen el país, sus amos, deben gobernarlo. Pero no pueden revelárselo así a la plebe. La indiada libertaria podría volver a rebelarse, como ocurrió en Chiapas y ahora en Oaxaca. Por eso, los sumos sacerdotes de la «era azul» reproducen la ideología dominante por medio de un discurso ilusionista. Su misión es «salvar» a la patria de la confusión, la anarquía, la promiscuidad y el caos. A México, único e indivisible. Son los pastores del aturdido rebaño que creyó en el cambio y que ahora respaldaron con su voto al continuista Calderón. Usan el concepto democracia como una forma de control de población. Su tarea es controlar el pensamiento público. Fabricar y articular el consenso de los poderosos en nombre del «interés nacional» y «el bien común».
Para que el adoctrinamiento funcione correctamente, deben mantener a las masas estúpidas e ignorantes. Marginadas y aisladas. Idealmente, todo el mundo debería estar solo ante la pantalla del televisor viendo al América o a las «Chivas», una telenovela o escuchando los dislates patrioteros y las «tonterías» de Fox, las puntadas guadalupanas de Abascal y las monsergas salvíficas de Calderón.
A los productores de la «verdad oficial» les pagan para que refuercen la sumisión. Çfieles y disciplinados, cumplen con su papel de promotores de la «transición posible». Claman «moderación» y blanden la zanahoria de un maravilloso mundo por venir. En realidad, se trata de preservar lo atomizado/individual. Al ciudadano de a pie privado de las estructuras organizacionales que permiten a los individuos descubrir lo que piensan y creen en interacción con otros, formular sus propias preocupaciones y programas y actuar para hacerlos realidad. Lo amos odian lo colectivo, la horizontalidad de los de abajo, la autodeterminación de los pueblos y la democracia popular. Por eso quieren balcanizar todo lo organizado. Por eso quieren destruir a la APPO, como quisieron destruir en mayo pasado al Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra de San Salvador Atenco.
Atenco: la dialéctica del amo y del esclavo.- A propósito de la guerra de Argelia, recordaba Jean-Paul Sartre que, en ultramar, los soldados franceses «rechazan el universalismo metropolitano y aplican al género humano el numerus clausus: como nadie puede despojar a su semejante sin cometer un crimen, sin someterlo o matarlo, plantean como principio que el colonizado no es el semejante del hombre». La fuerza de choque de los colonialistas tenían la misión de convertir esa abstracta certidumbre en realidad: «Se ordena reducir a los habitantes del territorio anexado al nivel de monos superiores, para justificar que el colono los trate como bestias». Con el colonizado no existía contrato social. Sólo fuerza. Se trataba de deshumanizar a «esos bárbaros». De embrutecerlos por cansancio.
Como antes en Chiapas o en las montañas de Guerrero y Oaxaca, en San Salvador Atenco se repitió lo mismo. Los colonialistas internos han estado alentando una guerra de mendigos contra ricos y especuladores escudados en el poder represivo del Estado. Durante más de ocho meses, en el año 2002, desde las instancias oficiales -federales y estatales- se ha acosó a los ejidatarios de Atenco. Animalizándolos. El 11 de julio de ese año, tras una acción punitiva orquestada por el gobierno mexiquense, la impotencia y el horror de los colonizados de Atenco se convirtió en furia. La neurosis introducida y administrada por el colono entre los colonizados, estalló. Y después, a partir de un decreto expropiatorio a rajatabla y atentatorio de la Constitución −es decir, apartado del tan socorrido «Estado de derecho»−, la «principal obra pública» del gobierno foxista (la construcción de un aeropuerto alterno al metropolitano) podía culminar en un nuevo acto genocida como Tlatelolco, Acteal o Aguas Blancas.
Los administradores del neocolonialismo interno arguyeron entonces, como lo hacen hoy, que «defendían» el orden constitucional y el Estado de derecho. «La ley no se negocia», afirmó el entonces gobernador mexiquense Montiel envuelto en la bandera del «mercado» y el «progreso». En rigor, él y su socio Fox trabajaban para el gran capital; eran (Fox por unos días más) simples operadores de un sistema cleptocrático basado en la corrupción y la impunidad. Por eso necesitaban (y necesitan) criminalizar a un movimiento de resistencia campesino, que lucha por su tierra y se opuso a un decreto expropiatorio ilegal.
Se trata de un viejo truco de los señores del dinero. Ellos ponen las reglas de juego y cuando no les sirven, las violan. El Estado de derecho y la democracia formal se sostienen mientras las grandes corporaciones no sientan amenazados o perjudicados sus intereses. Cuando se pone en cuestión el más mínimo interés económico de los poderosos, hay guerras civiles, golpes de Estado, invasiones, bloqueos económicos, fraudes electorales. O terror y represión, como en San Salvador Atenco y ahora en Oaxaca.
La lección de los amos es siempre implacable: los pueblos deben «madurar», así sea a golpes de picana, violaciones, ejecuciones sumarias y desaparecidos. En 1936, los españoles lo pagaron con cuarenta años de franquismo. Los chilenos con trece de pinochetismo. No sólo: «Si me tocan a uno sólo de mis hombres se acabó el Estado de derecho», amenazó el general Pinochet en los primeros días de la transición chilena. Ergo: si tocan uno sólo de mis intereses económicos, habrá más terrorismo de Estado.
En 2002, en México, volvió a aparecer el bestiario de los poderosos. Los nuevos «salvajes»eran los campesinos de Atenco. Los «monos superiores» a los que Santiago Creel, Arturo Montiel y el policía Navarrete Prida querían domesticar. Les ofrecieron siete pesos por metro cuadrado de tierra, pero no entendieron. Y fíjense si serán brutos estos atenquenses, que hasta las «aves» de Texcoco «decidieron» convivir con los aviones (Pedro Cerisola dixit). Vamos, hasta «se sacaron la lotería» llegó a decir el señor Presidente. Pero como son infrahumanos, los ejidatarios de San Salvador no tienen capacidad para comprender cuando la fortuna les sonríe para salir de pobres.
Tras la trampa tendida por el gobernador Montiel, conocido «cazador de ratas», el discurso oficial tornó maniqueo. El colono siempre hace del colonizado una especie de quinta esencia del mal. Como antes los indios de Chiapas y ahora los miembros de la APPO, los campesinos de Atenco se transformaron en «delincuentes subversivos». En ejidatarios «manipulados» por «agitadores profesionales» que responden a «intereses oscuros del exterior». La coartada para la mano dura. Usan «tácticas de guerrilla», toman «rehenes» repitieron a coro los papagayos de los medios masivos. El movimiento deslegitimado y su consecuencia: los ingobernables necesitan del castigo, del miedo, del palo. Y cuando los desesperados de San Salvador, neurotizados por el poder, orillados a la violencia −después de cohabitar largamente con ella−, muertos en potencia (no sólo aceptaron el riesgo de morir sino que tenían y tienen la certidumbre) se atreven a decir que están decididos a vender caro el patrimonio de sus ancestros, nuestras «almas bellas» −como las llamaba Sartre− convocaron a la cordura. «Tienen pipas de gas. Están decididos a explotarlas. ¡A inmolarse!» gritaron a coro nuestros humanitarios racistas.
Decían Fanon que «el colonialismo no es una máquina de pensar, no es un cuerpo dotado de razón. Es la violencia en estado de naturaleza y no puede inclinarse sino ante una violencia mayor». El círculo de odio se instaló entonces en Atenco. Terror oficial, contraterror de los de abajo, violencia, contraviolencia. Los jefes del rebaño se escudan en el Estado de derecho; pero no hay que olvidar que en el origen del conflicto hubo un decreto expropiatorio ilegal del gobierno federal, en beneficio del gran capital. De los taimados amos.
El rescate de Atenco.- Lo cierto es que en 2002, los pobladores de Atenco lograron vencer a la imposición foxista. Y desde entonces se rumiaba en Los Pinos la venganza. Que llegó este año, 2006. El 4 de mayo, el gobierno federal ordenó que se llevara a cabo un operativo de guerra sicológica en el poblado de San Salvador Atenco. La llamada Operación Rescate fue diseñada y planificada con antelación por mandos expertos en lucha antisubversiva pertenecientes a la Policía Federal Preventiva (PFP), con apoyo de elementos del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y de la Agencia de Seguridad del Estado de México (ASE). Dada la envergadura del operativo y la coyuntura política del país −la fase final de una disputa electoral teñida por «campañas de odio» y de «miedo» y una guerra sucia mediática−, la acción paramilitar bajo cobertura policial tuvo que ser consultada con el gabinete de Seguridad Nacional del presidente Vicente Fox, y aprobada por éste.
Se trató en rigor de un operativo militar quirúrgico, precedido por una breve pero eficaz campaña de saturación propagandística, cuyos objetivos principales fueron recuperar el «control» de un poblado en manos de un grupo de disidentes políticos y sociales, y descabezar al Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT), cuyos integrantes fueron señalados por los mandos de la acción militar como «delincuentes» y «subversivos», y facciosamente asimilados al «crimen organizado».
La incursión en Atenco, el día 4, mediante una acción envolvente ejecutada de manera breve y con violencia desproporcionada por fuerzas especiales de la PFP, que fueron respaldadas por elementos de la policía estatal, se inscribió en lo que en la jerga castrense se conoce como «control de población». Ese tipo de operativo, que se basa en la «doctrina Lacheroy» −denominada así por el nombre del coronel Charles Lacheroy, quien la aplicó en la batalla de Argel tras la derrota francesa en Dien Bien Phu−, forma parte de la guerra sicológica antisubversiva, una forma de guerra irregular (no convencional), que combina labores de inteligencia, acción cívica, propaganda y control de masas sobre un territorio específico.
Los hechos del 4 de mayo fueron precedidos por la cruenta refriega del día 3 entre campesinos amotinados y elementos de las fuerzas de seguridad. En apariencia, el enfrentamiento violento derivó de un incidente «menor»: el desalojo de ocho floristas en un recinto municipal de Texcoco. Pero una recapitulación sobre el desarrollo de los acontecimientos en la «batalla de Atenco» permite conjeturar que el motín de los atenquenses pudo haber sido «inducido», según recomiendan los manuales sobre operaciones especiales (o «sicológicas») de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).
Uno de los componentes básicos de la guerra sicológica es la propaganda, cuyo objetivo es «ganar la mente y los corazones» de la población. La propaganda busca explotar las «vulnerabilidades» del ser humano (temor, inseguridad, ira, nostalgia, ansiedad) e «influir en las opiniones, emociones, actitudes y comportamientos de grupos amigos, enemigos y neutrales, con el fin de alcanzar las miras u objetivos nacionales».
Fijados los «objetivos» o «blancos» de la guerra sicológica, que consisten básicamente en reforzar el apoyo de los grupos sociales «amigos»; desprestigiar y debilitar a los «enemigos», y conseguir la simpatía de los «neutrales», la propaganda se canaliza a través de los medios masivos de comunicación, en particular la radio y la televisión. En esa fase, mediante la denominada psicología de la motivación, la propaganda busca hacer reaccionar al individuo de tres formas diferentes: mediante la agresión, la conformidad o la resignación y la apatía.
Si se analizan paso a paso los acontecimientos del 3 de mayo, vemos que un suceso «menor», en un mercado de Texcoco, que debía arreglarse por la vía del diálogo y la negociación, fue seguido de un desmesurado desplazamiento de la fuerza pública de los tres niveles de gobierno (municipal, estatal y federal) a San Salvador Atenco, para «reabrir» el tránsito en una carretera bloqueada.
La acción policial desató la furia de los atenquenses, que repelieron a los uniformados con palos, piedras, bombas molotov y machetes. El «escenario» estaba ya cubierto por los enviados de las principales cadenas de radio y televisión, que transmitieron los hechos en «vivo» y «en directo». Junto con la retirada desordenada de federales preventivos y policías estatales, las imágenes y los comentarios de los locutores de radio y televisión se centraron en la brutal golpiza a que fue sometido un policía inerme, tirado en el piso, por un pequeño grupo de ejidatarios.
Con el transcurso de las horas, inclusive en el contexto de la brutal represalia paramilitar de las fuerzas del orden (el día 4), la imagen del «policía tirado, semimuerto (que recibe) la criminal patada en los güevos» -según historió el periodista Ciro Gómez Leyva, en lo que también puso énfasis la colega Carmen Aristegui, quien prefirió utilizar la palabra testículos- fue un elemento clave para «fijar» en la opinión pública la idea de que los atenquenses son «un pequeño grupo violento», «subversivo», integrado por seres «irracionales» y «bárbaros» sobre los que debía recaer «todo el peso de la ley».
Como señalan los manuales de guerra contrainsurgente (similares a los de la publicidad comercial), «para lograr persuadir, toda acción sicológica deberá apoyarse en el poder acumulativo logrado por la repetición». Así, la repetición hasta la náusea de la imagen del policía «semimuerto» (como la de los aviones estrellándose en las torrres gemelas de Nueva York el 11/09/01), persuadió y provocó la sugestión y/o la excitación compulsiva de los locutores y editorialistas «amigos», que, de manera consciente o inconsciente, se sumaron a la campaña de propaganda contrainsurgente y lanzaron llamados «espontáneos» a la aplicación de la «mano dura» contra los «enemigos» del régimen.
«La radio -dice el manual- tiene toda la fuerza emotiva de la palabra hablada. Un experto propagandista de radio -se alude también a ‘voces de personalidades que implícitamente llevan un rasgo de veracidad en sus palabras’, pensemos, por ejemplo, en el «reportero» radial Joaquín López Dóriga- puede ejercer una influencia tremenda en las emociones de los oyentes simplemente por el tono, la resonancia, la inflexión o la articulación de su voz». (Lo mismo vale, obvio, para los locutores que editorializan en los noticiarios de televisión).
Otro elemento que gravitó durante los acontecimientos -y ayudó a aceitar la visión «confabulatoria» de la realidad- fue el uso del rumor, elemento propio de la «propaganda negra», tan afín a las operaciones encubiertas. Según reza un manual de la Sedena, «rumor (es un) informe cuya autenticidad es dudosa y cuyo origen no se puede verificar». Y agrega: «Los rumores causan generalmente un histerismo y un pánico desmoralizante». Así, el rumor sobre «uno» o «dos» policías muertos en Atenco, repetido como «noticia» (sin verificar) a través de los medios masivos de comunicación (el día 3), ayudó a generar un clima de histeria y pánico en la audiencia, y por la vía de la manipulación de las emociones (es decir, de la explotación del odio y del miedo), preparó a la opinión pública para la represión brutal del día siguiente.
Según confirmó uno de los mandos operativos de la acción contrainsurgente, vicealmirante Wilfrido Robledo, jefe de la ASE, uno de los objetivos clave fue «recuperar el control del pueblo», que estaba en manos, dijo, de un grupo de «secuestradores» y «homicidas», a los que vinculó con la «delincuencia organizada». La hipótesis de la «subversión», amplificada hasta la saciedad durante varios días por los medios masivos, tuvo como objetivo encuadrar a las víctimas de la represión en los lineamientos de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, que a la letra, dice: «Se considera que se cometió el delito de delincuencia organizada, cuando tres o más personas acuerden organizarse o se organicen para realizar en forma permanente o reiterada delitos como terrorismo, falsificación o alteración de moneda, acopio y tráfico de armas, tráfico de indocumentados, tráfico de órganos, asalto, secuestro, tráfico de menores y robo de vehículos».
Pero más allá del uso faccioso y maniqueo de esa ley, como nuevo instrumento represivo del Estado mexicano para resolver los conflictos sociales por la vía de criminalizarlos, el operativo Atenco fue, además, una acción de escarmiento dirigida a generar terror y miedo paralizante en la población «blanco» de la acción represiva gubernamental. Por esa vía, se pretendía inhibir o disuadir la lucha de los integrantes del FPDT y de grupos similares en el resto del país. De allí que se haya reprimido con saña a víctimas inermes y que se echara mano de la tortura y la agresión física y sexual de mujeres y hombres ya reducidos y hechos prisioneros.
Con otros elementos complementarios, como el uso de la capucha durante los interrogatorios, las torturas y vejámenes a los detenidos y detenidas; la participación de espías, agentes provocadores y delatores; los cateos violentos por uniformados armados; la destrucción de viviendas y el saqueo de enseres como botín de guerra. A lo que se sumó, como se señaló arriba, la utilización de los medios en las tareas de propaganda, mediante la homosintonización del mensaje (gleichschaltung), la técnica empleada por Joseph Goebbels en la Alemania nazi para obtener de manera compulsiva una alineación estandarizada de la población.
Es decir, se conjugaron diversos componentes propios de la escuela francesa, experimentados por el coronel Matteu y sus paracaidistas en la Casbah (el barrio árabe) durante la batalla de Argel, que se irradiaran luego por América Latina durante la guerra sucia de los 70, los años del terrorismo de Estado y la Operación Cóndor, como se conoció a la acción genocida aplicada por la alianza represiva de las dictaduras del Cono Sur.
Atenco y la tortura sexual.- De manera paulatina, la información sobre la represión gubernamental en San Salvador Atenco fue desnudando los aspectos más horrendos del protofascismo mexicano. De la mano de una guerra antisubversiva que no se atreve a decir su nombre, irrumpió en México la tortura sexual; una doble tortura. Los testimonios de las presas políticas del penal de Santiaguito, en el estado de México, no dejaron lugar a duda: revelaron que sus captores-violadores tuvieron un mismo patrón de conducta sádica y lasciva. Señalaron que fueron encapuchadas o les cubrieron la cara con su propia ropa; las desnudaron de manera violenta; las sometieron al peor trato verbal y a insultos sexistas («putas», «perras», «hijas de la chingada», «pendejas») mientras las golpeaban con saña en todo el cuerpo; tocaron sus genitales y ano con brutalidad, en muchos casos las penetraron con sus dedos y/u objetos y en alguno con el pene; varias fueron obligadas a hacer sexo oral, en algún caso de manera tumultuaria; durante varias horas fueron sometidas a torturas física, psicológica y moral; las amenazaron de muerte; las mantuvieron incomunicadas y en un estado de indefensión física y mental, y a todas se les negó asistencia médica y legal de su confianza, lo que aumentó su vulnerabilidad.
El caso Atenco exhibe un cambio en la modalidad represiva del régimen de Vicente Fox y los organismos de seguridad del Estado. Con un antecedente: las técnicas de «interrogatorio» utilizadas contra los y las altermundistas detenidos en el marco de la cumbre de Guadalajara, en 2004, combinaban ya distintas formas de tortura con la desnudez de la víctima, la humillación, el ataque lascivo. Ahora, en Atenco, la participación de más de medio centenar de elementos policiales en actos de violación en masa, no puede explicarse por una suerte de «epidemia sádica». La conducta del torturador no puede comprenderse sólo desde una perspectiva pulsional. Por lo que se puede deducir que los abusos, violaciones y otras aberraciones sexuales perpetradas por los «agentes del orden» durante el traslado de las prisioneras de Atenco a Santiaguito, derivaron de una orden superior; que no fueron «desviaciones» a la «norma» perpetrada «de manera individual» por algunos «malos elementos» de la policía. Que no sólo se siguieron los códigos militares de los ejércitos coloniales de ocupación, que hacen del cuerpo femenino un objeto, un botín de guerra para el vencedor y una venganza o castigo contra el enemigo. No. La violencia erótica y la «colonización del cuerpo de las mujeres» −según la expresión utilizada por Lydia Cacho− es la concreción del poder que otorga la autoridad. Pero además, esa forma de violencia forma parte de la tortura, que es un hecho prioritariamente político. Quienes aplicaron tormentos físicos, psicológicos y sexuales en contra de las detenidas y los detenidos −existe la denuncia de un varón violado con un tolete−, cumplían órdenes superiores.
Las mujeres fueron violadas y ultrajadas de manera intencional, como un medio de degradación humana y desmoralización, de aniquilación y desvalorización. En ese sentido, como dijo la dirigente del Grupo Eureka, Rosario Ibarra, fue «una violación de Estado». Y como apuntó Adolfo Gilly, «se violaron mujeres, seres humanos, no (sólo) derechos humanos». Pero es necesario inscribir esos hechos como parte de otra cuestión: la de Atenco fue una acción de tipo contrainsurgente. Y en ese marco, la tortura busca generar un sentimiento de terror en el resto de la población. Los mandos del operativo, vicealmirante Wilfrido Robledo, jefe de la Agencia de Seguridad del Estado mexiquense y el general de brigada Ardelio Vargas, jefe del Estado Mayor de la Policía Federal Preventiva −apoyados por el experto en contraterrorismo Genaro García Luna, director de la Agencia Federal de Investigaciones−, señalaron a la opinión pública que actuaron en contra de un grupo de «secuestradores» y «delincuentes». Es en ese contexto que hay que analizar los hechos, incluida la tortura con su componente sexual.
Cabe enfatizar que la tortura es un instrumento político de la dominación violenta ejercida a través del Estado que busca crear un clima de miedo en la población. Es una actividad intencional y premeditada, programada de manera sistemática y científica para la producción de dolores físicos y psíquicos, que, además, constituye un asalto violento a la integridad humana. Pero la tortura y su ejercicio actual en México van más allá de las raíces etimológicas del concepto (del latín, torquere, tortus; tortura-retorcer, atormentar, infligir dolor). También es una demostración de poder y un reflejo de la relación entre los detentadores de ese poder y los reprimidos. En términos políticos, la tortura es el nivel represivo más agudo del enfrentamiento de las fuerzas sociales a través de sus representantes envueltos en una relación donde la dominación y lo inerme reflejan, en su dialéctica, conflictos ineludibles del sistema. Aparte de obtener información −aspecto no prioritario en el caso Atenco−, la finalidad de la tortura es destruir y quebrantar al sujeto. Destruir el ser- humano-concreto y el-ser-político, para, por medio de la ejemplificación, aterrar a la población y a los opositores del régimen.
La tortura sexual contra las mujeres de Atenco constituye una violación generalizada o sistemática intencional. La responsabilidad criminal no es sólo de los elementos policiales que materializaron el hecho, sino también de los mandos superiores que ordenaron a sus subordinados actuar así. Unos y otros no deben quedar impunes. Hay que exigir justicia para impedir que se legitime el nuevo Estado violador.
El miedo y la palabra.- Los desgarradores testimonios de las mujeres de Atenco nos llevan a rozar los límites de lo impensable; nos acercan al horror. «La gente normal no sabe que todo es posible», decía David Rousset. Los testimonios de las presas políticas de Atenco sobre los ataques sádicos y lascivos que sufrieron de sus captores-violadores uniformados pueden provocar rechazo o bloqueo. Resistencia. En general, la comunidad «no puede creer» y «no quiere saber». Pero además, el caso nos acerca al fenómeno de la banalidad del mal del que nos hablaba Hannah Arendt, que consiste en que personas «normales», ni monstruos ni demonios, pueden cometer actos monstruosamente malvados.
Pese a las evidencias del horror, los mandos del operativo y sus jefes políticos, el secretario de Gobernación, Carlos Abascal y el gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, negaron los hechos. Después admitieron que hubo «excesos», eufemismo para justificar el terrorismo de Estado. Es necesario conocer el origen y la naturaleza del discurso que justifica la barbarie oficial. Porque conocerlo implica quizá desarmar su lógica, su vigencia, su eficacia. El acto inaugural del poder totalitario es definir al enemigo: el judío, el extranjero, el comunista, el machetero, el vándalo de la APPO. Utilizados por los nuevos cruzados de una verdad maniquea como justificación para ejercer la violencia del Estado, conceptos como «subversivo» o «enemigo interno» pueden desencadenar una espiral ascendente, gradual y metódicamente calculada. Con el tiempo podrán ser subversivos todos los que no piensan como el poder. Y se corre el riesgo de que sólo haya una verdad y que la misma sea absoluta: la del régimen.
La tortura es un acto político ejercido por el Estado. Opera en el espacio social como un referente simbólico de punición, cuyos efectos trágicos apuntan no sólo a las víctimas directas, sino persiguen también el amedrentamiento y la parálisis del grupo social. Lo que el tema de la tortura y violación de las mujeres de Atenco propone es huirle, por asco y miedo. No hacerlo exige una vigilancia; requiere un alerta constante. La tortura y la violación son el acto y la figura paradigmática con que el poder violento busca legitimarse e imponer su ley. Se busca, sí, destruir las creencias y convicciones de las víctimas. Pero además, sus autores son agentes de un poder violento y su acción está destinada a la sumisión y la parálisis de la sociedad gobernada. El efecto buscado es la intimidación, el «no te metas». Tras la fachada jurídica y la lógica perversa del orden instituido, el mensaje del poder es que más allá del horror cotidiano, está el gran horror de la cárcel y la tortura: «Te puede pasar lo que a las presas de Atenco».
La resistencia a saber, individual y colectivamente, y el asco y el miedo que despierta siempre pensar en estos temas son una realidad. De allí que representar lo irrepresentable del horror sea, hoy, en México, una tarea de salud pública. El silencio (o silenciamiento) es aliado o cómplice del terror. La palabra engendra esclarecimiento. La palabra intransigente, empecinada. La violación y el suplicio de la carne persigue también la humillación de la palabra. La tortura, como enseña Kafka, es la inscripción violenta en el cuerpo de una Ley y un Orden que se pretenden seguros, puros, totalizantes y exclusivos; que esto se haga en nombre del Estado de derecho, la defensa de las instituciones o la seguridad nacional es accesorio. No se trata del contenido del sistema de creencias, de las reglas o de un repertorio de valores que con certeza inequívoca y monolítica sancionan el bien y el mal. Se trata del procedimiento del terror que busca el consentimiento por sumisión, la adhesión por la violencia y castiga la desviación o trasgresión con suplicio y terror.
Para una mirada no comprometida y puesto en parangón con el festín planetario de violencia, el caso Atenco puede parecer menor. Pero el silencio y el olvido, la indiferencia y la impunidad sobre el horror de Atenco favorecerán la persistencia y reproducción de ese mal endémico. No se puede silenciar la historia. Otra vez aflora con terquedad el problema de las relaciones con el pasado, que muchos quisieran sepultado y amortajado, y las formas de resurgencia en el presente individual y colectivo. Como en la matanza de Tlatelolco y la guerra sucia de los setenta, no es ningún ánimo vengativo, sino preventivo el que anima a los que no podemos ni queremos olvidar el horror. El fascismo −»espíritu de miedo envuelto en ira», recordaba Antonio Machado un verso de Herrera−, tortura porque teme y teme porque sólo torturando puede sobrevivir. No somos exorcistas que por conjurar a las brujas las convocan. Pensamos, por el contrario, que hay que vencer el asco y el miedo, el pánico y la huida que provocan hechos brutales como la violación y la tortura contra las presas políticas de Atenco, y que hay que poner la violencia política en el orden del día, para que su debate y conocimiento logren su erradicación.
La APPO y el poder dual.- En el estado de Oaxaca existe un virtual estado de guerra interna promovido por Ulises Ruiz Ortiz, gobernador surgido de un fraude electoral, por tanto, ilegítimo. Desde su asunción, Ruiz, uno de los principales operadores político-electorales de Roberto Madrazo en el sur de México, se ha manejado como un sátrapa con un amplio sentido patrimonialista del poder. Al frente de una administración caciquil y autoritaria, Ruiz ha cancelado de facto las garantías constitucionales de libre tránsito, manifestación, organización y expresión, y ha violado de manera sistemática y permanente los derechos humanos fundamentales.
En los últimos meses, a partir de las demandas gremiales de la Sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, Ruiz ha recurrido a los viejos usos gansteriles de dominación priísta, combinándolos con tácticas contrainsurgentes típicas del terrorismo de Estado, al aplicar la violencia institucional a través de los aparatos represivos locales, legales e ilegales, públicos o clandestinos (escuadrones de la muerte, sicarios y matones a sueldo) con la intención de destruir a una incipiente alianza opositora que, tras un apoyo inicial al movimiento magisterial, ha devenido en un amplio espacio de unidad y participación ciudadana denominado Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO).
El punto de inflexión del conflicto se dio la madrugada del 14 de junio, cuando el gobernador ordenó un brutal operativo de desalojo del plantón que realizaban maestros huelguistas y organizaciones sociales en el zócalo de la ciudad de Oaxaca. El saldo fue de 92 heridos, varios de gravedad. Tras un repliegue inicial, los maestros se reagruparon y apoyados por organizaciones populares se enfrentaron con piedras y palos a fuerzas de elite de la policía local −provistas de escudos, cascos, chalecos antibalas y macanas y apoyados por un helicóptero que arrojó decenas de granadas de gas mostaza durante tres horas−, y lograron recuperar el zócalo. Dos días después, en una megamarcha, 300 mil personas exigieron la salida de Ulises Ruiz. El 21 de junio, maestros de la Sección 22, organizaciones sindicales, de indígenas, estudiantiles, ayuntamientos populares, comités de padres de familia y colonos resolvieron crear la APPO como espacio de discusión, toma de decisiones y organización, con el objetivo de restituir al pueblo su soberanía de elegir y decidir sobre sus representantes.
Ante la acumulación de agravios y en respuesta al autoritarismo represivo del régimen, surgió un amplio movimiento de masas que, como fuerza social en ascenso, construida desde abajo −que contiene en su seno un complejo y hasta contradictorio racimo de organizaciones sistémicas y antisistémicas, junto a vecinos y colonos sin experiencia de lucha anterior− rebasó ya los límites del conflicto magisterial e instaló la lucha en un marco más amplio. Implícitamente, el ¡Ya basta! contra Ulises Ruiz significó, también, un repudio a la antigua cultura política de las organizaciones gremiales y sociales, habituadas a negociar con los gobiernos de turno en lo oscurito.
Expresión unitaria del campo popular, la APPO encarna a nivel estatal −no sólo en la ciudad capital− un amplio movimiento autonómico y de autodefensa comunitaria, ciudadana, barrial, sindical, municipal, ejidal. A partir de una hábil política de alianzas, se ha sabido construir una red de redes que lleva adelante acciones de resistencia y desobediencia civil pacífica. (Hasta ahora, cabe aclarar, la violencia ha partido de las fuerzas especiales de la policía y la unidad de intervención táctica de la procuraduría estatales, apoyados por grupos paramilitares como los que conforman la llamada «caravana de la muerte» que ha venido atacando a brigadistas desarmados que resisten en simbólicas barricadas). El movimiento se caracteriza, además, por tener una dirección colectiva y una práctica de funcionamiento horizontal para la toma de decisiones, todo lo cual, a partir de una discusión democrática y una labor organizada regida por una disciplina consciente, ha podido reflejar hasta ahora una unidad de acción.
Se trata de un movimiento asambleario de nuevo tipo, que viene desarrollando una práctica social autogestionaria y contiene en su seno gérmenes de poder popular; de un doble poder. A pesar de su corto tiempo de gestación y merced a su ejemplo de sacrificio, compromiso, tenacidad, iniciativa y creatividad, la APPO ha contribuido a elevar los grados de conciencia, organización y métodos de dirección de miles de oaxaqueños que hasta ahora no habían recorrido los senderos de la participación y la resistencia civil activa. Por eso la clase dominante quiere destruirlo.
El 23 de octubre aventurábamos en La Jornada, que luego de la falta de sensibilidad demostrada por los senadores del PAN y del PRI −que al no aprobar la desaparición de poderes en el estado de Oaxaca exhibieron el espíritu faccioso y convenenciero de la clase política mexicana−, existía la posibilidad de un incremento de la violencia oficial. Como ocurrió antes en Atenco, a través de los medios masivos de comunicación se había venido desplegando una nueva guerra sucia informativa contra la APPO. A partir de métodos de guerra psicológica y de un uso perverso del lenguaje, desde los círculos de poder, estatal y federal, se intentó convertir a las víctimas en victimarios, para criminalizarlos y así poder manufacturar un consenso en la opinión pública que encuentrara «justificado» y «lógico» un eventual golpe quirúrgico o una acción represiva de gran envergadura, cuyo único fin sería destruir a un movimiento popular y democrático, que, a partir de su lucha, enseña el camino de la resistencia civil a otros mexicanos, de cara a una sucesión presidencial que asume, ya, sin tapujos, su rostro protofascista y monetarista. Ante tal circunstancia, decíamos, es vital preservar la unidad y cohesión del movimiento, así como brindarle solidaridad activa. Por eso aquí estamos, compañeros.
Oaxaca contrainsurgente.- En Oaxaca, lo que comenzó en mayo pasado como un problema gremial protagonizado por la sección 22 del Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Educación, se transformó luego en un problema político que el gobierno de Vicente Fox derivó en un asunto de seguridad nacional. En rigor, la emergencia de la APPO prendió focos rojos en el bloque dominante, que vio desafiada su hegemonía e intereses.
Pese a sus contradicciones y matices, la alianza de los gobiernos de Oaxaca y federal, en el plano político, se expresó en un desaseado amasiato entre el PAN y PRI. Y a nivel represivo exhibe dos características principales. Por un lado, el gobernador Ruiz recurrió a la acción coercitiva y violenta del aparato de seguridad del Estado, y cuando éste fue desbordado por la férrea resistencia civil pacífica de los integrantes del magisterio y de la APPO, puso en práctica una acción paralela, clandestina, estatal, vía la paramilitarización del conflicto.
El uso de sicarios y escuadrones de la muerte por parte del Estado −con elementos que sufren una suerte de desdoblamiento funcional, cumpliendo tareas policiales durante su jornada laboral, y que aprovechan la nocturnidad para convertirse en «patota» que sale a matar brigadistas en las barricadas−, se aparta de toda legalidad formal, e incorpora elementos propios de la guerra sucia que, a su vez, la asimilan al terrorismo de Estado. Una de las características del Estado terrorista es el ocultamiento de su accionar. Por ello, grupos operativos (como los que asesinaron a varios maestros oaxaqueños y al camarógrafo estadunidense Bradley Roland Hill, de Indymedia) no se identifican, sus brazos ejecutores visten de civil, las autoridades niegan su acción o procedimiento y buscan ocultarlos o legitiman la muerte de opositores criminalizando a las víctimas presentándolas como «violentas» o «subversivas», que forman parte de una «guerrilla urbana».
El proyecto paramilitar, expresión última de la erosión del estado de derecho y de la esquizofrenia pública, muestra la resignificación de los valores sociales de la distorsión. El paramilitarismo es una expresión violenta y bárbara del discurso orwelliano del poder. Cuando los paramilitares y sus patrocinadores hablan de paz, hacen la guerra. El paramilitarismo no es, como se pretende, un actor independiente, a la manera de una tercera fuerza que actúa con autonomía propia. El mercenarismo es una estrategia sistemática del Estado basada en la doctrina contrainsurgente clásica y en la nueva modalidad de guerra de baja intensidad, apoyada por grupos oligárquicos y del poder político. Siendo creación del estado, el paramilitarismo persigue los mismos objetivos políticos y de guerra que los militares, actúa como una brigada encubierta de impunidad garantizada para el genocidio o la ejecución selectiva social y político. Reconocer al paramilitarismo el carácter de «actor político independiente» como ocurrió antes en Chiapas y sucede ahora en Oaxaca, implica dejar libre de responsabilidad al estado y en la impunidad a quienes lo financian, lo apoyan, asesoran, justifican. También es dejar la puerta abierta para que sigan utilizando el terror.
Queda claro, también, que al intervenir en el conflicto de Oaxaca, el gobierno de Vicente Fox −en consulta con su impuesto sucesor, Felipe Calderón− optó por una salida militar de tipo contrainsurgente. No otra cosa fue el desembarco de helicópteros, tanquetas antidisturbios y cuerpos de elite de la Marina de Guerra en Huatulco y Salina Cruz, el 30 de septiembre, así como el sobrevuelo de aviones y helicópteros del Ejército, la Armada y la Policía Federal Preventiva sobre la capital oaxaqueña, entre ellos, una nave espía Schweizer dotada de alta tecnología (sistemas de grabación, rayos infrarrojos y visión nocturna).
No se trató, entonces, de una simple «acción militar disuasiva», que intentaba enviar a la APPO y la sección 22 del magisterio un mensaje inequívoco: rendición en la mesa de negociaciones o intervención, según manejaron algunos «expertos» en asuntos de seguridad. Tampoco, dado el volumen de la tropa y el sofisticado equipo castrense, se movilizó a esos elementos para ejecutar una operación de tipo «quirúrgico». El plan era otro. Pero los distintos cuerpos de inteligencia (Ejército, Marina, Cisen) alertaron a las autoridades nacionales que Oaxaca no era Atenco. La rebelión popular en ascenso dibujaba un escenario posible con muchos muertos, en un país polarizado políticamente, lo que abría la posibilidad de que se desencadenara un «efecto gelatina», que derivara, a su vez, en un eventual estallido insurreccional. Eso hizo abortar el operativo.
No obstante, el 28 de octubre, arrinconado por las circunstancias y cediendo a las presiones de Felipe Calderón y los poderes fácticos, el presidente Fox decidió que los representantes gubernamentales abandonaran de manera unilateral la mesa de diálogo en la Secretaría de Gobernación, y tras desoír la propuesta de una tregua de 100 días sugerida por Servicios y Asesoría para la Paz (Serapaz, la organización civil que encabeza el obispo emérito Samuel Ruiz), ordenó una operación de desalojo, en la capital oaxaqueña, de tipo limitado.
Si bien es cierto que durante la recuperación de lugares estratégicos en la ciudad de Oaxaca (29 de octubre) y en el curso de la batalla campal que se produjo en el intento de copamiento de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (2 de noviembre), hubo muertos y heridos, la policía militarizada (PFP) y los cuerpos especiales, de inteligencia y táctica, del Ejército y la Armada que participaron en las escaramuzas, no tenían orden de tirar a matar y/o aniquilar al adversario.
Con su torpe decisión, Fox dio un virtual apoyo al gobernador Ruiz y sus aliados del PRI, y de paso identificó a la resistencia civil pacífica, protagonizada por amplios sectores sociales oaxaqueños, como el «enemigo interno» a vencer. A partir del accionar represivo instrumentado por los gobiernos federal y estatal, Oaxaca, como antes Chiapas, conforma hoy un Estado militarizado de tipo contrainsurgente. Reina aquí un Estado de excepción, estructurado sobre una base pública, a la vez clandestina y terrorista, que busca, mediante el ejercicio de la violencia institucional (de poder-fuerza), la desarticulación del movimiento social y una aceptación ciudadana y un consenso forzados, afines a «la ley y el orden» formales del bloque de poder dominante.
Con un agravante: la humillación sufrida por la PFP y otras fuerzas coadyuvantes en la fallida toma de Ciudad Universitaria, podría alentar una venganza. Según los códigos de «la sociedad del honor» que rige aún en el arcaico sistema político mexicano, una nueva acción de escarmiento ubicaría al país en el peor de los escenarios posibles y abriría el camino hacia un proceso de fascistización del Estado.
México vive una emergencia nacional. La patria está en peligro. Es necesario construir otro proyecto de Nación. Elaborar un programa que dé vida a un frente cívico opositor, como alternativa de poder ciudadano real. Dirigido a transformar las viejas estructuras oligárquicas, caciquiles, clientelares, mafiosas. Un proyecto colectivo de Nación con eje en lo social popular, en beneficio de las mayorías. Que recupere los espacios públicos para una ciudadanía participativa que construya su destino. Que sea capaz de forjar una democracia humanista y con plena soberanía popular; donde exista rendición de cuentas. Un país libre de interferencia externa. Independiente. Que mire al sur, no al norte. Con vocación bolivariana; que impulse una nación de repúblicas hermanas en pie de igualdad, sin tutorías imperiales.
Es preciso hacer política, pero política de enérgica y firme oposición. Y política de oposición no significa ni transar ni olvidar; implica condena. Es preciso hacer política, pero política sincera y eficaz; comprometida, sin mesianismos. Eso implica voluntad y acción. Y por encima de todo, requiere conciencia y confianza en las propias fuerzas. Sin sobrestimarlas, pero también sin subestimarlas. No se parte de cero. Hay, en México, mucha experiencia acumulada producto de las diversas formas de lucha: políticas, sociales, sindicales, campesinas, estudiantiles; legales unas, de autodefensa o clandestinas otras. Están surgiendo nuevas formas de hacer política, como las que impulsan los zapatistas y la APPO. Una política horizontal, asamblearia, de redes en la base, muchas veces expresión de una democracia directa, participativa, autonómica. Pero es necesario trascender los movimientos de resistencia locales y articularlos en un nuevo proyecto de Nación. No para controlarlos sino para potenciarlos, combinando lo local, con lo regional, lo nacional y lo internacional. ¿Cómo? No lo sabemos. No hay modelos. Lo que seamos capaces de construir. La lucha por venir será la misma de ayer: defensiva y ofensiva contra las fuerzas reaccionarias y por la salvaguardia de nuestra libertad nacional e individual. Pero es ley de estrategia no hacer el juego del adversario, ni entrar en el terreno por él elegido. Ustedes, oaxaqueños de la APPO, hasta ahora, han demostrado saber hacerlo.
(Oaxaca, 11 de noviembre de 2006)