Susan George, «El Informe Lugano II». Deusto, 2013
Cuando todos esos expertos y dirigentes de la economía estaban callados, Susan George ya adelantó en su primer El Informe Lugano (Icaria), ¡en 2001!, la crisis que se avecinaba. Y acertó de lleno. Al igual que el primero, El Informe Lugano II se presenta con el recurso formal de ficción de un informe encargado por la elite financiera a un grupo de sabios. Se trata de un documento secreto que, desde la absoluta complicidad con los intereses de los poderosos, elabora ese comité de expertos con el objeto de prever escenarios y asegurar el mantenimiento del control por parte de las élites. Este escenario es una recreación pero las informaciones y los datos que se ofrecen son reales. Y algunos son espeluznantes. Por ejemplo, los dieciséis billones de dólares que la Reserva Federal de Estados Unidos prestó de forma secreta a los bancos entre el 1 de diciembre de 2007 y el 21 de julio de 2010.
Los «expertos» que elaboran el Informe Lugano explican no solo las cifras del saqueo, sino también el andamiaje legal para conseguirlo. Por ejemplo aquel Tratado de Maastricht de 1992 que Julio Anguita se quedó solo denunciando. Qué gran tragedia de los pueblos, la desmemoria. O el silenciado Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), «un subterfugio jurídico para obligar a los contribuyentes a rescatar a los bancos a perpetuidad». Según esa normativa, los Estados miembros se comprometen «de manera irrevocable e incondicional» a pagar en el plazo de siete días cada vez que el MEDE les reclame dinero para los bancos.
Ya lo dice Sami Naïr en el prólogo, «la autora analiza las vías a través de las cuales el sistema puede conseguir liquidar la democracia, los rodeos que deben darse y las estrategias y tácticas que deben emplearse».
El Informe Lugano II tiene el loable objetivo de despertar la rabia. Escuchar, aunque sea ficticiamente, los argumentos y justificaciones de los miserables asesores del poder que gobierna el mundo y que nos está hundiendo en la pobreza, es una necesaria bofetada en la cara. La duda es cuántas bofetadas necesitamos para reaccionar.