Parece que la costumbre nos sigue imponiendo tener que luchar por demostrar -o quizá tan sólo mostrar- lo obvio, lo que es evidente y sin embargo parece que casi nadie ve. Y lo cierto es que cualquiera puede verlo. Cualquier persona con una catadura moral media, es decir, cualquier ser humano que no se haya […]
Parece que la costumbre nos sigue imponiendo tener que luchar por demostrar -o quizá tan sólo mostrar- lo obvio, lo que es evidente y sin embargo parece que casi nadie ve. Y lo cierto es que cualquiera puede verlo. Cualquier persona con una catadura moral media, es decir, cualquier ser humano que no se haya convertido definitivamente en un número, en un mero homo oeconimicus, debería distinguir sin necesidad de meditar mucho quién es un canalla y quien un agredido; debería poder diferenciar sin necesidad de haber leído a Kant, con sólo querer mirar, quién aprieta el gatillo y quién recibe el impacto de la bala. Mas lo cierto es que no es así. Hemos sido tan bien educados, tan magistralmente adiestrados que ya casi nadie parece saber distinguir si le están explotando o le hacen un favor, si le están despojando de su dignidad, de su honor y de su vida o le están dando facilidades para ser más libre, más feliz y más independiente. Cuando bombardeamos pueblos desarmados, les robamos sus riquezas, les despojamos de su tierra y su arte, les escupimos a la cara, les torturamos, mutilamos a los niños, humillamos a los hombres y violamos a las mujeres nos sentimos justos, luchadores por la paz, seres civilizados, moderados y displicentes. Pero si los bárbaros nos tiran piedras, usan sus cuerpos para atacarnos o se defienden nos escandalizamos, nos llevamos las manos a la cabeza y comprendemos: se lo merecen, un pueblo de fanáticos, una raza de delirantes radicales debe ser tratada con dureza, hemos de protegernos de su inexplicable ira, de su locura ancestral. Somos buenos y hacemos bien en defendernos, en blindar, aunque sea a sangre y fuego, nuestro honesto, noble y liberal estilo de vida. Hace cien años Anatole France lo señaló con claridad: «De los civilizados los bárbaros tan sólo conocen nuestros crímenes». Sólo que ahora todos lo sabemos -o deberíamos saberlo- a pesar de que la televisión y los medios de información se ocupen diariamente de intentar no mostrárnoslo a fuerza de mostrárnoslo todo, a su manera, claro. Palestina, Irak y Cuba son tres magníficos ejemplos de la ceguera a la que nos hemos sometido, tres ejemplos que debieran mostrarnos -y demostrarnos- qué es lo obvio, qué es lo que está sucediendo en el mundo, por qué nos odian. Y a esos tres ejemplos, fundamentalmente a Palestina e Irak, se dedica este nuevo libro de Santiago Alba Rico, probablemente el más brillante ensayista que escribe en español actualmente. Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos -algo así como el ferlosiano «vendrán más años malos y nos harán más ciegos»- es un conjunto de partes de guerra, de crónicas y prosas de resistencia. Artículos a menudo líricos a los que se podrá acusar de demagógicos, claro.
Y afortunadamente. Porque no son textos asépticos e imparciales, son escritos duros, incisivos, comprometidos y melancólicos. Son textos en los que por una vez las víctimas tienen nombres, caras, brazos que han perdido, vísceras que han sido desgarradas y una dignidad que ha sido pisoteada. No son cifras, no son daños colaterales: son el precio que estamos pagando -en su carne, por supuesto, no en la nuestra- por seguir viviendo como lo hacemos, esto es, por seguir malviviendo; por mantener el precio de la gasolina, por comprarnos las deportivas que más de moda estén, por abarrotar los supermercados de majaderías, por hinchar las barrigas y las cuentas corrientes de un buen puñado de hijos de puta. Porque es cierto, como escribiera Marx, que la posición que se ocupe en el sistema capitalista es independiente de la bondad del individuo en que se encarna, pero no es menos cierto que para que todo ello funcione como es debido es necesario que existan parados, pero también cabronazos, con nombres y apellidos, con padres e hijos, como los de las víctimas, como los de los pisoteados. Es necesario que haya guerras, que se vendan armas -igual que lavadoras o cartulinas de colores- y que se utilicen. Para que sigamos comiendo helados en verano y regalando gameboys a nuestros hijos es preciso que los hijos de los de los demás no tengan agua para limpiarse el culo, carezcan de medicinas para cuidarse, de abrigos con los que cubrirse, de casas en las que cobijarse. Es necesario que los misiles iluminen el cielo como si de un árbol de Navidad se tratase, que hagamos saltar por los aires las leyes que, mínimamente, nos amparaban, y que nos entreguemos por completo a la sinrazón, al cinismo, a la ceguera voluntaria y a la irresponsabilidad: es necesario que dejemos de hacer política, es necesario que dejemos de pensar. Tenemos, pues, que regresar a la minoría de edad de la que creíamos haber escapado, debemos regresar a una infancia que ya no es inocente porque es culpable de sus crímenes, debemos desentendernos de nuestros actos, irresponsabilizarnos, no querer entender nada y, además, perder los modales; debemos dejar de ser hombres, tenemos que dejar de ser palestinos, o irakíes o cubanos, y convertirnos en occidentales, en turistas, en patanes admirados de que en los desiertos persas no haya Mac Donalds, de que los territorios que conquistamos se defiendan, de que sigan, a pesar de todo, siendo humanos, demasiado humanos. La sociedad del espectáculo ha devenido tan perfecta que la única garantía que nos queda de que algo de verdad no existe es, precisamente, que lo veamos, que la televisión nos lo muestre una y otra vez con todos sus detalles. Alojados en nuestros alveolos de vidrio la realidad ya no nos inmuta puesto que ya la conocemos, puesto que ya la hemos visto una y mil veces en el cine, en las postales, en la ficción. Ya no nos queda un mínimo de vida al que aferrarnos, y por ello despreciamos tanto la ajena. Perdidos los modales que nos hacían humanos, perdido el respeto que todo hombre se debe, perdida la dignidad que confiere el haber conquistado la libertad sólo nos cabe ya engañarnos viendo la tele, es decir, comprobando cómo lo que hacemos no tiene consecuencias, asegurándonos de que lo que nosotros hacemos nada tiene que ver con lo que los demás sufren. Pero eso sí, manteniendo la inocencia, la seguridad en nuestra bondad, en nuestras excelentes intenciones, sumergiéndonos en nuestras absurdas excusas, alarmándonos de que a los demás no les basten nuestras argucias, nuestras tretas, nuestras añagazas: depravados, iracundos, violentos, recalcitrantes, locos, los extremistas que exigen cordura, que han decidido seguir viviendo y no vegetando, los delirantes que no quieren ser manipulados por hilos que no ven, los intolerantes que, en efecto, no están dispuestos a transigir con lo aborrecible y lo inicuo nos asombran, nos repugnan. Y por eso es lógico que los bombardeemos, que los torturemos, que derribemos sus casas, que asesinamos a sus niños, que los confinemos en campos de concentración, que los deshumanicemos, los matemos de hambre y, luego, viéndolos por la televisión, los ignoremos. O que, como denuncia Alba Rico a propósito de los discursos de Kertész o Vargas Llosa, los deslegitimemos con estúpidas falacias que nos justifican a nosotros al tiempo que nos caracterizan. Mas sigue siendo posible, a pesar de todo, ver de nuevo la realidad, sigue siendo factible, como nos muestra Alba Rico en este magnífico conjunto de «prosas de resistencia», distinguir quién es el enemigo y quién la víctima, quién es un hijo de puta y quién un hombre. Por mucho que el sistema capitalista alentado por desalmados se empeñe en acabar con nosotros, con todos nosotros, aún es legítimo concebir alguna esperanza, pues sigue existiendo gente que resiste, gente con un nombre y una cara, con padres y con hijos, con novio y con piel, con boca para besar y decir versos, con brazos para trabajar y dar la mano, con ojos para llorar y mirar las estrellas, con cabezas para pensar, con voluntad de ser libres y hacer política, una política para todos en la que decidamos las personas y no el mercado, en que nuestros actos tengan consecuencias y no sea fácil olvidarlas, en que los niños lloren porque su padre les ha dado un azote y no porque Nike necesita ganar más dinero. Un mundo, en suma, y no esta mierda que la televisión nos muestra cada día para que, sencillamente, no veamos nada.
Santiago Alba Rico. Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos (partes de guerra y prosas de resistencia) Hondarribia, Hiru, 2006. 350 págs.