Hace 30 años, en el libro que tenía sobre economía de la India, la sección sobre comercio internacional hacía referencia a Argentina. Según el libro, sería mejor que Argentina se concentrara en la producción y exportación de carne de vacuno, mientras que Alemania debería dirigir sus recursos a la producción de productos electrónicos.
Este ejemplo se utilizó para ilustrar el principio de la “ventaja absoluta” de Adam Smith: los países deberían centrarse en lo que hacen “mejor”, en lugar de diversificar sus economías. Me parecía grosero que países en vías de desarrollo como Argentina solo produjeran materias primas, mientras que países ricos como Alemania avanzaban en su desarrollo tecnológico.
Argentina, en aquella época, seguía siendo un gran productor y exportador de carne de vacuno. Mis compañeros y yo no teníamos acceso al poema épico de José Hernández Martín Fierro, sobre los gauchos de la pampa —los vaqueros de las llanuras argentinas—, pero conocíamos a los feroces “compadritos” y “cuchilleros” por los cuentos de Jorge Luis Borges. Se trataba de gauchos solitarios que se montaban a caballo en las llanuras argentinas y recogían el ganado para venderlo en el mercado. Estos jinetes ya no definen la sociedad rural argentina. Hoy, el campo lo definen las y los pequeños agricultores y el proletariado agrícola, que trabajan para las grandes agroindustrias que son las protagonistas de las fortunas del país.
En 2021, la Organización Mundial del Comercio (OMC) señaló que Argentina sigue siendo “un importante exportador de productos agrícolas”, que en ese momento representaban casi dos tercios de las exportaciones del país (en abril de 2023, los productos agrícolas representaban el 56,4% de las exportaciones del país). Los principales productos son los cereales (trigo, maíz), la soja y la carne de vacuno. Los agronegocios argentinos entraron con entusiasmo en el mercado mundial de la soja, llegando incluso a producir un plan de “dólar soja” para fomentar mayores exportaciones y que el país pudiera ganar dólares para compensar sus grandes crisis de divisas.
Argentina lleva tres años consecutivos de sequía (agravada por la catástrofe climática) y se enfrenta a la presión de la creciente superficie dedicada a la soja en los otros cuatro principales productores (Brasil, Estados Unidos, China e India). La producción de soja ha transformado el campo argentino, absorbiendo más de la mitad de las tierras cultivables del país y concentrando la producción en manos de lo que el economista Claudio Scaletta llamó los “gigantes invisibles” (corporaciones como Cargill, Archer Daniels Midland Argentina, Bunge Argentina, Dreyfus y Noble Argentina). Ya no es el ganado el que corre por la pampa, ahora son las flores de la soja las que se mecen con la brisa.
Nuestro último dossier, La tierra, para quién y para qué: un debate pendiente en Argentina (Junio 2023), explora algunas de las contradicciones más sorprendentes que aquejan al paisaje rural argentino. La incongruencia más evidente es que Argentina tiene tierra cultivable más que suficiente para alimentar a sus 46 millones de habitantes y, sin embargo, el hambre crece en el país. La mayor parte de los alimentos que consume la población no los producen los grandes conglomerados agroindustriales, sino las explotaciones familiares, y, sin embargo, estas explotaciones familiares están desapareciendo a medida que las familias se ven en la imposibilidad de mantenerse económicamente y emprenden el camino en gran número desde las zonas rurales hacia las ciudades. El aumento de la falta de tierras y del hambre ha producido una realidad social a partir de la cual han aparecido nuevas formas de protesta política: verdurazos y panazos, dirigidas a menudo por organizaciones sociales rurales, se enfrentan a la ridícula situación en la que quienes cultivan la tierra no pueden comer sus cosechas.
Hace unos años pasé algún tiempo con pequeños agricultores de las afueras de La Plata. Wildo Eizaguirre, de la Federación Rural, me dijo que la mayor carga para agricultores como él es el alquiler. Tanto Antonio García como Else y Mable Yanaje coincidieron en que el alquiler es un peso muerto para ellos. El coste de la tierra es prohibitivo y su tenencia es incierta. Impide a las y los agricultores realizar mejoras de capital en la explotación o incluso comprar equipos (como tractores) para que su trabajo sea más productivo. Estos agricultores ni son propietarios de los campos ni controlan las vías de acceso al mercado. Los intermediarios compran sus productos a los precios más bajos y luego los llevan a procesar o los venden directamente a los supermercados. El dinero no se gana trabajando en el campo.
Es a partir de las luchas de personas como Wildo y Mable que el gobierno de Argentina aprobó leyes clave como la Ley de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar de 2014 y la Ley de Emergencia Territorial Indígena de 2006 (prorrogada repetidamente en 2009, 2013, 2017 y 2021). La Ley de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar busca “construir una nueva ruralidad en la Argentina” y garantizar “el acceso a la tierra para la agricultura familiar, campesina e indígena, dado que la tierra es un bien social”. Son palabras poderosas, pero frente al poder del agronegocio no suelen traducirse en hechos. La ley en sí no clausura la lucha de clases. En Brasil, por ejemplo, el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) utiliza al pie de la letra la Constitución brasileña de 1988 como justificación legal para sus ocupaciones de tierras. Y sin embargo, puntualmente, los agronegocios brasileños y sus aliados políticos intentan criminalizar las ocupaciones del MST con una Comisión Parlamentaria de Investigación, que el líder del MST, João Paulo Rodrigues, considera acertadamente una oportunidad para mantener un diálogo público sobre la reforma agraria, la soberanía alimentaria y la igualdad social.
En 2020, la Coalición Internacional para el Acceso a la Tierra y Oxfam publicaron un importante informe titulado Uneven ground. La desigualdad de la tierra en el corazón de las sociedades desiguales. El informe señala que en el mundo hay 608 millones de explotaciones agrícolas, la mayoría de ellas familiares (con 2.500 millones de personas dedicadas a la agricultura a pequeña escala). Sin embargo, el 1% de las explotaciones más grandes controlan más del 70% de la tierra cultivable mundial, mientras que el 80% de los agricultores son pequeños propietarios que explotan menos de dos hectáreas. La concentración de la tierra, según el informe, ha aumentado drásticamente desde 1980.
Mientras tanto, según un estudio de Luis Bauluz, Yajna Govind y Filip Novokmet, en América Latina, el 10% de los grandes terratenientes acapara hasta el 75% del valor de las tierras agrícolas, mientras que el 50% más pobre posee menos del 2%. Como destaca el dossier, en Argentina la disparidad es extremadamente aguda: el 80% de los agricultores familiares (que se caracterizan por ser pequeños propietarios) ocupan alrededor del 11% de las tierras agrícolas demarcadas, mientras que los grandes terratenientes, que representan el 0,3% de los agricultores, ocupan casi el doble de esas tierras. La tendencia a la concentración de la tierra se ve acelerada por el poder de las multinacionales agroalimentarias y por el creciente uso de las tierras agrícolas como activo financiero por parte de las empresas de capital riesgo y los gestores de activos (como sostiene Madeleine Fairbairn en su libro Fields of Gold: Financing the Global Land Rush, 2020). En el continente africano, los agricultores están siendo expulsados de la tierra a propósito de la “conservación de la naturaleza” y al crecimiento del sector minero (como documentamos en Xolobeni, en Sudáfrica).
En el último siglo, los movimientos campesinos han reivindicado la “reforma agraria” como antídoto contra la devastación del campo por el capitalismo. En el prólogo de nuestro dossier, Manuel Bertoldi, de la Federación Rural, escribe: “Es necesario empezar a hablar sin temor de reforma agraria, soberanía alimentaria, agroecología y por qué no, de socialismo como el sistema alternativo donde estas ideas se pueden viabilizar”.
El poeta brasileño João Cabral de Melo Neto escribió con gran sensibilidad sobre el único pedazo de tierra al que tienen derecho los campesinos, sus tumbas. En 1955, compuso el poema “Morte e Vida Severina” [Muerte y vida de Severino], donde escribió:
Esta tumba en la que estás,
que mide unos palmos,
es la parte más pequeña
que tomaste en vida.
Es de buen tamaño,
ni ancha ni profunda,
es la parte que te cabe
en este latifundio.
No es una tumba grande,
es una tumba medida,
es la tierra que querías
ver repartida.
Es una tumba grande
para tu escaso difunto,
pero estarás más amplio
de lo que estabas en el mundo
Es una tumba grande
para tu difunto parco
sin embargo más que en el mundo
te sentirás amplio
Las y los agricultores y campesinos de todo el mundo saben que sus luchas son existenciales, un sentimiento que se apoderó de los agricultores y campesinos indios durante su actual lucha contra la privatización del mercado de productos agrícolas. Quieren tierra para vivir, no solo para sus tumbas.
Fuente: https://thetricontinental.org/es/newsletterissue/argentina-tierra/