Thomas Hobbes en el Renacimiento inglés y Max Weber en la era del capitalismo avanzado compartieron una misma visión del Estado que se invoca con gran frecuencia como el fundamento mismo del poder público. Para ambos autores, el Estado es la entidad que ostenta y debe ostentar el monopolio de la fuerza legítima. Hobbes teorizó […]
Thomas Hobbes en el Renacimiento inglés y Max Weber en la era del capitalismo avanzado compartieron una misma visión del Estado que se invoca con gran frecuencia como el fundamento mismo del poder público. Para ambos autores, el Estado es la entidad que ostenta y debe ostentar el monopolio de la fuerza legítima. Hobbes teorizó el poder absoluto del monarca como una exigencia que derivaba de la necesidad de contener la violencia inherente a la naturaleza humana y la guerra del hombre contra el hombre movida por la propiedad y el apetito de ésta. Para refrenar la bestialidad de la lucha fue necesario un acuerdo o contrato entre los individuos que creó la sociedad y en la que aquéllos cedieron el uso de la fuerza a un nuevo actor, el Estado (siempre encarnado en el monarca) para que éste la ejerciera brindando seguridad a las vidas y las propiedades de sus ahora súbditos. A cambio de esas garantías, éstos cedían a favor del poder parte de su libertad y se sometían al príncipe.
Max Weber, en los inicios del siglo XX, definió al Estado como la institución que ejerce y reclama para sí el monopolio de la violencia legítima. Reconocía sí, que otros integrantes o grupos de la sociedad recurren también al uso de la fuerza; pero sólo en el caso del Estado ese uso es legítimo. Tanto el pensador renacentista inglés como el sociólogo e historiador alemán se ubican dentro de la corriente del realismo político que resalta la violencia y la fuerza como el componente central del poder político, visión que el marxismo asume también, pero sin consagrar como legítima cualquier forma de Estado ni de ejercicio del poder, en tanto éste se encuentra siempre condicionado por intereses de clase, es decir, los de tan sólo una parte y no de toda la sociedad.
En teoría, pues, y tal como lo establecen las leyes, corresponde al poder público y sólo a él la función de ejercer la fuerza, reprimir las conductas delictivas e inhibir las que pongan en riesgo la convivencia social o amenacen la vida, la integridad y la propiedad de los individuos. Es parte del pacto social de mando-obediencia que da origen, en particular, a las formas democráticas de la estructura estatal. Mas esa teoría y la normatividad que reviste al Estado mismo se ven negadas constantemente en una realidad como la mexicana en la que los órganos del Estado han abdicado, por decisión o por incapacidad, de tales funciones.
La crisis social y política de Michoacán ha puesto de relieve la ruptura de ese pacto. El Estado y sus órganos han incumplido sistemáticamente con la protección de la vida, la seguridad y las propiedades de los ciudadanos. Basta el dato de que en nuestro país el 96 % de los delitos queda impune para entender la zozobra en la que se ha instalado gran parte de la población y las formas que ha asumido el conflicto social. El desmantelamiento al que ha sido sometido el Estado durante las últimas tres décadas, la confianza ciega de los gobernantes en la autorregulación del mercado y el repliegue de una multiplicidad de estructuras públicas (incluidas las educación, salud, asistencia social, etc.) de sus funciones han terminado por debilitar la capacidad de acción del poder público. Si a eso se agrega el empeño permanente de los gobernantes en desestructurar y abaratar el mercado laboral mediante el debilitamiento de las instancias de defensa del trabajo (sindicatos y organizaciones gremiales en general), con el consiguiente deterioro del tejido social, se entiende sin dificultad el caldo de cultivo que el régimen ha creado para la delincuencia común y la organizada.
Lo que está en cuestión no sólo en Michoacán sino en el país entero es la unicidad y legitimidad del poder; pero en esta entidad ese dilema se presenta en forma más ostensible, prácticamente al desnudo. Los poderes establecidos permitieron durante años no sólo que campearan en la entidad las actividades delincuenciales sino que los delincuentes mismos arraigaran y se revistieran de cierta legitimidad a escala local. La connivencia con las autoridades ha llegado al punto en que policías, secretarios de seguridad municipal y ayuntamientos han sido capturados por las bandas y puestos a su servicio o al menos nulificados como órganos de autoridad. Pero no sólo eso. Desde hace aproximadamente ocho años, o quizás una década, esos grupos delictivos lograron revestirse de una peculiar legitimidad a los ojos de la población. El reciente documental del Canal 4 de la televisión británica, en el que uno de los líderes del grupo autodenominado Templario , Servando Gómez Martínez, arenga abiertamente a los habitantes de algún poblado de Michoacán y reparte billetes a mujeres, seguramente empobrecidas, muestra uno de los métodos por los que tales grupos delictivos atraen la aceptación social y se legitiman ante ciertos sectores del pueblo. Lo paradójico es que, en su momento, tales grupos proclamaron que su función era dar seguridad a la población michoacana frente a los abusos y despliegue de otras bandas.
Las autodefensas del Valle de Apatzingán representan un desafío no solamente para la delincuencia organizada sino también para los órganos del Estado. El surgimiento, en 2013, de un movimiento social armado para combatir a las manifestaciones delictivas ha puesto en blanco y negro las limitaciones y contradicciones de las fuerzas del orden, principalmente en el nivel municipal y el estatal. Su legitimidad estriba en venir a cumplir tareas que los órganos de poder institucionales no quisieron o pudieron consumar en materia de protección a las personas. Más allá del debate acerca de su origen, sus fuentes de financiamiento, vías para allegarse armamento, etc., lo cierto es que los grupos de autodefensa o guardias comunitarias han logrado también, en un periodo muy breve, revestirse de la legitimidad que en múltiples comunidades locales, y más allá, el Estado ha perdido. Estos grupos entraron no sólo a enfrentar a las mafias con más determinación y energía que la de los órganos de seguridad pública sino a disputar a éstos la legitimidad en el ejercicio de la violencia. Civiles enfrentando a civiles es una situación que no puede menos que ser conceptuada como una guerra que evoca el estado de naturaleza hobbesiano.
Estos grupos de autodefensa han sido interpretados de distintas maneras: ya como fabricación de cárteles rivales a los que operan dominantemente en Michoacán, ya como una maniobra gubernamental y como una expresión de paramilitarismo a la colombiana; o bien como el embrión de un movimiento revolucionario en gestación que se enfrente al régimen. No parecen, empero, ser más que lo que ellos mismos declaran ser: la expresión del hartazgo de los habitantes de distintas localidades por la impunidad campante de quienes los agreden con secuestros, extorsiones, violaciones y asesinatos. Ahí radica su originaria legitimidad ante la población. Pero existe, sí, el riesgo de que sean infiltrados por agentes de otros grupos criminales o de que deriven en nuevos cuerpos al servicio de intereses económicos locales y cacicazgos políticos. Y si bien no son agrupamientos que hayan manifestado posiciones políticas ni expresen una ideología opuesta a la del régimen, como característica de las tendencias revolucionarias, sí han venido a constituirse en un nuevo poder regional diferenciado tanto de los órganos públicos de defensa como de las bandas delincuenciales. Son, en cierto modo, una expresión del pueblo en armas y de la fragmentación del poder en vastos segmentos de la sociedad y la geografía de Michoacán.
Ahora queda claro que la operación del gobierno federal en Michoacán tiene como propósito el recuperar tanto la legitimidad como, si no el monopolio, al menos el control sobre el uso de la fuerza. El acuerdo firmado el lunes 27 de enero en Tepalcatepec con las autodefensas es, en ese sentido, un paso decisivo. Ante la imposibilidad de proceder a su desarme -lo que fue la primera intención de la intervención de las fuerzas federales desde el 14 de enero- se ha pactado al menos su registro y el de sus armas, y su encuadramiento bajo la autoridad de la Defensa Nacional en la forma de guardias rurales. Mas ello abre una gama de nuevas posibilidades. La legitimación del derecho a la autodefensa y su reconocimiento oficial bien puede alentar la expansión del fenómeno con el surgimiento, como ya ocurre, de nuevos agrupamientos de combate en Michoacán y otras entidades del país. Puede implicar también un uso de las guardias por el ejército como avanzada en situaciones de mayor peligro, como parece también estar ocurriendo. Pero también colocará en una situación diferenciada a los cuerpos que se incorporan al acuerdo y a aquéllos que no estén dispuestos a hacerlo, exponiendo a éstos al desarme y a la represión.
La legitimidad del poder es lo que has estado en juego desde hace tiempo, aunque los gobernantes no hayan querido verlo. Ahora es evidente, como lo son también las dificultades para que el Estado logre reconstruirla y unificarla.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH