Después del inmortal Rin Rin Renacuajo de Pombo que marcó nuestra infancia, siento que todos nacimos a la poesía cuando la melancolía, ilusiones y tristezas de la adolescencia fueron interpretados en un solo verso que son tres: Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada, Y tiritan, azules, […]
Después del inmortal Rin Rin Renacuajo de Pombo que marcó nuestra infancia, siento que todos nacimos a la poesía cuando la melancolía, ilusiones y tristezas de la adolescencia fueron interpretados en un solo verso que son tres:
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
Y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».
Y ahí nos quedamos. Ya éramos poetas; o al menos así nos lo creíamos. Averiguamos luego el nombre, y el señor se llamaba Pablo Neruda. Luego supimos que era chileno, y mucho más tarde, que en realidad no se llamaba así, sino como cualquier vecino, como nuestro héroe el señor de la tienda de la esquina que tenía su negocio de alquiler de cuentos: Neftalí Reyes.
Lo cierto es que Neftalí hizo el milagro. Porque nos tocó seguir leyendo, continuar el descubrimiento de ese algo tan maravilloso, tan inefable, que sin saber cómo ni por qué, nos arrobaba, nos interpretaba, nos hacía sentirnos parte de algo extraordinario. Y no sólo en los territorios del amor, de esos primeros amores tan bellos como doloridos. Porque más tarde nos encontramos que esos astros azules tiritando a lo lejos permitían también todo el dolor, toda la maldad y la concupiscencia asechando en el alma humana. Que la poesía igualmente gritaba, denunciaba, espetaba, y sin dejar de serlo, enrostraba al mundo la perfidia que lo afea.
Y de ahí, descubrir sorprendida que en ese amplio marco cabía todo: la cebolla, el sudor del minero, la España asesinada, las alturas de Machu Picchu, nuestros héroes y nuestros bandidos, los pájaros y los platos exquisitos, la sangre sobre la nieve en la estepa rusa y el goce incomparable de las sábanas abrigadas por otro cuerpo.
Porque Neruda fue poeta cósmico, vital y universal. Hay muchos Nerudas que no gustan. Pero aún así, a ese mismo lector muchos Nerudas le gustan. Porque su militancia fue primeramente con la vida y el mundo todo, de forma que era comprensible que a todos no llegara de la misma manera. Pero esto es más virtud que defecto. Y aún su obra que no destaca, es manifestación del fuego que lo quemaba y lo impulsaba a producirla como un acto de afirmación política y humanista, así de pronto la proclama sacrificara la poesía. Cosa inevitable además en una obra tan vasta y que cubrió todos los tópicos posibles.
Neruda ha acompañado varias generaciones que nacen y crecen en la poesía con él. Con el mérito especial de que él es una cátedra de la poesía sí al servicio de luceros y magnolias, pero también, férreamente, de la lucha del hombre contra el fascismo, el militarismo, el capitalismo despojado del ápice de alma que tiene. Contra el despotismo que es el poder cuando no está al servicio de los más. Por eso Neruda, hedonista y bon vivant, se salva con exceso en poesía y humanidad. ¿La prueba? Murió de pena y desengaño cuando apenas abiertos los portalones que conducirían a obreros, indígenas, mujeres y campesinos a los recintos de la justicia que se les debía, la bestia militar los cerró bruscamente asesinando de paso a su Camarada autor de esa gesta.
Fecha entonces la de esa muerte, señera para el Movimiento Poético Mundial que la conmemora reivindicando una obra tan humana y comprometida, que en el Nuevo Canto de Amor a Stalingrado, no tiene reparos en clamar:
Guárdame un trozo de violenta espuma,
Guárdame un rifle, guárdame un arado,
Y que lo pongan en mi sepultura
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Para que sepan, si hay alguna duda,
Que he muerto amándote y que me has amado..
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