Tres falsas afirmaciones derraman sus condimentos en las agendas de los análisis post-electorales; desde las cuales se vienen aseverando, ya sea, pronósticos aciagos (por el lado de la oposición) o tercos empecinamientos (por el lado del gobierno). Pero ninguna de ellas puede explicar el fenómeno que, en vano, se trata, una y otra vez, de […]
Tres falsas afirmaciones derraman sus condimentos en las agendas de los análisis post-electorales; desde las cuales se vienen aseverando, ya sea, pronósticos aciagos (por el lado de la oposición) o tercos empecinamientos (por el lado del gobierno). Pero ninguna de ellas puede explicar el fenómeno que, en vano, se trata, una y otra vez, de despachar. La cuestión vuelve porque no es cuestión resuelta. Preocupa (sobre todo al ámbito popular). Y es bueno que así sea. Eso demuestra que no se trata sólo de «errores», sino de algo mucho más grave: ausencia de perspectiva. Esa ausencia genera, inevitablemente, ceguera en la estrategia y, en consecuencia, los desplomes repetidos de quien no sabe para dónde va. Cuando no se tiene clara la perspectiva que se pretende seguir, la política degenera en el circunstancialismo o coyunturalismo, o dicho con mayor precisión: en el electoralismo; la falta de visión nos hace revolcar en lo inmediato, y en lo inmediato, lo que se pierde es dirección. Sin dirección no hay estrategia que valga. Por eso sucede la improvisación, el apresuramiento, la impaciencia. Hay ligereza en el juicio cuando no hay detenimiento en la reflexión; cuando faltan argumentos, es cuando el discurso degenera, y tapa aquella falta con la ofensa y la condena (pero esto ya no congrega, el grado de aglomeración que genera es proporcional al tamaño del carisma del que impreca). Es curioso cómo, la receta rancia de la derecha, es calcada por candidatos (oficialistas) improvisados que no saben cómo distanciarse de aquello que critican.
La receta de los insultos y los improperios era la única que proclamaba la derecha (en la Asamblea constituyente, por ejemplo); por eso es raro que ahora la usen quienes debieron aprender que el tiempo de la confrontación estaba superado (si influyeron los asesores de derecha, fue por el desvarío de algunos que no poseen ni siquiera el tino de saber con quién se meten). Con el 64% de diciembre pasado, debía de pasarse a otro tiempo político. Pero, al parecer, la resaca del triunfo enturbió el proceder de los «profesionales». Moraleja: el triunfo no asegura la victoria. Lo que ofrece un triunfo son más posibilidades que la derrota (pero, inclusive, si hay capacidad de visión, una derrota puede procurar un triunfo). Si no hay sabiduría, no sirven de nada los triunfos; es más, lo peor que le puede pasar a la arrogancia es el triunfo. Por eso las derrotas sirven. Sirven para hacer autocrítica, siempre y cuando se esté en la predisposición a hacerlo. Por eso tampoco las derrotas son el acabose. La derrota nos derrota si no hay capacidad de asumir la derrota. Es lo que aprendemos de las crisis: las crisis no derrumban a nadie, lo que puede derrumbarnos es el no enfrentar una crisis. Por eso las crisis son el ámbito, por excelencia, de generación de conocimiento.
Las falsas afirmaciones que mencionamos, no explican lo que debieran explicar. Son respuestas apresuradas de una pregunta que no existe. Por ejemplo, los analistas afirman que «el pueblo no quiere hegemonismos»; pero, en esa afirmación, los analistas moralizan algo que debieran explicar, es decir, como no saben cómo explicar un fenómeno político, lo condenan. Dicen que el pueblo no quiere otorgar un poder total; entonces, ¿por qué le da dos tercios al gobierno en diciembre, es decir, el control total de la Asamblea plurinacional? En su afán por desacreditar lo que llaman hegemonismo, sólo muestran los pueriles fundamentos teóricos que les sostienen. No hay proyecto político que no busque consolidar su hegemonía; es decir, en política, los proyectos no se proponen para unos cuantos, se proponen para todos. Por eso hay conflicto. Si hay hegemonía, el conflicto es menor, aunque el conflicto nunca desaparezca; por eso la política no es cosa fácil, lo fácil es la imposición prosaica, pero esto ya no es política sino guerra.
Hegemonía no quiere decir dominación. Hay dominación cuando ya no se puede consolidar hegemonía. Hay hegemonía cuando un proyecto político logra incluir y converger a un todo en un destino común. Sin hegemonía, se hace difícil que el proyecto de haga efectividad. Si el proyecto no cautiva, entonces debe imponerse; ya no se busca la hegemonía sino la dominación pura. Por eso, en el campo político, la construcción de hegemonía es necesaria; lo otro es la guerra, en cuyo campo no hay construcciones, sólo destrucciones. Que el MAS busque consolidar una hegemonía no sólo es entendible sino hasta deseable; en política, lo que se espera es persuadir y atraer, incluir y congregar, a la mayor cantidad de adeptos posibles.
La hegemonía absoluta (aunque deseable) es imposible fácticamente. El querer realizarla es lo que acaba por vaciarla. Pero eso ya no es hegemonía sino dominación pura; y esto ya no requiere del voto, el voto se vuelve una excusa. La democracia neoliberal descansaba en ese artificio; expropiada la decisión, el voto ya no decide, sólo confirma lo que ya se ha decidido. Pero esto tampoco es hegemonismo, es imposición abierta. Entonces, no existe aquello que se llama hegemonismo; lo que hay es carencia de perspectiva. Porque toda hegemonía se construye en el tiempo, teniendo perspectiva y teniendo horizonte; por eso se proyectan las cosas, porque con proyección hay visión y mirando a lo lejos aprendemos a mirar, de mejor modo, lo que está cerca. Para saber por dónde vamos tenemos que tener muy claro a dónde nos dirigimos. Sin perspectiva no hay siquiera conciencia del lugar que ocupamos ahora.
Por eso el asunto no es que se busque la hegemonía; lo que la derecha llama hegemonismo, confundiendo hegemonía con control. Hegemonía es dirección y, en política, si no hay dirección -así en singular- hay caos. El drama consistiría en confundir, hegemonía con dominación. Y esto pasa por una concepción deficitaria del poder. Por eso, no es de extrañar, que algunos comedidos hayan decidido pasar a la ofensiva. Si todavía se cree que el poder es algo que se le sustrae al pueblo, o aquello que el pueblo concede (y renuncia) de modo definitivo, entonces no es raro que asistamos a una «expropiación de la decisión». Pero esto no asegura el poder; es, más bien, el mejor modo de perderlo. Porque una decisión que no cuenta con respaldo, es una decisión difícil de ser aceptada.
Si el horizonte es el Estado plurinacional, entonces procuremos hacer carne del contenido del concepto: lo pluri no quiere decir la sumatoria cuantitativa de los actores, sino el modo cualitativo de ejercer la decisión: somos efectivamente plurales cuando ampliamos el ámbito de las decisiones. Lo univoco del Estado colonial es precisamente el recorte y la reducción que hace de la democracia; por eso, a la democracia neoliberal le era pertinente la normalización del Estado de excepción, por eso su afán no era la hegemonía sino la dominación pura. Cuanto más se privatiza lo público y se expulsa del ámbito económico a más gente, entonces la democracia también se restringe; las decisiones se privatizan, lo público se usurpa.
Entonces, cuando sucede una nueva «expropiación del ámbito de las decisiones», asistimos a una continuación del Estado neoliberal y del Estado colonial. La descolonización queda como pura retórica que se lleva el viento. La falta de perspectiva es también ceguera histórica, lo que produce la inconsciencia de los actos: no se cambia porque no se sabe bien qué cambiar. Si no se sabe bien en qué consiste el carácter colonial del Estado, mal se puede pretender descolonizarlo. Lo cual conduce a repetir lo conocido: no sabiendo lo que se pretende proyectar, se reproduce, por inercia institucional, lo que se pretende dejar atrás. Se produce una contradicción dialéctica: la pretendida independencia provoca nuevas dependencias. El dependiente no sabe ser libre, por eso tampoco deja libre a los demás. No tiene confianza en sí mismo, por eso desconfía de los demás; por eso quiere decidir por todos e impone sus candidatos (para que el pueblo sólo los confirme).
El pueblo ya no decide, sólo confirma lo que han decidido «arriba». Nos parecemos a la «democracia» gringa: el pueblo es una excusa. De ese modo piensa el político tradicional weberiano: el poder es el «dominio legítimo ante obedientes»; por eso no ve en el pueblo a un sujeto sino a un objeto, por eso no quiere actores, sólo obedientes, cree que el dominio es algo legítimo, por eso no duda en imponer sus pareceres desde «arriba». Una vez que el pueblo le ha delegado su poder, cree que puede ejercerlo de modo impune, sin tomar en cuenta a los demás y sin tener que rendir cuentas a nadie. Así empieza la fetichización de la política: el asalto del poder. Pero, si el pueblo es la sede soberana del poder, la primera y última sede de todo poder, ¿qué quiere decir «asaltar el poder» sino: asaltar al pueblo mismo? Quienes se conducen de este modo, son quienes no han efectivizado un proceso de descolonización: hablan de aquello que no conocen. Las consecuencias son más que evidentes: replican prácticas propias de la corrupción que se quiere abandonar. El descrédito ya no genera simpatías sino antipatías. Cuando tienen todo por ganar, lo pierden todo.
Aquí aparecen las otras falsas afirmaciones: «no se puede comparar una elección presidencial con una municipal». Por supuesto que no, pero tampoco se puede separar las expectativas de los logros. Si antes se produjo un 64%, ahora se buscaba, si no superar, por lo menos igualar aquella cifra (reeditar aquello hubiera significado una consolidación hegemónica). Los logros se miden de acuerdo a las expectativas; si lo que se consigue no coincide con lo esperado, entonces mal se puede hablar de un éxito (se pierde en casi todas las capitales, lo que es peor, se pierde en los supuestos bastiones: La Paz, Oruro y Potosí, no se ganan las gobernaciones de Tarija, Beni y Santa Cruz, y el triunfo en El Alto y Cochabamba es aparente, pues se tiene al consejo municipal en contra). La otra afirmación va por ese lado: «doblamos la cantidad de municipios y gobernaciones». Ese tipo de afirmación se parece mucho a las excusas de nuestro futbol: «perdimos pero ganamos experiencia». Acostumbrados a perder, hasta de las pérdidas hacemos triunfos amargos. Pero eso no significa encarar el problema, sino soslayarlo. Tampoco vale ganar por ganar; si se gana apenas o se gana mal, entonces nos debe preocupar, porque lo que se viene, de aquí en adelante, son puras derrotas.
El conformista no se exige, por eso acaba en la mediocridad, creyendo que los demás también lo son, hasta que lo pierde todo. Confiados en el triunfo de diciembre, se creyó que bastaba exponer la figura del presidente para capturar un voto mayoritario; pero de ese modo, lo que se logró, en realidad, fue devaluar la figura del primer mandatario; haciendo campaña por otros que debieron hacerlo por sí mismos. Esto, contraproducentemente, no genera los nuevos liderazgos que se espera lograr; porque aparecer bajo la sombra de alguien no genera destaque alguno y tampoco provoca un trabajo decidido de los candidatos (agregando aquellos que, trabajando por cuenta propia, tampoco reciben un apoyo merecido). Por eso no era raro encontrar candidatos displicentes (seguros de un triunfo que no fue), cuya rutina era la desidia, expresada, no en proposiciones y argumentos sino, exclusivamente, en consignas y ataques imprudentes (la misma ralea discursiva que los asesores de derecha, al parecer, inyectaron a varios candidatos oficialistas). Sean cuales fueran las desavenencias entre el MAS y su anterior aliado (el MSM), tales desencuentros no pueden expresarse, por prudencia política, en público y hasta de modos exacerbados y descabellados (ese es el festín que esperan servirse los adversarios); ahora que muchas alcaldías requieren pactos de gobernabilidad, lo contraproducente será, a la vista de la opinión pública, la confluencia obligada de desavenencias que hasta ayer fueron virulentas. La excesiva seguridad genera soberbia (¿qué ríos de bilis tendrán ahora que cruzar los que hasta ayer montaban en cólera?, entonces, ¿de qué sirve derramar veneno si al final se va a acabar bebiéndolo?).
Exponer abusivamente la figura del presidente fue un craso error político, propio de quien no sabe economizar el desgaste de la imagen y que, de modo innecesario, expone su ficha principal (en el ajedrez, quien expone a su rey, está expuesto al jaque mate). Si se pretendía lograr hegemonía, había que posibilitar la aparición de líderes locales, lo cual implica necesariamente un trabajo en el largo plazo y no una improvisación sobre la marcha (lo mismo sucede en el futbol, las soluciones inmediatistas nunca logran resultados benéficos; en vez de promocionar nuevos valores, se acude a las «figuras», creyendo que éstas resolverán problemas que son estructurales). Por eso, los déficits políticos no se los tapa con figuritas y menos si estas figuritas vienen del otro lado (que ni siquiera actúan de arrepentidos confesos sino de camaleones que cambian de color según la ocasión).
La otra afirmación dice: «quien no está con el MAS no está con el proceso». Esto, que suena a ultimátum, es un flaco favor que se hace el MAS a sí mismo; pues no se trata de una invitación sino de una literal amenaza. Generar hegemonía es tener capacidad de aglutinación, pero una amenaza no aglutina, más bien separa, no genera simpatías sino antipatías. Además, así como la imagen del presidente (y eso demostró esta elección) no es el MAS, así también el MAS no es el proceso. El MAS es una determinación que ha producido el proceso, es una de sus expresiones; ni la CSUTCB, ni el CONAMAQ, ni la CIDOB, ni la APG, etc., se reducen al MAS, así tampoco el IPSP (hacer esta distinción es clave para delimitar el verdadero lugar del MAS). Como dice esta sigla, el MAS es un «instrumento» político, como tal, su razón de ser es su utilidad; su función por tanto le viene asignada desde un algo que le contiene y le da la razón de su existencia: el proceso (fuera de él no tiene sentido). Mal se hace en reducir el todo a la parte, por eso la afirmación no tiene sentido: «quien no está con la parte no está con el todo». El todo es lo que importa, el todo da razón y sentido, hasta de ubicación, a la parte. En términos políticos, el instrumento requiere y necesita, hasta para su sobrevivencia, de una exterioridad crítica (no criticonería de lejos) que le señale los errores. Eso funciona en todo: uno mismo no es capaz de ver sus propios errores, necesita de la otra persona para darse cuenta de ellos, pues uno siempre tiende, por el ego, a la auto-justificación.
Entonces, ¿por qué pierde el MAS? No pierde por los resultados. Pierde por no saber asimilar de modo crítico los resultados, por minimizar los costos y las consecuencias de decisiones asumidas sin consenso ni respaldo popular. Si no hay apoyo popular, el poder se vacía de realidad y se vuelve poder ficticio que, para hacerse real, tiene necesariamente que imponerse a la fuerza. Por eso es necesaria la autocrítica. Si hay capacidad de autocrítica, hay capacidad de crítica. Sin autoridad moral, mal se le puede señalar al prójimo sus vicios; si las organizaciones elegían mal, el gobierno tampoco ha demostrado elegir mejor. Y no elige mejor porque tampoco parece tener claridad de perspectiva. Por eso, si los cuatro años anteriores demostraron ser difíciles, los cinco que vienen no tienen nada de fáciles; porque lo que se viene es el tiempo de la construcción.
Enfrentarse era fácil cuando el enemigo estaba afuera, era identificable; pero cuando el enemigo está en uno mismo, la cosa cambia. Se trata del tiempo del re-conocimiento, saber de qué materia está hecho uno mismo, si se está a la altura de lo que se exige. Por eso, los triunfos verdaderos no son los que se dan en las urnas. El verdadero triunfo es aquel que ya no precisa de victorias, porque estas todavía precisan de derrotas ajenas. El verdadero triunfo no consiste en aplastar a alguien. El verdadero triunfo consiste en no tener que aplastar a nadie. Aplastando triunfa siempre aquel que aplasta más; pero en esta lógica, al final, no gana nadie, porque si para ganar tenemos que aplastar a los demás, entonces no hay salvación para nadie (el que aplasta a todos se queda solo, es decir, no gana sino pierde).
En esta aporía se revuelca la política moderna; por eso produce una política que da asco; si para ganar debe asaltar el poder, entonces debe luchar por poseerlo: la política se vuelve una guerra disfrazada, todos pelean por algo que no les pertenece, por eso matan por retenerlo. Pero el poder no es algo que se tenga sino algo que se construye, desde el pueblo y con el pueblo. Sólo el pueblo tiene el poder de modo real, pero lo tiene no como propiedad sino como voluntad. Por eso ganar no significa destruir sino construir. El presidente nos enseñó una nueva conciencia: la conciencia de la paciencia; si respondíamos bélicamente al golpe cívico del 2008, les hubiésemos dado la oportunidad de ganar. ¿Qué significaba ganar para los golpistas (después terroristas)? Ocasionar una guerra civil significaba la derrota de una nación. Por eso la lección consistía en responder de modo magnánimo; con ello se desarmaba la apariencia democrática del fascismo autonomista y se desnudaba su afán secesionista.
El tiempo de la confrontación ya había sido superado, el 64% ratificaba eso; quien volvía a la confrontación no había asimilado el 64% de diciembre. Su proceder se seguía moviendo en la lógica amigo-enemigo; por eso necesitaba de la confrontación. Como la derecha. Por eso, las victorias de la derecha en el oriente serán, más bien, sus derrotas; porque ¿qué otra política tienen si no es la confrontación? A estas alturas eso ya es anacrónico, ya no tienen el contexto del 2008, por eso ya no logran reeditar los cabildos. Si en verdad hay un voto cautivo, es el voto racista de la derecha. Es un voto que no tiene a quien recurrir, por eso apuesta por los bravucones, así expresa su iracundia contra un país de indios y contra el presidente indio. Por eso, desde su soberbia racista, acusan de soberbia al indio; a él no le pueden permitir la soberbia que sí se permiten a sí mismos.
A la derecha, en realidad, le convenía más, perder estas elecciones, porque necesita re-pensarse en este nuevo país. Sus aparentes triunfos sólo lograrán acelerar su decrepitud, porque de lo que se trata ya no es de enfrentar al gobierno; se trata de ofrecer proyectos viables, pero ¿qué puede proyectar quien sólo sabe agredir? Cambiando de acera, lo que se pregunta el parroquiano es: ¿será consciente el gobierno de la inconsistencia política de la derecha? Porque si además lo que les espera a los prefectos de Tarija y Santa Cruz son procesos penales, ¿cómo se piensa, otra vez, construir hegemonía en ciudades cuya población es cautiva de la manipulación mediática? ¿Ha pensado el gobierno seriamente promover una política comunicacional que le haga frente a la avalancha mediática que tiene en contra? Esa avalancha no se detiene con elecciones sino con políticas de Estado. Por eso, los triunfos electorales no son siempre triunfos políticos; la política no puede reducirse a lo estrictamente electoral; por querer exclusivamente ganar, como sea, se puede perder todo. ¿Por qué pierde el MAS? Pierde por no poder superar una lógica colonial de la política. Pero si se sabe asimilar la lección, la derrota puede procurar un triunfo futuro, siempre y cuando se aprenda la lección: no se puede expropiar la decisión, no hay hegemonía sin respaldo popular, hay democracia si hay ampliación democrática de las decisiones. En todo caso, se gana si se aprende la lección. Hay quienes aprenden escuchando, pero hay quienes sólo aprenden a golpes. Esperemos que éste no sea el caso.
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