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Prometer una revolución bajo el consentimiento oligárquico no es más que una ilusión reformista

Fuentes: Rebelión

Se puede decir que la actual desidia gubernamental no es intencional, es más bien la muestra de que no saben cómo lidiar con la coyuntura.

Lo que está sucediendo en Bolivia, después de un admirable ascenso popular que derrotó a un golpe fascista y recuperó la democracia, muestra la incapacidad de la idiosincrasia revolucionaria eurocéntrica y colonial de liderar un proyecto genuinamente novedoso y alter-nativo, que es lo que le da sentido al horizonte político indígena-popular de nuestro Estado plurinacional. En estos momentos, de asonada fascista, las posiciones defensivas sirven de poco, cuando lo relevante, más bien, sería el comprender por qué se viene reiterando una nueva insurrección oligárquica (como si el golpe de Estado sufrido el 2019 no nos hubiese enseñado nada).  

Uno de los escenarios que le fue útil a la derecha para viabilizar el golpe del 2019, fue la creciente incompatibilidad entre el proyecto indígena-popular y la apuesta burgués-desarrollista del “gobierno del cambio”. Esto provocó el desencantamiento en las bases mismas del “proceso de cambio” y un desencuentro creciente entre las expectativas populares y la retórica oficialista.  

La nueva nomenclatura plurinacional del “vivir bien” y la descolonización, habían puesto en crisis a las estructuras de dominación colonial y cristalizó en un ascenso nacional-popular que se retrataba en la presencia del primer presidente indígena. Con la Asamblea Constituyente se agudizó la crisis oligárquico-señorial, viendo cómo se multiplicaba un ascenso del movimiento popular con discurso indígena. Objetivamente se fueron generando las condiciones que permitían pensar en una auténtica revolución democrático-cultural. Pero las propias apuestas conservadoras del gobierno le fueron encerrando en el mismo sistema que debía transformarse.  

No fue capaz de desarticular la estructura de poder de la oligarquía, es más, bajo la ilusa esperanza de pactar alianzas con ámbitos de poder (como, por ejemplo, la agroindustria cruceña), hizo posible la rearticulación de estos, bajo auspicio estatal. Ya no se buscó fortalecer al pueblo, ni sus propias organizaciones matrices, sólo se incentivó un apoyo prebendal de sus dirigencias. Los pretendidos “revolucionarios” descubrieron así su idiosincrasia reformista, permitiendo que las estructuras liberales, es decir, señorialistas, se fortalezcan al interior del Estado plurinacional.  

Por eso, desde adentro, también, se fue iniciando una contraofensiva reaccionaria, dejando que la tecnocracia desarrollista fuera asumiendo ámbitos de decisión política, apadrinándose en el apoyo de gremios profesionales y empresariales, y dejando al pueblo arrinconado en una presencia meramente ornamental, dentro de un Estado que había repuesto su estructura liberal-burgués-capitalista, pero ahora con fisonomía indígena.  

Después de todo eso, se creyó que esta ilusión reformista del “gobierno del cambio”, de modificar las estructuras de poder y prometer una revolución con la pasividad y el consentimiento de la oligarquía y su contingente urbano, abiertamente fascista, había llegado a su fin. Pero la actual rearticulación del fascismo, con la misma lógica desatada en 2019, es la prueba manifiesta de que la dirigencia masista no ha aprendido nada. El fascismo camba, por ejemplo, jamás perdió de vista el acento profundamente revolucionario y anticapitalista que significaba el “proceso de cambio” entendido como revolución democrático-cultural, por eso su arremetida contra el gobierno es, más bien, una arremetida contra el sujeto proyectante del horizonte político plurinacional: el indio.  

Por eso el golpe de Estado fue decidida y abiertamente ejecutado para escarmentar a este sujeto plurinacional y su osadía de pretender un país entre iguales (que también el gobierno venía desplazando en su apuesta reformista). Los coqueteos del gobierno del cambio con sectores derechistas, promoviendo también a sus lideres (Carlos Mesa como vocero gubernamental de la “causa marítima”), fue reforzando la asonada derechista y alejándole más del pueblo; eso fue dispersando la verdadera fuente de su poder y lo debilitó a la hora de la ejecución del golpe.    

La recuperación democrática y el triunfo electoral del pueblo, no sólo confundió a la derecha sino también al propio MAS. Los descubrió sin haber evaluado las causas del golpe y una más que necesaria autocrítica; otra vez, el tufillo que deja el triunfo les extravió en el exitismo más irresponsable.  

Por eso vimos replicarse una gestión improvisada sin horizonte y reiterando una idiosincrasia que debía ser revisada profundamente. En ese sentido, la ufana y entusiasta apuesta “políticamente correcta”, que celebra lo técnico por sobre lo político, no podía ser más ingenua y retratar la miopía de este gobierno y su ausencia de percepción política y lectura coyuntural. Después de 14 años, podemos ahora advertir cómo lo tecnocrático se fue sobreponiendo a lo político, haciendo de la estructura burocrática el verdadero politburó que terminó desplazando al pueblo y dejándolo a su suerte en un golpe de Estado, cuyo éxito es también atribuible al fenómeno implosivo que significa un gobierno que abandona su horizonte político por un pragmatismo circunstancial, cuya única meta consistía en garantizar, a cualquier precio, su siguiente gestión.  

El expresidente Evo y todo su círculo inmediato, se queja de una gestión errática gubernamental, sin admitir que gran parte de su propia estructura continúa en el gobierno actual. La improvisada política estatal actual es, en esa medida, el remanente de una falta de direccionalidad estratégica en torno al horizonte político plurinacional que el pueblo mismo había objetivado como el “vivir bien”. El obrismo tan criticado demostró que los cambios objetivos no necesariamente constituyen subjetividad, es decir, creación del sujeto del cambio. Eso es lo que el pueblo, como autoconvocados (los verdaderos autores de la recuperación democrática), reclamó y sigue reclamando: una revolución cultural y pedagógica, política e ideológica, y no simplemente una mejor administración (que tampoco se logró) del mismo Estado que debía transformarse.  

Esa apuesta conservadora es lo que hizo posible la reposición de los valores y las creencias liberales del Estado señorial y empoderó a una mentalidad burocrática que fue diseñada precisamente para hacer imposible cualquier transformación de las estructuras jurídicas estatales. Eso es algo que nunca comprendieron ciertos “revolucionarios” adiestrados en el dogma de la base económica como clave de todo, dejando de lado el hecho de que todo sistema de propiedad o producción necesita de su expresión jurídica que lo haga viable.  

Lo mismo sucede con el Estado, pues es el derecho asumido es el que instituye las propias reglas de operación del Estado, desde las cuales se decide qué es posible y qué no. Ahora bien, el derecho, o sea, la expresión jurídica que hace posible la continua reposición del Estado señorial, o sea, colonial, es el derecho liberal, ahora actualizado como neoliberal.  

Pretender que con esa jurisprudencia iba a ser posible expresar el nuevo contenido estatal como plurinacional, retrataba y sigue retratando el carácter conservador de una elite “revolucionaria” que devino y deviene, para su propia desgracia, en reformista. Por eso no se cambió la sustancia y, a nombre del “vivir bien”, la PachaMama, la descolonización, lo plurinacional, con wiphala y todo, el Estado señorial, o sea, colonial, se repuso hasta por inercia.  

En la Asamblea Constituyente se pudo apreciar esa fatídica apuesta que iba a minar el “proceso de cambio” desde adentro. Los juristas “del cambio”, al no comprender la verdadera contradicción, opusieron el derecho comunitario al régimen ordinario; reduciendo, con la ley de deslinde jurisdiccional, todas las capacidades y posibilidades de un derecho que pretendía interpelar y transformar la idea de derecho, justicia y legalidad pertinente exclusivamente al capitalismo: el derecho liberal.  

Para el liberalismo, la comunidad no existe, lo que existe es el individuo, es decir, la abstracta referencia de un ente desligado de toda comunidad, desprendido de toda pertenencia natural; en ese sentido, lo que concibe el liberalismo como “emancipación” es la desconexión radical del ser humano de toda referencia que no sea su propia auto-referencialidad, o sea, su atomización y fragmentación como individuo (y su consecuente radicalización como individualismo); por eso, para el liberalismo, la comunidad y el bien común, no tienen sentido, pues su marco hermenéutico de la propiedad sólo hace posible concebir que el beneficio de algo sólo puede ser particular, o sea privado. En ese sentido, no hay bien que pueda ser común a individuos cuyos intereses son privados; por eso los liberales –y peor los neoliberales– sólo pueden entender un “bien social” como la suma de los bienes particulares, individualistas, producto de unas elecciones, que son, también, individualistas. La comunidad, para ellos, no tiene sentido, es algo del pasado, arcaico, como dice el credo moderno (en eso, todo el establishment político está de acuerdo, sea de izquierda o derecha). 

Siendo así, el pueblo ya no constituye referencia política. Este alejamiento, patrocinado por apuestas francamente desarrollistas que el “gobierno del cambio” emprendió, no solo provocó un marcado desencantamiento en sectores que, en principio, fueron afines al “proceso de cambio”, sino que produjo un continuo vaciamiento de legitimidad que la derecha aprovechó para empoderar al fascismo urbano, al abrigo de demagogias muy provechosas para atizar conflictos recurrentes. Algo similar está ocurriendo actualmente. 

Después del triunfo electoral y teniendo a todo el aparato golpista al descubierto, la conformación estructural del gobierno debía de tener un decidido acento político. En los primeros meses de gobierno, cuanto se cuenta con el máximo de legitimidad electoral, el gobierno debía haber desmantelado los nichos de reproducción política del fascismo. En catorce años no se aprendió nada. Prueba de ello es que el golpe se fue orquestando en las narices del “gobierno del cambio” y cediendo la legitimidad que el fascismo no puede, por principio, cosechar por cuenta propia.  

Un pésimo análisis político conduce inevitablemente a decisiones extemporáneas y hasta inútiles, y lo peor, decisiones que le hacen más favor a la oposición y sus posibilidades de cercar, otra vez, a la propia democracia. El gobierno peca de ingenuidad política cediendo escenarios de legitimidad a quienes, por principio, no nacen de la legitimidad sino la usurpan y, por el poder que todavía poseen, chantajean la estabilidad democrática, haciendo de la extorsión plataforma cívica y raptando escenarios democráticos que toman siempre como rehén a un pueblo abandonado a su suerte (hasta por el propio gobierno).  

El gobierno debía, hasta por sentido común, desmantelar todos los ámbitos no democráticos que originaron la sedición abierta. Después de haber sido alterada la democracia y asaltado el orden constitucional, además de atracado el Estado, el gobierno tenía la autoridad política, que le había confiado el poder popular, para establecer y ejecutar jurisprudencia contra toda transgresión al orden democrático.  

Pero el tufillo del triunfo otra vez les hizo creer la ilusión de que tenían el poder. Que el MAS nunca se imaginó lograr ese rotundo 54%, se demostró en la improvisada gestión que, hasta el día de hoy, da preocupantes muestras de una ausencia total de proyecto. Al desaparecer lo político (que es la verdadera sustancia estatal) de la gestión, los ministerios sólo saben viabilizar, a nombre de gestión gubernamental, las agendas de los organismos multilaterales y las agencias financiadoras; los propios perfiles profesionales de quienes manejan las decisiones políticas, manifiestan una inclinación al manejo tecnocrático del Estado, es decir, un abandono del horizonte plurinacional, que no es sino el continuismo de lo que ya se había manifestado en los 14 años: el aburguesamiento del “proceso de cambio”.  

En ese sentido, ciertas exigencias corporativistas francamente derechistas de este último tiempo, muestran que el “empoderamiento” de diversos sectores, que son parte del movimiento popular, no devino en una toma de consciencia revolucionaria. Esto delata que el “gobierno del cambio” no entendió el cambio, por eso no fue auspiciador de lo que era y debía constituir al “proceso de cambio” como revolución democrático-cultural.  

Se puede decir que la actual desidia gubernamental no es intencional, es más bien la muestra de que no saben cómo lidiar con la coyuntura; aun no comprenden una lógica que, para colmo, no es nueva, ya se escenificó en el golpe (y hasta el día de hoy, en todos los gabinetes, siguen creyendo que un análisis de coyuntura es lo que sale de una reunión de café). En los 14 años se alimentó asiduamente a los verdaderos operadores políticos de la derecha, los medios; y hasta el día de hoy, después de dos años, y con todos los conflictos atizándose mediáticamente, el gobierno no tiene la más mínima idea de lo que es comunicación estratégica y menos política comunicacional. 

La última reunión con la elite logiera camba, no sólo avala políticamente un menguado cabildo, como plataforma admisible de lo que es, en realidad, palestra fascista, sino que le brinda ingenuamente la legitimidad que buscaba el Comité Cínico de Santa Cruz para instalar definitivamente un nuevo caballo de Troya en la agenda política: el censo (demás está decir que un censo no es la panacea que ahora la elite camba vende como amuleto sagrado al fanatismo religioso camba).  

Todos los conflictos que se van acrecentando van generando la imposibilidad del ejercicio político estatal, de tal modo que, con la agenda política en manos de la oposición fascista, que ya sabe tomar las calles, se vaya cercando a un gobierno que acabe cediendo todo. Lo triste es que, si se recuperase el ejercicio político, fundamental para todo proyecto, el gobierno no da muestras de que pueda hacerse cargo de semejante tarea.  

Esta carencia es muestra del desdén que se mostró anteriormente, y se arrastra ahora, por la formación política e ideológica del pueblo. En política, la argumentación es decisiva y muestra cómo el enfrentamiento es siempre primeramente discursivo. Instalar una narrativa es fundamental para darle sentido a la disputa política.  

Esa función cumplían los partidos políticos como centros de formación ideológica. Pero la derecha no necesita ya de los partidos, porque ahora los centros de de-formación política lo constituyen las universidades y los medios de comunicación. Para enfrentar la narrativa fascista, el gobierno debía de proponerse una estrategia comunicacional que restituya al pueblo como el verdadero sujeto democrático, que desmantele las narrativas que legitimaron el golpe de Estado, además del desenmascaramiento sistemático de los autores del rapto democrático que, hoy en día, gozan de la más abierta impunidad.  

Los primeros meses de gobierno, cuando se está en el pico de legitimidad inicial, son los adecuados para tomar las medidas trascendentales que necesita un verdadero gobierno del cambio. ¿Qué decía Saint Just?: “los que hacen revoluciones a medias no hacen sino cavar su propia tumba”. Lo triste es que en esa tumba puede comprometerse la vigencia del propio proyecto popular.  

Ahora bien, ya no es tan fácil orquestar un nuevo golpe; sobre todo cuando hasta los auspiciadores del golpe del 2019 se llenaron de vergüenza por la corrupción descarada del infame “gobierno de transición”. El contexto es más complicado. Pero un proceso de desestabilización política conviene a los neocons de Washington y sus planes de feudalizar sus áreas de influencia.  

Este proceso de desestabilización creciente, además inflamados por la usurpación de temas sensibles que el gobierno no ha sabido administrar políticamente, parece tener el objetivo del revocatorio. Adelantar elecciones es una apuesta ya no tan absurda, teniendo al líder del MAS haciendo de gobierno paralelo, provocando la percepción de desgobierno en la opinión pública (y aprovechada muy bien por los medios). Imponer como agenda política la pelea por el liderazgo, no ha hecho sino desgastar más una gestión que difícilmente puede lidiar con el desgaste que ya significa no saber administrar políticamente los conflictos. Ese empecinamiento por imponer, a toda costa, su candidatura, no hará otra cosa que unificar a la derecha. Ese cálculo es probable, porque además la derecha debe dar muestras, a sus patrocinadores externos, de que son capaces de voltear el tablero electoral y, por lo menos, promover un gobierno “progre” como el chileno (cuya figura presidencial no en vano tiene a García Linera como su referente).  

Como siempre la derecha ha dado muestras de desprecio por nuestro país, no es de extrañar que premeditadamente se propongan también generar la implosión de la frágil estabilidad económica que todavía sitúa a nuestro país como positivo referente mundial, en medio de la amenaza de una recesión económica multiplicada. Pero nada en política proviene de la suerte. Tampoco la esperanza es buena táctica, o sea, el esperar que, por milagro, las cosas salgan bien.  

En política, el conocimiento juega un papel estratégico; para la praxis sirve de poco la especulación, aunque sea erudita. De eso trata el descenso dialéctico, de poder interpretar los hechos para anticiparse a sus consecuencias. El pensar estratégico no conoce por conocer sino piensa el presente político para orientar la toma de decisiones. Por eso, un gobierno que enarbola el “cambio” como bandera, debiera de reafirmar el carácter profundamente político de su presencia estatal y desatar estratégicamente toda la estructura previa del Estado, para hacer posible una descolonización efectiva del poder político.  

Esto supone un desmantelamiento de la estructura burocrática, pero ésta es precisamente el botín político de quienes, hasta por herencia, conocen el manejo estatal; a quienes recurren los actores políticos para viabilizar su gestión, es decir, para entramparse en la lógica burocrática asumida como garantía del poder político (siendo la cuestión al revés).  

Si el gobierno calcula su permanencia sin proyecto, entonces irá cediendo todo, o terminará atrincherándose hasta condenarse en la soledad, como sucedió con el “gobierno del cambio”. La única alternativa es siempre el pueblo. El verdadero poder no se asalta ni se toma, se construye, se crea, desde abajo, donde radica la soberanía de toda política.  

El pueblo, en tanto que pueblo, no siempre se manifiesta en sus dirigencias. Aparece en momentos críticos, sobre todo cuando el poder delegado, por desconocer la soberanía original, se cree dueño de la soberanía. Aparece como portador y proyectista del horizonte político. Lo que crea en su movilización es el sentido y la direccionalidad de la praxis política. Sólo en ese contexto el proyecto político adquiere vitalidad.  

Por eso, en realidad, no se baja al pueblo, sino se asciende a lo que el pueblo ha constituido como proyecto y horizonte. Ese es el mandar obedeciendo. El poder obediencial que pretendía transformar el propio concepto de política. Pero es, precisamente, lo que la clase política constituida en burocracia, o sea, en politburó, desestima siempre, porque eso significa el fin de su propio poder.   

Es fácil decir hay que volver a ser pueblo, pero es lo más difícil para una idiosincrasia política (hasta de izquierda) que se ha constituida aristocráticamente en la pirámide social donde el ascenso es sólo individual, como única posibilidad de ser algo en el universo liberal. El “revolucionario” que ha naturalizado aquello será siempre un operador del espíritu conservador que anida también al interior de toda revolución. Es lo que hará posible su propia traición. Por eso acaba cavando su propia tumba, cuando cree que se puede hacer revoluciones a medias. 

Rafael Bautista S., autor de: “El Ángel de la Historia. Genealogía, ejecución y derrota del golpe de Estado: 2018-2020”, yo soy si Tú eres ediciones

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