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¿Qué es un autor?

Fuentes: Ctxt [Imagen:Don Quijote, Johann Baptist Zwecker (1854)]

En 1944, tras la liberación de Bélgica, Hergé fue acusado de colaboracionismo por haber publicado sus historietas en Le soir, un periódico del régimen, durante la ocupación nazi. No fue procesado, pero sí laboralmente depurado por las nuevas autoridades, que le impidieron trabajar durante algún tiempo. Por muy bien que me caiga Hergé, no puedo decir que las críticas que recibió fueran infundadas. El genial narrador belga aceptó con mansedumbre la ocupación, disfrutando de las ventajas de una indiferente vida burguesa mientras millones de personas morían en las trincheras y los campos de concentración. Ahora bien, lo más interesante y, en algún sentido, lo más elocuente y decisivo es que esta justa reprobación no se extendió a Tintin, su famosa criatura de ficción. Todo lo contrario. Tras la derrota alemana, el periódico resistente La patrie publicó un número en el que se censuraba agriamente la falta de compromiso patriótico de Hergé, pero en cuyas páginas se incluía asimismo una viñeta desconcertante: en ella aparecía el famoso periodista imberbe junto a su amigo Haddock en un coche de la Resistencia adornado por una bandera belga y en cuyas puertas figuraban las letras F.I. (Fuerzas del Interior). Nadie tenía la menor duda al respecto: Herge podía ser colaboracionista, vale, pero Tintin y Haddock eran –fueron y serán– luchadores antifascistas. 

Este es quizás uno de los ejemplos más acendrados que se me ocurren de separación entre obra y autor. Hergé, en efecto, fue completamente devorado por su personaje, y ello hasta el punto de que sus lectores aceptaban con toda naturalidad que Tintin podía tener ideas políticas diferentes de su creador y que, además, era él, y no el autor, quien realmente contaba. A nadie se le ocurrió perdonar a Hergé sus pecados por ser el artífice de Tintin; Tintin, por su parte, tampoco defendió a Hergé; aún más, puede decirse que fue uno de sus principales acusadores. ¡Tintin en la Resistencia y tú, pequeñoburgués tibio y egoísta, arrellanado en tu apartamento de Bruselas como si el mundo no estuviera a punto de irse a pique! En todo caso, la posición de Hergé era más bien irrelevante. Lo que sí hubiera sido trágico es que el héroe que había defendido a Tchang del imperialismo anglo-japonés y luchado en Borduria contra la dictadura de Mussler se hubiese pasado al reverso tenebroso. Mientras su autor flaqueaba, Tintin se mantuvo siempre firme en el lado bueno de la historia.

Todos podemos recordar otros casos en los que un autor ha sido devorado por su personaje o por su obra. El más señero es, sin duda, el de don Quijote, que hace mucho tiempo, para bien y para mal, se emancipó del aura de Cervantes y se pasea por todo el mundo sin que nadie lo asocie ya con ningún impulso creador original: don Quijote, por decirlo así, se ha creado a sí mismo, como nuestro vecino chiflado del quinto. Salvando las distancias, pasa lo mismo, por ejemplo, con Sherlock Holmes, el nombre de cuyo autor muy pocos recuerdan. Pero hay otros casos. Podemos afirmar igualmente, sí, que Proust ha sido devorado por En busca del tiempo perdido y Joyce por el Ulises. En este contexto, cabría añadir –dejo caer la idea al pasar– que hoy se ha invertido esta relación, de manera que el autor ha pasado en muchos casos a devorar su obra y a convertirse en su propio personaje: es lo que llamamos “autoficción”, un género en el que, como en todos los géneros, se puede encontrar de todo, bueno y malo, pero que ilumina sin duda un espíritu de época: el de un cierto “provincianismo de la experiencia”, por utilizar la atinada fórmula de Patrick Stasny. Entre uno y otro extremo está la normal tensión que durante unos pocos siglos hemos llamado “autoría” para designar esa lucha en la que la separación respecto de la obra está plagada de filtraciones que el mercado y la mitomanía gustan de explotar y de explorar. Tanto la dificultad para respetar esta tensión como la tentación de diluir las obras, sin excrecencias ni residuos, en la personalidad del autor es, a mi juicio, más peligrosa que el mercado o la mitomanía: pues dibuja un puritanismo políticamente correcto incapaz de entender la autonomía de la ficción y que, por eso mismo, acaba por convertir a Tintin, junto a Hergé y sin apelación posible, en “colaboracionista”. ¿Y quién quiere seguir las aventuras de un colaboracionista?

Hagamos, en todo caso, la pregunta: ¿qué es un “autor”? Respondamos enseguida: un efecto de la escritura.

Veamos. En una interesante reflexión, Hannah Arendt localizaba el origen del término en el verbo latino “augere”, que tendría que ver con el “crecimiento” o “aumento” de un patrimonio tradicional y del que, en un significativo desplazamiento semántico, se derivarían también “augurio” y “augur”, vocablos cuya vibración religiosa no puede ignorarse. Frente al “imperium” y la “potestas”, la “auctoritas” (la “autoridad”) ceñía en Roma el carisma sagrado propio del sumo pontífice, puente oficial entre el pasado, el presente y el futuro, así como entre los hombres y los dioses. Ovidio, Virgilio, Catulo, ¿no eran entonces autores? No en el sentido moderno, desde luego, salvo por proyección retrospectiva. Alejándonos de Arendt por la senda que ella misma traza, podríamos decir que en las sociedades orales sólo había dos “autores”: los dioses, que aprobaban las costumbres, y el pueblo, de cuya “majestas” se desprenderían no tanto las instituciones políticas (como pretendía el mito republicano) cuanto los relatos compartidos. Ahora bien, como demuestran los estudios clásicos de Havelock, Ong o Goody, en las tradiciones orales no hay ningún poder impersonal: lo que importa no es tanto lo que se dice sino quién lo dice, de manera que los propios relatos solo están vivos si alguien los vivifica y, al vivificarlos, los altera. Si la escritura no las detiene, verba volant: de cuerpo en cuerpo, mientras el aedo o el juglar las recita de memoria, las palabras cobran nuevas formas, mutan de aldea en aldea en nuevas variantes mnemotécnicas de orden totalmente idiosincrásico. Paradójicamente, allí donde el pueblo habla, su saber común queda a merced de una repetición imposible confiada a figuras singulares que están siempre a punto de perder la memoria. Los relatos populares hablan de personas individuales y son narrados por personas individuales, de cuya autoridad carismática depende la adhesión emocional e intelectual de los oyentes. La escritura, al petrificar esta crepitación y este bullicio, desprende por primera vez una obra que puede ser juzgada al margen del contexto afectivo al tiempo que construye un “autor” separado de la transmisión (porque es anterior a ella y está solo) y que no es ya un simple repetidor fallido. Así, la obra y el autor se constituyen simultáneamente en la raíz misma del paradigma letrado. 

Que el “autor” sea un efecto de la escritura quiere decir estas dos cosas: que la obra escrita es independiente del autor y que toda obra escrita tiene un autor. Como bien recordaba hace poco el filólogo y cuentacuentos Pep Bruno, los relatos populares son colectivos pero no “anónimos”. Anónima o pseudónima o heterónima solo puede serlo una obra escrita; y, en efecto, Anónimo es el nombre del autor del Lazarillo y Anónima el de la autora de Una mujer en Berlín; al igual que son autores –no sé– Juan de Mairena y Álvaro de Campos. Pero también lo es Wu Ming, nombre colectivo forjado en Italia, como sabemos, para luchar contra el fetichismo de la autoría. La obra, que pretende defenderse a sí misma y que exige ser juzgada al margen de la personalidad, crea sin embargo al autor y su singularidad creativa, cuya voz oracular el siglo XIX se puso a escuchar neuróticamente desde detrás de la puerta. La relativa independencia entre el autor y la obra (que permite al mismo tiempo la disputa de un canon y la pasión por la biografía) es lo que llamamos literatura. Cuando el autor se impone completamente sobre la obra hablamos de mala literatura. Cuando el lector reduce enteramente la obra a la personalidad del autor hablamos del fin de la literatura. 

(Se podrá discutir –digamos de paso– sobre la calidad de la obra de Roald Dahl o de Agatha Christie, pero hay algo muy irritante en la sedicente “revisión sensitiva” de sus libros, que algunos han denunciado y otros celebrado recientemente. Las editoriales propietarias de los derechos de autor, al expurgar sus textos, no están liberando sus relatos para las variantes libertarias e individuales de la tradición oral; no están desacralizando la autoría para poner las obras en manos de un pueblo más sabio que los propios autores; están explotando comercialmente un efecto inmanente de la escritura que, por eso mismo, solo puede suprimirse con la escritura misma. No quieren otra versión de Charlie y la fábrica de chocolate; lo que quieren es que esa otra versión, pensada para adular o proteger al lector, la firme también Roal Dahl, de cuyo nombre dependen las ventas. Una editorial tiene derecho a no publicar nunca más un libro (miles han desaparecido en el océano del olvido) pero no a desescriturizarlo falsamente, sacándolo de la época en que se escribió y de la ecología narrativa en que cobran sentido sus tramas y sus personajes).

Don Quijote devora a Cervantes, pero si se puede afirmar con fundamento que su novela funda la narrativa moderna es por el modo en que reivindica la autonomía de la ficción a partir de la tensión obra/autor. En las sociedades orales, decíamos, solo había dos autores: los dioses y el pueblo. No. Había un tercero, presente aún, como una postrera sombra declinante, en las páginas del Quijote. Me refiero al rey, cuya “majestas” había reemplazado la soberanía popular republicana. ¿Quién escribió el Palmerín o el Amadís, esas novelas de caballería de las que el personaje de Cervantes es el espejo cóncavo y enseguida definitivamente roto? En el capítulo XXXII de la primera parte, recordémoslo, el ventero Palomeque, hombre sensato y generoso donde los haya, muy consciente de la locura de don Quijote, defiende sin embargo la realidad de las novelas de caballería, “impresas con licencia de los señores del Consejo Real”. Palomeque, al leer el Palmerín o, mejor dicho, al escuchar leer en voz alta las hazañas del Palmerín, no establece ningún contrato de suspensión provisional de la credulidad, no está aceptando la ecología narrativa de un marco autónomo de ficción, reconocido como tal: todo lo que allí se cuenta es completamente real porque el rey así lo ha dicho. Don Quijote, que se cree un caballero medieval, ilumina y deja atrás ese mundo oral, previo a la ficción novelística, en el que “autor” era todavía aquel que pronunciaba o aprobaba los nombres y los hechos desde una autoridad carismática: el dios, el rey o el aedo.  

Por ese mismo motivo parodia Cervantes el recurso “oral”, convención literaria de la época, de atribuir los relatos heroicos de las novelas de caballería a exóticos sabios nigromantes que se habrían expresado en griego o caldeo o hebreo, como era el caso, por ejemplo, del Cristalián de España o del Parsifal. Cervantes excogita irónicamente su famoso Cide Hamete Benengeli, pero lo hace, sí, irónicamente, y ello a partir del capítulo X y tras una extravagante transición, si se quiere, de “autoficción”. Me explico. Los ocho primeros capítulos están escritos por un narrador omnisciente que, de pronto, cuando don Quijote y el antipático vizcaíno están a punto de cruzar sus espadas, interrumpe la acción, confesando haberse quedado sin fuentes para continuar el relato. Luego, en el capítulo IX, el narrador, que se moteja a sí mismo de “segundo autor” y habla ahora en primera persona, busca y encuentra esas fuentes en un mercado morisco de Toledo. El Quijote tiene, por tanto, tres autores: uno que maneja un testimonio desconocido y cuyo aliento muere en el capítulo VIII; otro –quizás el propio Cervantes– que narra el hallazgo casual de un manuscrito en aljamiado; y otro, tan convencional como paródico, que sigue la historia hasta el final. Todos estos juegos metaliterarios (que se multiplican y refinan en la segunda parte, cuando la primera, cuyas aventuras conocen y citan los propios personajes, queda incorporada a la trama novelística) ponen fin al universo mental de la novela de caballería; probablemente sin saber muy bien lo que hacía, asediado por las deudas y la sensación de fracaso, Cervantes acierta a colocar en su lugar ese artefacto literario que llamamos “ficción”. 

El rey y el dios impiden la ficción porque corroboran su realidad: todo lo que cuentan las novelas de caballería es real y lo es con la misma consistencia ontológica que el asno, la mesa y la bota de vino. Cervantes, por el contrario, narrando la historia de un hombre que cree reales y quiere imitar las hazañas de la caballería, hace imposible, si se quiere, la “realidad”. Los lectores –como el propio Palomeque– ya no pueden creer en las novelas de caballería, porque don Quijote, que está loco, cree en ellas; pero pueden creer, a cambio, en las novelas, porque don Quijote, en cualquier caso, existe. No es real, no, como Amadís, pero sí verdadero, como Hamlet. Cervantes, mediante estos juegos metaliterarios, abre un espacio –una distancia– dotada de sus propias reglas y que puede ser desmentida, explorada, reconstruida, repoblada. Al contrario que el Palmerín o Amadís, que son reales y, por lo tanto, incuestionables, Don quijote de La Mancha es un texto cuya verdad no podrá ser establecida desde fuera, por una autoridad carismática, sino que se levantará en paralelo a la realidad, como garantía precisamente de una frontera que los reyes y los dioses quieren borrar, una y otra vez, con su fiat tiránico. Mediante este gesto inaugural, Cervantes funda sin saberlo la autonomía de la ficción y la separación pugnaz, pegajosa, siamesa, entre obra y autor. A partir de ese gesto, ya no podemos creer en la realidad de Amadís, pero sí podemos creer en la verdad de don Quijote. No sé si Cervantes tenía la intención de burlarse de las novelas de caballería; lo que consiguió, en todo caso, fue la demolición del universo mental de sus lectores. Produjo –es decir– nuevos lectores.

Autoridad oral y autoría literaria han convivido siempre –un “siempre” de algunos siglos– en un equilibrio razonable. Mientras el paradigma letrado avanzaba muy trabajosamente, los pueblos seguían sentados, figurada o realmente, al calor del fuego del hogar, calentándose las lenguas con relatos reales e imposibles. Los humanos somos más hablantes que escribientes, como lo demuestra el hecho mismo de que –lo he dicho otras veces– la frontera entre la baja chismorrería y la alta literatura sea muy fina. Ni la oralidad ni la lectura, en todo caso, nos ponen a salvo de nada. La cultura popular nutrió, por ejemplo, los pogromos antisemitas de 1391 en España; Goebbels, por su parte, fue un extraordinario lector. Cada marco contiene su propio acceso al mal. Paradójicamente no es el paradigma letrado el que va ganando la partida. Todo lo contrario. Una nueva oralidad tecnológica está erosionando gravemente la diferencia realidad/ficción y la autonomía del texto, de manera que, como ocurría con las novelas de caballería, lo real solo es real porque así lo dictamina, en medio del bullicio estructural, una autoridad carismática. Ayuso, Trump, Ana Rosa Quintana, el propio Pablo Iglesias con sus “verdades como puños” (que a veces lo son) se inscriben en este marco muy personal en el que las cosas son o no creíbles, como en las antiguas sociedades orales, según quién las diga. La autoría literaria ha perdido su ascendiente en favor de una nueva autoridad monárquica que –da enteramente igual– fabrica o desmiente fakes en un contexto tecnológico en el que la ficción, hija de Cervantes, ha perdido su potencia fronteriza: su soberanía aduanera.

¿Para qué sirve la ficción? Para establecer esa distancia en la que es posible todavía distinguir la realidad de la verdad, el autor de su obra. Real es lo que no podemos cuestionar (porque nos lo ha dicho, por ejemplo, nuestro padre); la verdad, en cambio, se pelea, se disputa, se discute, se construye en el espacio libre entre los cuerpos. Ocurre que allí donde cualquier cosa es real nada es verdadero. Cuando hablamos de una política del fake, que la IA puede ahora naturalizar como hábitat gnoseológico, no nos damos cuenta de que lo que destruye la mentira no es la realidad sino la ficción. La mentira, de hecho, construye nuestra realidad desde el mismo momento en que, enunciadas por el rey o por el dios, nos creemos sus palabras. La ficción, que nos protege de la realidad, nos protege en puridad de la mentira constituyente; eso incluye a la ficción política que llamamos democracia, con sus ceremonias teatrales, sus procedimientos institucionales y sus división de poderes: ceremonias, procedimientos y divisiones que nadie cree reales, a las que nadie presta una adhesión emocionada, pero que todos –mientras dura y por eso dura– repetimos con inconvicta rutina. Cuidado: la ultraderecha no solo es monárquica; es también realista. La izquierda no debería jugar nunca a ese juego.

Hay motivos para estar preocupados. Poco podemos hacer, salvo recordar una y otra vez un puñado de pequeñas diferencias sagradas. Es el momento, sí, de defender la autonomía de la ficción frente a la realidad invasora y sus monarcas. Avasallados por la oralidad tecnológica y sus autoridades carismáticas, necesitamos más y mejores novelas, más y mejores películas, más y mejores cómics, más y mejores poemas. Necesitamos más autores comprometidos con la “literatura” y necesitamos nuevos formatos de ficción. Necesitamos mantener esa separación pugnaz entre obra y creador que tanto la ultraderecha reaccionaria como la izquierda puritana cuestionan en nombre de la moral,el victimismo y la seguridad. ¿Será demasiado tarde? No lo sé; lo que sí sé es que no podemos olvidar hasta qué punto resulta vital para la humanidad conservar un mundo en el que aún pueda ocurrir que Hergé sea colaborador pasivo de la ocupación nazi y Tintin luchador activo en la Resistencia. Nos va la realidad en ello. Y casi la vida.

Fuente: https://ctxt.es/es/20230501/Firmas/43019/tintin-herge-nazi-autor-obra-separacion-santiago-alba-rico.htm