Si el cambio constituía un proceso, eso significaba que transitar el proceso mismo era lo que llenaba de contenido y sentido al cambio. Pero cuando el cambio, imaginado «desde arriba», es lo puramente deducido de esquemas preconcebidos (inconscientes de su eurocentrismo), entonces el transitar mismo ya no tiene sentido. Es más, el proceso mismo empieza […]
Si el cambio constituía un proceso, eso significaba que transitar el proceso mismo era lo que llenaba de contenido y sentido al cambio. Pero cuando el cambio, imaginado «desde arriba», es lo puramente deducido de esquemas preconcebidos (inconscientes de su eurocentrismo), entonces el transitar mismo ya no tiene sentido. Es más, el proceso mismo empieza a diluirse, cuando lo que se asume no son los sentidos que produce el proceso, sino aquellos que arrastra una izquierda que pretende dirigir un proceso que no lo vive y, en consecuencia, no lo comprende.
Sólo se puede transitar lo nuevo cuando acontece un desprendimiento lógico-existencial de lo viejo. Pero lo viejo no es lo pasado sino lo estructurado como lo dado, lo establecido como sistema (colonial). La denuncia derechista de «volver al pasado» hizo mella en una izquierda que tiene por cuco su pasado de fracasos; por eso se afanó, ufano y febril, en demostrar que lo suyo consistía también en «ir hacia adelante», aunque ese «adelante» signifique el mismo que postula la derecha: el «adelante» moderno, es decir, el mito del «progreso infinito», el mismo que nos está conduciendo, a la humanidad y a la naturaleza, al suicidio global.
En el último conflicto, de modo unánime, gobierno y sindicatos, mostraron aquello que los descubre como astillas del mismo palo (no sólo por la intransigencia y tozudez, o la manía de la inmediatez y el simplismo, tanto en el diagnóstico como en la pretendida solución); esto es: herederos de una política que arrastran como maldición. Ambos denuncian al capitalismo y al neoliberalismo pero, cuando uno impone medidas económicas y el otro demanda reivindicaciones sectoriales, ambos afirman el núcleo del cual el capitalismo es apenas su más acabada expresión económica: los mitos modernos.
Si el precio de la estabilidad económica, que apuesta el gobierno, es el sometimiento a la dictadura de la macroeconomía (cuyos criterios, desde el PIB, certifican todo, menos el bienestar concreto de la gente de carne y hueso), entonces no hay posibilidad siquiera de imaginar otra economía. A esto añadamos semejante miopía: creer que los criterios mercadotécnicos son neutrales e imparciales del modelo que se pretenda seguir.
La ceguera conduce a creer que, porque el mercado tiene la historia de la humanidad, el mercado global al cual se enfrentan nuestras economías pobres, desde que hay capitalismo, es el mercado a secas. En la historia de la humanidad, la institución llamada mercado nunca se había expandido de un modo tan irracional como el actual, al grado de descomponer las culturas, las relaciones humanas y la naturaleza, como sucede en el capitalismo. No se trata del mercado como institución humana, anterior al mundo moderno, sino de la resignificación de éste como mercado-centrismo moderno, que apuesta por someter a la humanidad toda y a la naturaleza, al automatismo de éste como condición para garantizar un supuesto interés general.
Confundir el mercado en general con el mercado moderno capitalista ya es una confusión en el análisis. En función de gobierno, esta confusión lleva a metidas de pata como el gasolinazo. Afirmar el mercado (aun a secas) no quiere decir afirmar la vida, porque el mercado (como institución humana) no se reproduce a sí mismo sino en la relación circular de la racionalidad reproductiva de la humanidad y la naturaleza. Lo que desata la modernidad, como caja de Pandora, es la subordinación de la humanidad y la naturaleza al automatismo del mercado; la estabilidad de éste es sólo posible a costa de aquellas. Si el mercado lo regula todo, la vida y la muerte ya no son decisiones que le corresponda a la humanidad sino a las necesidades de la expansión del mercado. La mercantilización de todo, hasta el aire y el espíritu, como expansión definitiva del mercado, es lo que socava la vida entera.
El lenguaje que expresa al mercado es el dinero; su beatificación es como capital. Cuando nuevos ídolos se levantan, las multitudes son congregadas para nuevos e infinitos sacrificios. Mercado y capital, en santa alianza, producen su expansión mutua, desplazando sistemáticamente a la humanidad y al planeta como meros suministradores de recursos. Por eso hay globalización, porque la lógica de la acumulación del capital no conoce límites y su expansión, traducida en la apertura de nuevos mercados, lo que hace es mercantilizar toda la vida, para así cumplir las exigencias de la reproducción del mercado capitalista global: si todo tiene precio, el mercado lo regula todo, hasta la vida (quienes no puedan pagar el «derecho a vivir», son desechables).
El mercado global es aquel espacio al cual acceden sólo quienes tienen dinero: apenas el 20% rico del planeta. Por eso los países ricos abrazan y defienden el capitalismo, porque éste garantiza una estructura mundial que somete a la humanidad restante y a la naturaleza a meros suministradores de los apetitos del primer mundo. La sentencia no es gratuita: el capitalismo sólo sabe desarrollar la tecnología y el sistema de la producción socavando, al mismo tiempo, las dos únicas fuentes de riqueza: el trabajo humano y la naturaleza. Marx no expone la lógica del capital por puro afán teórico; si realiza una crítica a todo el sistema de categorías de la economía burguesa es para mostrar el fetichismo en que cae ésta: creer que la fuente de toda riqueza es el propio capital. No hay capital sin trabajo humano y no hay trabajo sin naturaleza. Capital también existe antes del capitalismo, pero su especificidad histórica consiste en el proceso de destrucción humana y planetaria como condición de su acumulación progresiva global.
Cuando el gobierno cede a la lógica del mercado-centrismo moderno, cede a sus criterios y, en consecuencia, evalúa lo que es crecimiento, desarrollo y progreso como sinónimos de la reproducción exclusiva del capital y del mercado, dejando a su propio pueblo (y a la naturaleza) como simples medios para la realización de estos; es decir, afirma, en última instancia, al capitalismo, porque no sabe cómo salir de él. Las alternativas no quieren decir pretender un mundo sin mercado o dinero o capital; quiere decir: una racionalidad económica crítica no puede subordinar las necesidades de las fuentes de riqueza a la lógica del mercado. Si los criterios que regulan la economía se desprenden exclusivamente de las necesidades del mercado, entonces la humanidad y la naturaleza están de más. Pero sin éstas no hay mercado ni capital. Por eso el capitalismo es irracional, porque es suicida: sólo sabe producir destruyendo; cuanto más destruye, más ganancias se logra. La lógica de la ganancia extraordinaria socava la racionalidad económica misma.
No es de extrañar que rápidamente el gobierno haya abrazado el paradigma desarrollista eurocéntrico, porque, en el fondo, la izquierda afirma de modo ingenuo la cosmovisión que presupone el capitalismo: la modernidad. No se puede superar al capitalismo si, en definitiva, se parte de sus propios presupuestos; ese es el drama de la izquierda: en su lucha contra el capitalismo lo que logra, de modo paradójico, es su pura reposición. Al perseguir la modernización de todo, no entra en cuenta que el proyecto moderno es precisamente el concebido por Europa y USA para desarrollar al primer mundo a costa del tercer mundo; pretender ese tipo de desarrollo (que se confunde como sinónimo de todo posible desarrollo) es condenarnos siempre al subdesarrollo.
Es lo que pretendió el Estado colonial: abrazar un proyecto ajeno como si se tratara del propio; esto condujo a su carácter aparente: para ser debía estar en contra de su propio contenido nacional. Por eso descolonizar el Estado no significaba el puro cambio de nombre o de color o de bandera, sino la reconstitución del contenido propio del Estado; esto quiere decir, en definitiva, la reconstitución del sujeto nacional, como proyecto de su propio desarrollo. Por eso no se trata de prestarse proyectos ajenos sino de producir el proyecto que se deduzca de la propia historia y la propia realidad, que tenga como contenido la toma de conciencia de las propias contradicciones que asume un sujeto que se ve, por vez primera, cara a cara, como lo que es, como lo que ha sido y como lo que puede, en definitiva, ser.
Pero pareciera que la actitud conservadora tiene las de ganar; porque si su última referencia sigue siendo la forma de vida que no se sabe cómo dejar atrás, entonces no encuentra otra manera de superación más que su pura continuación (aunque mejorada). Por eso afirma el institucionalismo y, en consecuencia, tiende a afirmar exclusivamente lo que ya hay. Sus metas las concibe entre lo que se puede medir o calcular; porque lo otro significa, no sólo capacidad de imaginación sino, sobre todo, osadía o atrevimiento de realizar el salto hacia lo que, precisamente, no hay (por eso es etapista, no sólo porque no se anima al salto sino, sobre todo, porque se aferra tanto a lo que hay, que desperdicia la fuerza histórica que le serviría de proyección). Un gobierno enfrenta esta disyuntiva a la hora de realizar gestión. Si se trata de construir algo radicalmente nuevo, en nuestro caso, un nuevo Estado, además, plurinacional, la disyuntiva tiene tintes dramáticos. Porque por cuidar su permanencia (cálculo político) puede llegar a arriesgar su misma existencia. Y, lo más grave, puede arrastrar, en esta desgracia, al propio sentido histórico que le sirvió para ser gobierno.
Transitar este proceso tenía sentido desde el marco de referencia propuesto en los términos de una descolonización histórico-sistemática de la subjetividad del boliviano con conciencia moderno-colonial. Lo cual reclamaba, a su vez, de un proceso de transformaciones institucionales que coadyuven a la reconstitución del sujeto del cambio. Por eso la transformación del Estado constituía la condición necesaria para impulsar el movimiento propio del proceso de cambio. Es decir, no se trataba de hacer lo contrario, porque eso significaba, otra vez, subsumir los sentidos que emanaban del proceso para una reposición de la razón de Estado (la reposición del Estado liberal como Estado autonómico).
El conservadurismo de izquierda, ingenuamente fiel al automatismo institucional (utopismo propio de la modernidad), cree que, por inercia, las instituciones persiguen su equilibrio perfecto (es por eso que también apuesta a «lo técnico» como criterio de evaluación institucional, sin caer en cuenta que «lo técnico» es la devaluación misma de la política). Pero no hay nada que demuestre este equilibrio por automatismo; es más, lo que sí puede demostrarse es que todo sistema (también institucional) tiende, por entropía, a su propio desgaste. La modernidad es ingenua al respecto; por eso el capitalismo nace con el mito de que el mercado, por su propio automatismo, realiza el equilibrio perfecto en la sociedad, y el socialismo concibe, en los mismos términos, la realización del comunismo por planificación perfecta. A ambos los determinan sus respectivos modelos ideales que tratan de imponer, a la fuerza, a la realidad; pero el orden de la perfección no es el orden de la realidad, entonces, cuando lo que se proponen contiene esa suerte de abstracción en términos ideales, aparece la contradicción con una realidad que no lo es: la realidad aparece imperfecta y, frente al modelo ideal, se concibe incorrecta, errada, equivocada, hasta inmadura.
En la política esto se traduce de este modo: el gobierno (auto-concebido como «el sujeto político») aparece, ante sí mismo, en términos ideales y concibe del mismo modo al ahora objeto: el pueblo. Cuando idealiza su propia presencia idealiza también la imagen que tiene del pueblo; por eso, en la relación sujeto-objeto, el pueblo aparece como aquel obediente que, de modo voluntario, acepta su propia subordinación. Por eso el gobierno, preso de la idealización de sus propios esquemas, se duele de lo «errado, equivocado, hasta inmaduro» que puede comportarse su propio pueblo. Por eso realiza una pura y simple devaluación de todo aquel que se le enfrenta, incluso si es el pueblo mismo, porque, siendo objeto, ha consentido la expropiación de su poder de decisión al ámbito exclusivo del estamento político. Por eso el dramatismo del gobierno no es anecdótico sino expresa la más arraigada conciencia colonial de la política moderna que le ha constituido en eso: en creer que sin él todo está perdido.
Pero no se trata de personas, sino de una racionalidad que contamina toda pretensión de liberación, reproduciendo lógicas de dominación, aun abrigadas en las propias banderas de lucha. Cuando la propia izquierda replica el proceder de la derecha, es porque la izquierda no es consciente de los presupuestos que, en última instancia, arrastra. Si nuestra izquierda es una izquierda fracasada, su fracaso no se debe a no poder haber construido el socialismo sino por no haber sido consciente del por qué no pudo realizarlo. Y ese fracaso parece padecerlo como maldición propia, cuando abraza, en el siglo XXI, un proceso nuevo y pretende, irreflexivamente, conducirlo desde sus mismos esquemas asumidos sin la más mínima autocrítica. Vestirse de poncho y lluchu le bastó para legitimar su presencia, pero cuando el poder ya le ha sido otorgado, hasta puede prescindir de estos.
No fue gratuita la caracterización que hicieron los pueblos indígenas del Abya Yala, en La Paz, el 2006: la izquierda latinoamericana nunca tuvo identidad. Por eso sus últimas referencias históricas no son ni siquiera nacionales. Por eso no es raro que, para explicar la crisis que desató el gasolinazo, no se recurra a la propia historia sino a algunas reflexiones coyunturales de Mao. Ese tipo de recurrencias es típica de una mentalidad que se concibe absolutamente verdadera, por eso acude a la teoría, y desde ella, demostrar siempre que se tiene la razón, que lo falso es la realidad (si ésta se resiste a comportarse como un puro predicado de la teoría). Quien se maneja en estos términos, nunca estará equivocado, pues sólo es real lo que pueda representarse su propia conciencia como real. En ese caso, la conciencia ya no es conciencia de la realidad sino conciencia de sí mismo. Por eso busca asaltar el poder, porque el esquema o modelo que ha concebido, de modo perfecto, cree que es lo mejor para todos y que la misma realidad debe adecuarse a aquel modelo preconcebido.
Pero ese modelo no deja de ser una pura idealización (como abstracción de la propia realidad), aunque para éste sea lo más realista y, en nombre de ese realismo, condena toda otra alternativa que no sea la suya. Lo paradójico consiste en que cree que lo real puede acercarse, de modo empírico, a lo ideal de sus proyecciones, y cuando sucede lo contrario, es cuando entiende que todo aquello que se le opone, son sólo distorsiones que se debe anular, suprimir, eliminar, etc. Impone un modelo como lo más realista posible e imagina un tipo de aproximación institucional que, por su propio automatismo, producirá la realización de aquello, frente al cual sólo resta el inclinarse. Condición para aceptar su modelo (pensado al margen del proceso que se niega a vivir) es el festejo ciego de las condiciones presentes, porque el continuo sacrificio es condición para abrazar un futuro siempre aplazado en un mañana que nunca llega.
Del otro lado, de los sindicatos, la respuesta contiene semejante miseria. Porque toda crítica se torna descalificación pura, porque a todas las atiza un anarquismo principalista. Ninguna pretende ser propositiva porque lo que se persigue es, en definitiva, la destrucción del Estado (porque se confunde al Estado moderno con todo Estado posible). En este caso, el fetichismo actúa al revés: no quiere someterse a ninguna institución porque cree, en el fondo, que éstas tienen poder propio.
El poder es una categoría política porque el sujeto es productor de realidad; si el pueblo es la sede soberana del poder, todo otro poder es pura delegación de soberanía. El fetichismo del poder es el mismo en las dirigencias que apuestan, también por cálculos políticos, ser oposición iracunda (que ostentan como programa de lucha un evidente despecho por no ser poder); confundiendo al gobierno con el proceso, creen salvar a éste destruyendo aquel, es decir, creen que el cambio es un cambio de actores, ellos por supuesto, que, como los otros, juran que tienen el modelo ideal para arreglar todo. Y, de ese modo, gobierno y sindicatos, como en los líos de pareja, aparecen para ser escuchados, pero nunca para escucharse uno al otro.
En esta sarta de desencuentros, aparecieron dos sectores que, de modo manifiesto, arrastran las taras coloniales de una sociedad agriamente constituida en enemiga de sí misma. Si hay dos cosas deprimentes en nuestro país, son la salud y la educación; y, curiosamente, un proceso de cambio tiene, en esos dos ámbitos, una férrea resistencia de sus sectores sindicalizados. Las movilizaciones tenían un tenor: el aumento salarial; a este exclusivo requerimiento se pretende reducir toda posibilidad de transformación (como sucede también con la policía: para acabar con el crimen, se pide más recursos, cuando lo que más hace falta es simple y llana voluntad), despachando de cuajo la corrupción imperante en las cajas de salud y la deficiencia en la calidad de la educación. No en vano se dice que el máximo obstáculo de toda reforma en la educación son los propios maestros; y si la salud es pésima en Bolivia, los salubristas no son inocentes en ese desastre.
Tres cosas debe proporcionar un Estado a su pueblo: trabajo, salud y educación. Pero el problema que debe enfrentar un Estado que ha sido colonizado, es que su burocracia es heredera de esa colonización. Por eso la salud no se democratiza, mientras el cuerpo operativo siga reproduciendo la segregación fáctica; tampoco la educación se cualifica (y menos se descoloniza), mientras los educadores no muestran la más mínima voluntad de cambio. Un trabajo digno no se refiere sólo a la gratificación económica sino, sobre todo, al respeto que inspira su desempeño vocacional. De nada sirve un buen salario si no es fruto de un digno servicio, sobre todo en áreas tan fundamentales como la educación y la salud.
Por eso, proceso de cambio señalaba a la totalidad de los actores comprometidos en la superación de una crisis que atraviesa todo un país, no sólo su gobierno; quería indicar que no hay transformación parcial sino total, y esto quería incidir en el involucramiento decidido del pueblo en el sentido de la transformación misma. Pero si el gobierno le expropia al pueblo su condición de soberanía, las dirigencias hacen lo mismo y, ocupando estos la arena política, dejan en la orfandad a la sede soberana de todo poder político; produciendo un enfrentamiento de posiciones encontradas entre quienes detentan el poder y quienes lo pretenden asaltar e imponer, también ellos, sus esquemas y modelos preconcebidos al margen de una realidad que acaba siendo una pura anécdota de un mismo cálculo político compartido.
Por eso la intransigencia se hace ácida, porque ambos reconocen, en el oponente, la imagen de sus propias miserias. Nadie cede. Porque ceder sería entender. Pero en la intransigencia el entendimiento se nubla. Si no tenemos cultura de diálogo, no es tanto por gritar, sino por callar. El boliviano cuando calla no otorga, por eso cuando habla (porque se guarda amargamente todo) grita, estalla como la dinamita que le acompaña en su protesta. Herencia colonial de una cultura política que sólo sabe hacerse escuchar gritando.
Cosa que aprovechan los medios para hacer circo de todo eso. Porque su afán también es destruir: destrozar toda la legitimidad del proceso para devolver todo a la normalidad, es decir, la política a los patrones y los indios a la hacienda. Lo cual es ya, de modo implícito, política mediática de rearticulación opositora, a propósito de las elecciones del órgano judicial. Frente a la cual, otra vez, el gobierno peca de ingenuo por no tener política comunicacional (porque ésta no la asegura el tener un ministerio de comunicaciones); por no saber cómo proponer alternativas al uso perverso que hacen los medios del entretenimiento y la información. La más cínica demanda que ahora esgrimen los medios es el recorte de libertad de expresión cuando, en realidad, se trata de recorte de ingresos por concepto de campaña electoral.
Que los medios se atribuyan la garantía de la información suena hasta hilarante, pues lo que producen es, más bien, la desinformación sistemática. Tampoco son ellos los que puedan asegurarnos pluralidad e imparcialidad; creer que gracias a los medios se puede elegir a los más probos, es una broma de mal gusto, cuando sabemos, por historia reciente, que lo que sí pueden garantizar es todo lo contrario. El pueblo reivindicó el acto electoral a pesar de los medios, no gracias a estos. Los medios vueltos mediocracia son también un poder y, de ese modo, no pueden imputar los excesos de otros sin antes ver los propios. Esta falta de autocrítica es ya soberbia, pues no hay nada que se les pueda objetar que no resulte coartar la «libertad de expresión»; es como enfrentar a un dios que, para colmo, se siente herido.
Pero lo que, en el fondo, desata una nueva resistencia conservadora ya no son las cuitas mediáticas que, entre el desengaño y la desilusión, muestran una impotencia que ya no sabe cómo ser ofensiva. Aparece un temor que asume como posible la pérdida de todo estatus. Si la segregación estructura a nuestra sociedad y el órgano judicial es la consagración de aquello, la oposición a cualquier cambio en éste, sólo puede significar la defensa intransigente de los privilegios. Pues la mayor parte de las críticas, al defender, ya sea una elección «meritocrática», independencia política o libertad de información, lo que defienden, en definitiva, es el privilegio de acceso a estas instancias; pues la meritocracia (que la dan los «títulos») es patrimonio de los pudientes, la independencia significa ser oposición conservadora y la supuesta libertad de información es la libertad que otorga el poder económico para acceder a los medios.
La supuesta cooptación del MAS al órgano judicial no debería de pararles los pelos de punta, pues es una práctica que legalizaron los anteriores gobiernos de turno; es decir, lo que debieran criticar es el tipo de práctica que impusieron ellos, dando el ejemplo, limpiando la ropa sucia en casa, no la pueril condescendencia de sus costumbres y el intolerante rechazo a que lo hagan los indios por ser indios. En eso consiste la naturalización de las relaciones de dominación: el patrón puede gozar del derecho de pernada con las indias pero guay del indio que haga lo mismo con las hijas del patrón.
Los patrones consagran sus derechos con leyes, por eso el poder judicial era la cuota política que se repartían entre ellos. Pero si lo que estaría por vaciarse de la presencia oligárquica es el mismo órgano ejecutor de las leyes, entonces el arrebato es comprensible. Arrebato que les conduce, además, a una exigua capacidad de visión estratégica; pues si resultara aquello una elección amañada por el oficialismo, no habría mejor modo de hacer caer la legitimidad del gobierno que el dejarse caer solito. Si lo que busca la oposición es el desmoronamiento del gobierno, bastaría con que se coloque de palco para ver cómo los propios dislates oficiales provocan su propia caída (que comedidamente comete); pero lo que se ve es una oposición rabiosa que no puede concebir su derrota política y esa amargura es la que le carcome por dentro porque, además, su racismo no le permite concebir el tener como presidente a un indio, que además es atrevido y les echa en cara todas sus taras.
Lo que más desprecian, lo más propio de la nación que les avergüenza, es gobierno. No saben cómo aguantar esa presencia, por eso no saben sino convertirse en monstruos para acabar con el monstruo que se han inventado: un gobierno totalitario, dictatorial, tirano, despótico, etc. Por eso la oposición es iracunda y despotrica, no sólo por los desatinos del indio, sino por la amarga impotencia de ver su poder hereditario usurpado.
Todo lo que la oposición critica al gobierno es el retrato de ella misma; si el gobierno es soberbio e intolerante, la oposición y los medios hicieron hasta lo imposible para generar aquello; porque frente a la calumnia y la falsedad, la mentira y la hipocresía, generaron las condiciones para que su increpado replique en sí mismo todo aquello, como única respuesta a semejante atropello discursivo. Si la política se ha rebajado a la sarta de insultos entre unos y otros, como único recurso discursivo, eso se debe, en gran parte, a una mediatización de ésta, es decir, a una mercantilización de la política. Por eso los medios no conciben una dignificación de la política misma (mientras más arda todo, mejor para ellos, pues eso significa más rating). La dignidad no hace mercado, porque si no todo tiene precio, entonces no toda valía se mide con dinero. Por eso los medios pegan el grito al cielo cuando se les restringe sus atribuciones en este nuevo proceso electoral. Acostumbrados a manipular a la opinión pública, ahora se ven sin la posibilidad de reiterar su ilimitada potestad sobre ésta.
Del otro lado, el problema que atraviesa la visión gubernamental es no saber leer los tiempos. Prescindir de los medios, que es a lo que apunta la nueva ley, requiere, de modo previo, un elevado grado de concientización del electorado, además de una diversidad de redes de información alternativa que hagan prescindible la referencia exclusiva de los medios, sobre todo, privados. Al no haber todo aquello, las disposiciones que reglamentan y prohíben hacer campaña mediática, se encuentran con susceptibilidades que denuncian hasta violaciones constitucionales en que incurre la ley electoral. En esto cabe destacar una demanda sensata que esgrime la red Erbol, pues el derecho constitucional a la información garantiza la labor periodística en el próximo evento electoral; no se trata del consabido rechazo hasta hormonal mediático, que se vale de toda coyuntura para denunciar el atropello a la libertad de expresión desde la más expedita libertad de expresión, sino de, en estricto ejercicio democrático, hacer funcionar los preceptos constitucionales. Lo que se denuncia es que un artículo de la ley entra en contradicción con la constitución, en consecuencia, lo que se colige es la obediencia a la constitución por encima de un artículo que entra en flagrante contradicción constitucional.
En un Estado de derecho, la desobediencia es un atributo democrático, no una herejía: ley que no es legítima no es ley que deba seguirse. Al parecer, la intención de los asambleístas era recortar la potestad ilimitada de los medios, sobre todo en lo concerniente a la manipulación que se realiza en época electoral; pero no sólo el apresuramiento sino la falta de argumentos (además de cierta miopía política) posibilitan ciertos desaciertos que justifican esta clase de resistencia. Al no haber política comunicacional y, además, al subordinar toda información a la agenda de provocación de los medios privados, el gobierno sólo responde de modo defensivo, y ello le obliga a no producir nada que no sea otra provocación.
Por eso no avanza y todo movimiento no es más que un juego hasta perverso de un puro cálculo instrumental. Por eso ya no suma y sólo se atrinchera en sus fueros cada vez más selectivos. Replica aquello que critica. Por eso: no todo aquel que critica es crítico. La crítica no consiste en echar piedras al vecino. No hay crítica sin autocrítica, y quien pierde la capacidad de evaluarse con el otro, pierde la posibilidad de ser consciente de sus equívocos. Dicen los que saben: el justo comete siete pecados al día, ¿cuántos comete el injusto?, ninguno, porque piensa que todo lo que hace es justo. No hay mérito en no equivocarse nunca, el mérito consiste en admitir el equívoco y enmendarlo. Pero eso requiere de humildad, de frenar el ego y aprender a escuchar. Pero eso no se da de modo automático. Es todo un desaprender para aprender de nuevo.
Por eso el cambio es un proceso. No es para uno. Es con uno. El mundo entero atraviesa una crisis civilizatoria; lo que ha entrado en crisis es una forma de vida -la moderna- que está acabando con la humanidad y el planeta. Por eso, proponernos una nueva forma de vida, más digna y más justa, sólo es posible saliendo existencialmente de aquella. No se trata de volver a las cavernas. En eso consisten sus mitos; que todo lo que no es ella, es bárbaro, atrasado, prehistórico, arcaico, anticuado, en suma, premoderno. Juzga a toda otra forma de vida sin juzgarse nunca a sí misma. Por eso se hace ciega ante los desastres que, por cinco siglos, ha venido produciendo. Salir de ella no es renegar de todo sino liberarse de sus mitos. Si el llamado primer mundo se ha vuelto conservador es, precisamente, por esta incapacidad de liberación; por eso el ángel de la historia se les aparece ahora a los pueblos pobres, porque son ellos los que claman por otro mundo. Pero otro mundo no se da con el simple deseo sino con el sudor de la frente.
Por eso cambiar hasta duele, porque la tendencia conservadora es la que se empeña en hacer de las caídas derrotas definitivas, en convencernos de que nada de lo logrado vale la pena, que cambiar es imposible y lo mejor es dejar todo como estaba, que soñar no cuesta nada y que quienes prometen el cielo producen el infierno. Cuando la desazón cunde, los «realistas» pululan en los medios: lo más seguro es el infierno que tenemos. La democratización del malestar emocional no sólo se debe por la acumulación de incertidumbre y miedo que generan los medios, sino porque desaparecen las posibilidades para que la gente pueda restituirse la confianza, la fe y la esperanza arrebatada.
Un proceso de cambio es algo que sucede en el sujeto. Del cual sólo puede dar razón si, en efecto, lo vive. No es algo dado, es algo que se va haciendo produciéndolo. Si aparecen de nuevo todas las contradicciones que creíamos pasadas, aparecen porque si no rendimos cuentas con el pasado, éste regresa en forma de trauma. En las crisis nos asaltan todas aquellas angustias que ocultaban los calmantes; por no haberlas sabido enfrentar, es que desfallecemos ante ellas. Pero las crisis nunca han derrotado a nadie. Lo que nos derrota es el no saber enfrentarlas. Por eso precisamos de sabiduría; pero un mundo que ha desdivinizado todo (empezando por la naturaleza y acabando en el ser humano), lo que ha hecho, en última instancia, es expulsar al espíritu de sus perímetros. Y sin espíritu, no hay sabiduría.
Como tampoco hay política sin sujeto, es decir, sin pueblo. Si lo que triunfa son las leyes que actúan a espaldas de los actores, como las leyes del mercado, entonces el pueblo está de más, ya no es sujeto de decisión. Entonces también la política desaparece y en su remplazo, aparece lo técnico en toda decisión; como ya no hay actores, todo lo deciden las leyes inapelables a las que son sometidas la humanidad y la naturaleza. Cambiar esto significa transformar el fondo de todo. Por eso las soluciones no son simples sino complejas y son a largo plazo, que son las que más efectos inmediatos tienen, porque son estructurales. Del mismo modo, un cambio es real cuando su horizonte no se diluye en la inmediatez sino se abre en tanto proyecto de vida, es decir, en cambiar de forma de vida.
La política y la economía tratan, en definitiva, de eso: de producir y desarrollar la forma de vida que se deduce de lo que somos. Por eso acudimos a nuestro origen, porque allí se encuentra comprendido todo acto fundador. Sólo sabremos lo que podemos ser si somos conscientes de quiénes somos. Por eso un proceso no es un simple avanzar en una dirección sino la continua interpelación de los tiempos en el presente que vivimos; de ese modo, poder mantenerse en el origen es condición de propulsión del presente. Volver al acontecimiento no es dar la espalda al presente sino afirmar siempre su sentido. La historia es la más acabada forma en que el presente se hace inteligible.
Cuando un pueblo produce el proceso por el cual ha de transitar hacia su liberación, produce también las determinaciones coyunturales, como los gobiernos de turno, para ir limpiando el camino que debe transitar. Es decir, produce desde lo que tiene, desde lo que proyecta y lo que arrastra; por eso su transitar no es claro sino accidentado, porque el pueblo mismo debe saber reconocer de qué está hecho, cuáles son sus limitaciones y cuáles sus opciones. Por eso se trata de un transitar de la conciencia a la autoconciencia, de hacerse sujeto de su propia historia y su destino, de hacer de su contingencia trascendencia. Proceso de cambio quiere decir hacerse sujeto. Lo cual no se asume por obligación sino por pura decisión libre. El reto consiste en liberarse, porque para ser libre primero hay que liberarse, y nadie se libera solo, uno se libera liberando al otro, es decir, liberación significa liberación de toda pretensión de dominación. Por eso es proceso, porque esto significa, en cada uno, apagar al ego. Cada uno es único, sólo que el ego no le hace dar cuenta de ello: toda criatura tiene su lugar y, en su lugar apropiado, se hace hermoso. Del mismo modo, los pueblos deben saber atravesar un proceso que los devuelva a lo que son y, desde allí, ser referentes del proceso de otros pueblos, en lucha contra la uniformización de la forma de vida moderna.
Rafael Bautista S. es autor de «¿QUÉ SIGNIFICA EL ESTADO PLURINACIONAL?» y «HACIA UNA CONSTITUCIÓN DEL SENTIDO SIGNIFICATIVO DEL VIVIR BIEN». Rincón ediciones
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