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Aunque algunos meten púa

Quiere primar la cordura

Fuentes: Rebelión

  La jornada del jueves estaba destinada a ser decisiva en la cadena de eventos que se desató desde el inicio mismo del lock out patronal del campo. En primer lugar, porque se cumplían quince días de la medida. En segundo lugar, porque los hechos ocurridos cuarenta y ocho horas antes, en especial en la […]

 

La jornada del jueves estaba destinada a ser decisiva en la cadena de eventos que se desató desde el inicio mismo del lock out patronal del campo. En primer lugar, porque se cumplían quince días de la medida. En segundo lugar, porque los hechos ocurridos cuarenta y ocho horas antes, en especial en la Ciudad de Buenos Aires, demostraban a las claras que algunos estaban, para así decirlo, llevando harina para su molino. La naturaleza política del evento había quedado a la vista, para bien o para mal. El intento de condicionar a un gobierno electo había sido repudiado por sindicalistas, industriales y dirigentes oficialistas de todo el país. Finalmente, porque el peronismo todo -o, casi- se congregó en Parque Norte, y había expectativa por lo que pudiese decir la presidenta de todos los argentinos, designada única oradora del acto.

Tanta expectativa había, que algunos se adelantaron a la cita. El primero, el ex presidente Eduardo Duhalde. Tras una serie de declaraciones inconexas, inconsistentes con su propia acción de gobierno, Duhalde trató de mostrarse como un defensor de los cortes de rutas y del campo en general. Luego de sus declaraciones, como es costumbre, llegó su operación. Coordinados por Miguel Ángel Toma y Juan José Álvarez, dos miembros de su entorno de larga trayectoria en la SIDE, algunos grupos cercanos al duhaldismo residual del conurbano trataron, en la jornada de ayer, de acompañar el boom cacerolero de Recoleta como corresponde. En una muestra más de su desprecio por la vida humana, estos grupos mafiosos armaron, en exacta réplica de los eventos de 2001, una oleada de rumores respecto a la inminencia de saqueos generalizados, que culminaron de hecho en el sitio a un local de la cadena Wall Mart por bandas de desocupados.

Según pasaban las horas, el rumor cobraba fuerza: «la policía no los puede parar», decían los comerciantes, arma en mano, todavía bajo los efectos de la traumática experiencia de seis años atrás. En Lomas de Zamora, La Matanza y el sur de la Capital, la gente, acicateada por la cobertura mediática de América y Canal Nueve -ambos canales, propiedad del empresario Francisco de Narváez, muy cercano al peronismo disidente y ex candidato a gobernador por el derechista PRO- se preparaba para lo peor. El gobernador Scioli, alertado de esta maniobra, movilizó a todas las fuerzas de seguridad. Lo mismo hizo el Ministerio del Interior. En pocos minutos, había una camioneta de la policía, federal o bonaerense, en casi cada esquina. Y, aunque finalmente nada sucedió, para las seis de la tarde todos los comercios estaban cerrando, con sus dueños, armados, adentro.

Mientras tanto, en la otra punta de la ciudad, Cristina Fernández había comenzado su discurso. Defendiendo su gestión. Defendiendo las instituciones. Convocando al diálogo, pero condicionando su posibilidad al cese de los piquetes. En un tono por momentos didáctico, por momentos emotivo, Cristina señaló que no podía negociar con una pistola en la cabeza. Cuando terminó su exposición, dos de las cuatro entidades agrarias, Sociedad Rural Argentina y CONINAGRO, que habían anunciado horas antes su voluntad de negociar, consideraron positiva la medida, y razonable el pedido. Las otras dos, Federación Agraria Argentina y Confederaciones Rurales Argentinas, convocaron a asambleas en todo el país para decidir el curso a seguir. Por el tono general de sus dirigentes, puede esperarse una tregua de 48 horas que habilite al diálogo.

Hasta aquí, las noticias eran, digamos, relativamente buenas. Después, se podrá discutir el equilibrio entre política de cámaras -hacia la gente- y de antecámaras -esto es, las negociaciones y mediaciones que todos negaban conducir, pero que evidentemente hicieron-. Pero entonces, sin alterar mucho el resultado, llegó el dato de color -pardo, claro está-. Nuevamente se batieron cacerolas en los barrios más pudientes de la Capital. Los opositores citadinos, esta vez, ya no salían a apoyar a un campo que aceptaba negociar con el gobierno, en aras de aguas más calmas. Salían, más que nada, a rechazar, por enésima ocasión, el veredicto de las urnas. Esta vez, como para que quedara todavía más claro el componente antiperonista, visceral y racista de la movilización, a los coquetos carteles de «Estoy con el campo», los batidores de una batalla inexistente agregaron otros más explícitos. «Videla volvé», pude leer en uno de ellos. Es una pena, pero no sorprende, que el trotskista Partido Obrero (PO), se colgara en medio de esa turba maligna, pidiendo por la reforma agraria, cuando sus colegas de manifestación, poco interesados en la calidad de la compañía, estaban pidiendo en realidad el fin de las retenciones al agro. Para variar, la izquierda tradicional argentina mostró, una vez más y con toda claridad, no sólo su carácter funcional a la oligarquía más reaccionaria, o su nulo compromiso democrático, sino que, en el fondo, no entiende nada.

Volvamos a la dinámica de la (bizarra) protesta urbana. Bastaba escuchar las declaraciones de los «vecinos» autoconvocados para comprender, no sólo que lo que menos les importaba era el campo, sino que se trataba, ni más ni menos, de un rechazo a la política de derechos humanos del gobierno. Carrió, Macri y Pando eran los escasos referentes que mencionaban. Movilizados a la vez como antiperonistas y como defensores de los genocidas, habían mostrado, con una transparencia pocas veces vista, lo poco que vale el discurso «republicano», la «defensa de las instituciones» o cualquiera de las consignas de las fórmulas políticas que votaron, en la práctica concreta de sus creencias.

En suma, el gobierno parece haber encauzado el camino de la negociación con el sector agropecuario, sorteando -las horas que sigan serán decisivas en este sentido- la neta intencionalidad golpista de sus interlocutores. Pero lo que ha aflorado en estos días de piquetes y cacerolas es muy distinto del paisaje conocido. La polarización política que describí no fue causada por la protesta agropecuaria: al contrario, la protesta misma puede verse como un resultado de la polarización. En su método violento, en los piquetes por tiempo indefinido, en el intento -parcialmente exitoso- de desabastecer a las ciudades, aparecen los signos de un malestar que no explica la economía. Este no ha sido un conflicto más. La derecha ha mostrado como nunca su virulencia, su capacidad de convocatoria, su estado de movilización, etc. Han expresado con claridad imborrable su rechazo a la modernización, su repudio a la política social, al ejercicio de una justicia para todos, a los ideales democráticos. La República, ha quedado en claro, es su refugio discursivo: las instituciones no pueden interesarles menos.

Ahora sabemos, sin lugar a dudas, que vivimos en un país dividido como pocas veces, desbordante de violencia contenida, repleto de odio sectario. Los cambios que sigan serán resultado de la sabiduría del gobierno a la hora de evaluar el terreno, de encontrar aliados, de reconstruir un campo progresista que vaya mucho más allá del peronismo, venciendo los prejuicios, para seguir viviendo en democracia. Para que no nos gane la violencia.

 

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