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Radiografía del conflicto

Fuentes: Rebelión

«Para el gobierno el conflicto era inevitable. Cometió muchos errores, pero el hecho de haber asumido el conflicto, constituye su grandeza». Así expresaba Franz Hinkelammert refiriéndose al gobierno de la Unidad Popular, cuando el golpe de Estado, orquestado por la CIA, destruía la democracia y el Estado de derecho y, en nombre de ellos, instauraba […]

«Para el gobierno el conflicto era inevitable. Cometió muchos errores, pero el hecho de haber asumido el conflicto, constituye su grandeza». Así expresaba Franz Hinkelammert refiriéndose al gobierno de la Unidad Popular, cuando el golpe de Estado, orquestado por la CIA, destruía la democracia y el Estado de derecho y, en nombre de ellos, instauraba un régimen de terror (que fue el adoptado en nuestro país para destruir el Estado e imponer, vía «vuelta a la democracia», un modelo pensado para «desarrollar» nuestro subdesarrollo). La «operación quirúrgica»: «cortar de raíz el cáncer del comunismo», consistía en «extirpar» todo proyecto de liberación, a sangre y fuego, para reordenar nuestras sociedades en torno al «american way of life»; de modo que, sin necesidad de intervenirnos después, seamos nosotros mismos quienes realicemos los deseos de los gringos, del modo más eficiente posible. Para Allende y la Unidad Popular el conflicto era inevitable. Si no lo asumía, probablemente habría sobrevivido a su periodo de gobierno, pero al precio de haber renunciado a transformar su propio país: la redistribución de la riqueza significaba tocar los intereses de la burguesía (que ve en eso un atentado a su vida, cuando en realidad no es más que un recorte a sus excesivos apetitos). Se habría esterilizado a sí mismo en el reformismo y habría quedado en la anécdota como otro gobierno más que prometió lo que no supo cumplir. Al asumir el conflicto (que representa cumplir lo prometido), arriesgó su propia muerte; pero al hacerlo entró en la historia de liberación de nuestros pueblos y se quedó como referente inevitable de todo proceso de liberación. Es decir, no murió. Porque la experiencia del socialismo democrático de Allende es lo que vive a través del asesinato de un pueblo valiente que, en su memoria, resucita la esperanza de nuestros pueblos de construir una patria más justa y digna. Una posibilidad que nunca ha desmayado, porque es una utopía que nunca ha fracasado. Sino siempre intentaron destruirla; como ahora intentan en Bolivia.

El caso boliviano pasa por los mismos riesgos. Recomponer un país destruido por la injerencia externa, producir relaciones económicas y políticas más justas y dignas, pasaba necesariamente por afectar a los beneficiarios de la exclusión y la miseria crónica de nuestro pueblo. El conflicto se hizo inevitable y el asumirlo estableció la diferencia entre quién miente y quién dice la verdad. Si siempre se promete pan al pueblo pero nunca se lo cumple, entonces eso demuestra que ese acto simple no es nada simple; asegurar el pan para todos es remover toda una forma de vida que se sujeta no sólo en instituciones objetivas sino hasta en la propia conciencia social, es decir, en la subjetividad de esta sociedad. Porque es una forma de vida que se sostiene precisamente en el «no dar». Individualismo hecho credo, falsa vinculación que no une, sino que excluye: Compito ergo existo; o sea: Yo soy si tú No eres; es decir: Yo vivo si tú No vives. Entonces se entiende que este individuo (el individualismo hecho razón de vida de una sociedad que se mueve en torno al afán de riqueza) vea en los derechos de los demás un atentado a sus derechos. El «no dar» constituye su seguridad; es decir, su desarrollo consiste en el no desarrollo del resto: excluyendo y sometiendo al resto es como goza de los beneficios que reclama para ser lo que quiere ser. Esto es lo que también constituye su condición colonial. Porque redistribuir los ingresos y las oportunidades es tanto como destapar la ignorancia y la incapacidad de las elites oligárquicas; más aun, es descubrir su postizo y hueco rol dirigencial. Es desmontar la mentira y descubrir la verdad.

Desde un enfoque más bien ecuánime se podría decir: este gobierno sólo ha estado cumpliendo todo lo que los gobiernos anteriores han prometido, pero nunca tuvieron la voluntad de cumplir (prométele todo al pueblo, pero guay de que le cumplas algo). Porque cumplir significa hurgar la mugre, y es mejor no tocar la mugre porque así se destapa todo. Por eso la oligarquía ofrece todo, porque así hace política: tapa bocas con promesas que se lleva el viento (y con él las riquezas). El pecado consistía en cumplir las promesas. Es lo que la oligarquía boliviana (sobre todo la cruceña, la más beneficiada, después de las transnacionales, del robo de nuestras riquezas, en el periodo neoliberal) no le perdona a Evo Morales. Porque eso demuestra que las promesas sí pueden cumplirse. Entonces se destapa la mugre: el mentiroso se descubre en su mentira y el asesino aparece como lo que es. Descubierto, trata de ocultarse, siempre, en la mentira, por eso manda a sus esbirros a acabar con la verdad.

El error necesita de la verdad, por eso parte de ella. Pero la mentira no puede convivir con la verdad: la mentira es la negación absoluta de la verdad. Por eso la lógica del asesino (cuando se hace con el poder) consiste en encubrir constantemente la verdad, por eso acude a la ley, porque esta santifica su proceder y le permite hacer lo que quiere. El esclavo nunca pudo acudir a la ley, porque la ley no lo protegía. Por eso produce revoluciones, para transformar la ley. Pero el asesino se ampara en la ley. Porque la ley lo protege, porque ha sido hecha por él. Por eso es idólatra de la ley: tocarle la ley es tocar a su ídolo. Por eso opta por la Matonomía (autonomía), para que su costumbre siga siendo ley. La soberbia proviene del idólatra: al poner la ley por sobre la vida de los demás, se pone a sí mismo como dios. Por eso, aunque es minoría, no se somete; aunque la mayoría sean todos, sólo le interesa sus deseos; él se vuelve juez de sí mismo, así pierde sentido de realidad: si no reconoce autoridad alguna entonces no reconoce culpa alguna; para asegurar sus derechos es capaz de acabar con todos; pero al hacerlo, acaba consigo mismo, porque acaba con la misma sociedad que dice defender. Pero eso no le preocupa, porque su afán de poseerlo todo le nubla la posibilidad de estimar las consecuencias de todo aquello. Por eso escupe altanería y soberbia: exige perdón el asesino, disculpas el agresor. Por eso los prefectos fascistas quieren ver al Evo de rodillas, porque cada palabra del indio les desenmascara. Por eso el asesino y el agresor se amparan en la mentira y, desde allí, persiguen la verdad para asesinarla.

El conflicto proviene de su resistencia a cambiar, de su resistencia a reconocer la humanidad del Otro: yo soy si Tú eres; yo vivo si Tú vives. Pero el egoísmo del individualismo piensa todo lo contrario; concibe la vida de los demás como amenaza a su vida, por eso busca a sus iguales y forma con ellos comparsas y logias, enjaulando su libertad con el dinero que posee. El dinero le hace libre y es la marca que tiene en la frente para reconocer a sus semejantes; pero ni entre sus semejantes se siente seguro, porque su afán competitivo (acaparador) le hace desconfiar de todos, menos de aquello ante lo cual es todo un devoto y muestra la piedad fetichista que, en el fondo, sostiene su forma de vida: no confía en la humanidad, confía en el dinero. Si se pone él mismo como dios, no cree en Dios, entonces, ¿cómo va a creer en el ser humano?; por eso prefiere creer en las cosas, en el dinero que compra las cosas que se le antoja, por eso es fetichista, porque pone a la cosa, el dinero, en lugar de Dios. Por eso su desprecio a la vida de los demás es coherente con la lógica que le mueve en su vida diaria: ganar no tiene límites y todos se convierten en un medio para que él gane siempre más, por eso no tiene conmiseración al explotar a los demás, sobre todo si son indios. Pero el fin que persigue no es ni siquiera él mismo sino la ganancia. Toda relación humana se convierte en relación mercantil, de modo que todo se mide de acuerdo al beneficio lucrativo; hasta la amistad, la paternidad o el amor se convierten en inversión de capital, de satisfacción y consumo; lo que es peor, todo este desbarajuste aparece como lo «racional en sí», porque todo acto «racional» ha sido, previamente, reducido a la eficiencia y a la utilidad. Si es eficiente matar gente para que viva este individuo, entonces, es un acto «racional» que este individuo persiga, patee, escupa y acabe con aquellos que se oponen a su «libre» acción de hacer lo que le de la gana.

Pero el conflicto también aparece en el individuo que se define socialmente como «clase media». Porque si este aspira a estar entre los grandes, él mismo se ofrece a defender a los grandes y aplastar a los de abajo. La sociedad que defiende este individuo se desnuda como lo que realmente es y, cuando opone resistencia a su recomposición estructural, muestra su grado de dependencia: el débil siempre se apoya en el fuerte. La debilidad de la clase media consiste en su dependencia; como aspira siempre a los privilegios, apuesta siempre a descargar en los pobres el precio de todos sus antojos. Entonces, la estabilidad de una sociedad así, se produce sometiendo al pueblo, empobreciéndolo lo suficiente (que nunca es demasiado) para sostener los ingresos de poderosos y subalternos: oligarquía y clase media. Esto muestra el carácter conservador de la clase media, que es, en definitiva, el sostén legitimatorio de la oligarquía.

Se trata entonces de un conflicto cualitativo. La clase media se incluye en el discurso de la oligarquía, porque persigue ella misma ser eso; y se apoya en el dogma que le proporciona estatuto de superioridad: el racismo. De este modo se diferencia del resto y sobre esta diferencia construye sus aspiraciones. Ella es la reserva de reclutamiento que posee la oligarquía a la hora de aparecer el conflicto (el precio para ser relevo de la clase dominante es mantener el sistema intacto, y es la que, en nombre de la «ley», «democracia», «libertad», etc., garantiza, en definitiva, la conservación del sistema). Entonces la oposición se hace evidente y la mediocracia se las ingenia para encubrir la naturaleza del conflicto; por eso opone sociedad contra gobierno, cuando se trata, en realidad, de la oligarquía contra el pueblo (y contra el gobierno del pueblo). La fabricación del oponente es fundamental (el gobierno es indio y los indios son revanchistas) para que se constituyan oligarquía y clase media en bloque. El oligarca se apropia del demos de la democracia y se presenta a sí mismo como pueblo, y reúne en torno a él a todos sus reclutados, para que defiendan sus intereses que, previa manipulación mediática, aparece como el «interés general» (por eso no es raro que gente sin propiedad alguna se preocupe por la supuesta y falsa confiscación de la propiedad privada, el absurdo que significa escuchar a un empleado que hace suyas las cuitas del latifundista). Entonces acude al imaginario de sus subalternos y les señala el enemigo: el indio; operación que enciende su racismo guardado y constituye un esbirro con sed de venganza. La condición colonial se actualiza: para ser como el blanco tenemos que eliminar al indio que tenemos dentro. El desprecio de saber lo que uno es, en el fondo, se escupe entonces contra el que recuerda aquel origen. El desprecio al presidente indio que siente este individuo es desprecio a sí mismo, porque este presidente le recuerda, en definitiva, lo que es.

Si el racismo constituye el sedimento de esta subjetividad, el afán de riqueza constituye el núcleo de sus aspiraciones. Su odio a los pobres es, de ese modo, coherente con su lógica: es más rico cuanto más pobres haya; es decir, la riqueza es medible por la cantidad de pobreza que produce. Inequidad que, una vez racializada, naturaliza la pobreza, y el aspirante a rico puede dormir tranquilo: los pobres son lo que son porque son «inferiores». En el fondo, es el racismo el que produce la naturalización de las desigualdades sociales y económicas, no sólo como el instrumento idóneo de clasificación social sino como eje legitimador de relaciones de dominación. Pero la dominación moderno-colonial no es abstracta, su especificidad es económica, es decir, su dominación consiste en «privar» a los demás de los medios de subsistencia y, con ello, producir más miseria para generar más riqueza. Sólo produciendo miserables, el capital puede contar con trabajo cautivo para desarrollarse al infinito; ilusión que exagera irracionalmente el neoliberalismo, porque este sólo sabe (parafraseando a Marx) globalizar todo socavando las dos únicas fuentes de riqueza: el trabajo humano y la naturaleza (por eso condena a la miseria al 80% del planeta y anula, explotando irracionalmente, la capacidad reproductiva de la naturaleza). De ese modo se desnuda esa lógica que dirige el afán de riqueza, lógica del asesino y del ladrón, que hurta para sí la potestad de las leyes y, de ese modo, santifica su forma de vida: ya no necesita robar. Al imponer su ley, lava su fortuna mal habida y lava su conciencia: el pecado se vuelve virtud y el mal se transforma en bien. La inversión trastorna todo: «Si el rico habla, todos le aplauden; aunque diga necedades le dan la razón. Pero si el pobre habla le insultan; hablará con discreción y nadie le reconocerá. Habla el rico y todos callan. Pero habla el pobre y dicen: ¿quién es este? Y si se propasa, todos se le echan encima» (Eclesiástico 13:26-29).

La grandeza consiste entonces en defender a los pobres, porque no hay quién los defienda; y frente a la ley, son sólo el sacrificio necesario que necesita esta para mostrarse magnánima y poderosa. Se trata de defender a las víctimas y hacerle frente a los poderosos. Es David contra Goliat. Es Espartaco contra el imperio romano. Son quinientos años que se acumulan en la soberbia de los poderosos. El conflicto se produce al destapar lo podrido que está una sociedad que se sostiene gracias al racismo, la discriminación, la injusticia, la desigualdad, la exclusión, etc. Una sociedad así, sólo puede mirarse al espejo con los ojos cerrados (estética que realizan los medios) y creer en lo que le hacen creer. Es una sociedad que recurre a los calmantes (cosas que su dinero adquiere para tapar su hueca existencia) para olvidar su enfermedad crónica, que deposita en el maquillaje su afán de verse bien; por eso se vuelve adicta, porque en su putrefacción le gusta vivir de ilusiones y no encarar su realidad. Por eso se resiste a asumir lo que, en verdad, es; prefiere mentirse a renunciar a la forma de vida a la que le han acostumbrado, en la cual se ha de-formado. Por eso no escucha, y sólo escupe odio cuando se le muestra que es su forma de vida la que le produce la enfermedad y el desequilibrio. Necesita de voluntad para cambiar, pero es ella misma la que se resiste; si la adicción puede más que la voluntad, entonces persigue su propia muerte: creyendo ser libre y no someterse a nadie, acaba siendo esclava de sus propias pasiones (las que, en definitiva, le nublan toda opción racional).

Es la sociedad criollo-mestiza boliviana (oligarquía y clase media). Amparada ahora por sus damas de honor: la embajada gringa y la mediocracia, autóctona y foránea. Estas le dicen lo que ella quiere oír, por eso encuentra en sus faldas el lugar de sus certidumbres huecas, que sólo se amparan en la altanería y el desprecio al indio. Su desprecio por la nueva Constitución es desprecio por aquellos que la realizaron. Frente a este su «enemigo declarado» se aglutina una sociedad enferma y escupe a este sus improperios. Por eso señala en el Otro sus propios prejuicios: la sed de venganza le corresponde a ella, porque no tolera que el oprimido haya levantado la voz, que el pongo haya hecho una constitución, que el indio sea gobierno. Es ella la que precisa educarse para emanciparse de sus taras y sus prejuicios. La ignorancia no proviene de aquellos que fueron privados de educación sino del sector que, supuestamente culto, muestra la barbarie que produce su de-formación; porque una superioridad afirmada sobre la discriminación y la negación del Otro (en este caso el indio y el pobre), sólo puede ser expuesta por la fuerza y jamás por la razón (eso es lo que encubre su cultura citadina).

Para la clase media, el conflicto es violencia que recae sobre ella. Es lo que le hacen creer y es lo que quiere creer. Por eso culpa de la violencia al Evo y quiere ver en el pasado el paraíso al que quisiera volver; «antes vivíamos sin odios ni rencores» dice y, al hacerlo, justifica las dictaduras y el neoliberalismo (que produjo además su propia merma económica). Cree ser el sostén de la economía por los impuestos que paga; cuando ese mismo argumento debiera servirle para enjuiciar a una oligarquía que siempre vivió hipotecando al país con sus deudas, haciendo de ellas deuda pública (pagada también por la clase media). Pero ni siquiera es capaz de admitir que son los excluidos de la economía quienes, en definitiva, le sostienen; porque es la privación y el sometimiento de las grandes mayorías lo que permite que exista un sector medio articulado a la reproducción del capital privado; que su educación es posible por la marginación de otros a la educación; que los lujos que se brinda son privaciones y miseria en otros, porque una economía desigual, sobre todo cuando es dependiente y subdesarrollada, sólo puede calmar el apetito exigente de los pocos a costa de los muchos. Quiere vivir como se vive en el primer mundo, por eso trabaja para los poderosos, siendo parte funcional de una extracción inaudita de riqueza, que priva a todo un país de la posibilidad de alimentar de un modo justo a todos sus hijos. Cuanto más asciende en la escala social, más aumentan sus deseos, y más la posibilidad de empobrecimiento de su propio país. Por eso comienza a ver en el exterior la medida de sus aspiraciones. Y toda la de-formación que recibe, maniobra un desprecio elocuente por lo que le rodea: la pobreza, de la cual es cómplice.

Por eso resulta paradójico que, mientras el pueblo se alfabetiza, la clase media (Universidad pública y privada) salga a patear, escupir y matar (como en Cochabamba, Sucre y Santa Cruz). Esa es la constatación empírica de su de-formación. Por eso la «culta Charcas» escupía como llama, mientras cantaba: «el que no salta es llama», o sea, indio. Por eso en Santa Cruz y Cochabamba los «defensores de la democracia», aprendían a jugar béisbol golpeando cabezas de indios. Y ahora, en Santa Cruz, hacen de su Matonomía (autonomía) la medida del bien y del mal. Ya ni la Biblia (a la que manipulan a su antojo) es recurso para discernir el bien del mal sino sus estatutos matonómicos, para eso les basta su decálogo. Porque tienen además a la jerarquía eclesiástica (como es su costumbre) santificando, en nombre del crucificado, sus más entrañables principios. Actitud que mantiene la iglesia desde que es cristiandad. Necesita del poder, por eso hace un pacto diabólico. «Nadie puede servir a dos amos», pero la cristiandad apostó siempre por ello: predicó el reino de los cielos, pero justificó teológicamente el reino de este mundo. Por eso se instala en Roma y, desde allí, transforma una teología de liberación en una teología de dominación. Esa teología, entre otras cosas, es el apoyo moral que reciben los príncipes de este mundo para justificar todas sus acciones: opresión y dominación. Entonces la inversión se produce: predican el cielo pero producen el infierno. Por eso no es raro que los matonomistas acudan incluso a la doctrina social de la iglesia: el sujeto es anterior al Estado. Porque este sujeto no es el ser humano sino el sujeto burgués, y la determinación fundamental de este sujeto es la propiedad privada; por eso la lectura correcta de la sentencia es: la propiedad privada es anterior al Estado. Pero con eso la iglesia no hace otra cosa que desmentir a la propia doctrina cristiana, porque hasta Santo Tomas la propiedad privada no era sino institución positiva, o sea, histórica, o sea, humana. No divina. Es más, si la iglesia fuese fiel con el libro sagrado tendría que condenar toda forma de propiedad privada, pues hasta la comunidad apostólica se regía por la propiedad común de los bienes: «Perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración; y todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común; pues vendían sus haciendas y posesiones y las distribuían entre todos según la necesidad de cada uno», (Hechos 2:42-45). Forma de vida que realizaron (o sea, hicieron posible) jesuitas y guaraníes en las Reducciones. Mientras los jesuitas fueron los educadores de Europa, casi por dos siglos, propagaron este ideal como la utopía de una sociedad acorde al espíritu cristiano. El socialismo utópico tiene ese origen, de modo que el socialismo científico aparece como nieto de la forma de vida que practicaban jesuitas y guaraníes en el Nuevo Mundo (cuando expulsan del Nuevo Mundo a los jesuitas en 1767, por presión de España y Portugal, y acaban con las Reducciones, el obispo enviado por Roma critica esa forma de vida y asegura: «he oído de semejantes y disparatadas ideas en algunos radicales»; a lo cual replicaba un jesuita: «pero si era la forma de vida de los primeros apóstoles»).

Es la misma arenga que se escucha en nuestros cardenales o monseñores. Por eso, para aplacar la violencia se dirigen al gobierno, pero bendicen diariamente las agresiones que promueve la oligarquía cruceña (no en vano el alto mando eclesial boliviano se instala en Santa cruz). Se reproduce la situación chilena del 73. Pues fue la jerarquía eclesiástica la que bendijo el golpe de Estado; preparando además, todo ese año, la religiosidad de los creyentes para que consintieran el golpe como una «obra de paz», un sacrificio que se le hacía a Dios para «restablecer el orden» y, otra vez, «la democracia». Se trata de una iglesia que justifica el orden y congrega a su rebaño para defenderlo, o sea, llama a una nueva «cruzada» (como hacía cierta iglesia en Sucre, que arengaba contra la Constituyente y ofrecía sus instalaciones como trinchera de lucha; pero en octubre de 2003 no permitió la instalación de un solo piquete de huelga contra la masacre neoliberal de Sánchez de Losada, porque aseguraban que la iglesia estaba al margen de la política). Si la iglesia ha reconocido los valores de la sociedad burguesa como sus valores, entonces el cuestionamiento de estos resulta, para ella, un cuestionamiento a su divinidad misma. Ha secularizado a Dios, y su reino lo ha identificado con la sociedad burguesa; de modo que ha fetichizado el orden actual y se postra ante este como ante un ídolo (hechura de manos de hombres, que «tienen ojos y no ven, tienen oídos y no escuchan», por eso nunca escuchan al pueblo, ni ven los sufrimientos que padece). Por eso predican el «desarme espiritual», porque eso significa dejar las cosas como está, que el poderoso siga explotando y sometiendo, y que esta sociedad siga viviendo en el autoengaño, creyendo hacer el bien cuando reproduce el mal, justificando un orden que le «priva» al prójimo de lo elemental de la vida: trabajo, salud, educación, cultura.

La especificidad de la propiedad privada consiste precisamente en «privar» a los demás de propiedad. Si no hay regulación de esta, entonces se produce la muerte del prójimo («me quitas la vida cuando me quitas los medios con los cuales vivo», Shakespeare dixit). Cosa que la iglesia no admite; porque al reconocer al sujeto anterior al Estado no está dispuesta a admitir al ser humano anterior a la propiedad privada; de lo contrario, tendría que admitir un sujeto con necesidades, vulnerable, que justificaría un Estado que haga suya la defensa de los pobres, frente a los ricos. Lo cual le posibilitaría una nueva y más adecuada lectura del evangelio. Pero su pacto diabólico, con el reino de este mundo, le impide revisar sus dogmas, que pone por encima del mismo texto que considera sagrado. En el día del juicio, dice el Mesías, el criterio de la resurrección no será la cantidad de padrenuestros o avemarías que hayan hecho sino les dirá: «Apartaos de mi malditos. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me alojasteis; estuve desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. Entonces ellos responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o enfermo, o en prisión, y no te socorrimos? Él les contestará diciendo: en verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de mis hermanos menores, conmigo dejasteis de hacerlo» (Mateo 25:41-46). Los hermanos menores son siempre los pobres, por eso las bienaventuranzas se dan a los pobres: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios», y a los ricos les dice: «¡Ay de vosotros, ricos, que tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros que ahora reís, porque lamentareis y llorareis!» (Lucas 6:24-25). La palabra es obra de justicia, y lo que está describiendo el Mesías es que no hay crimen impune, que el robo del trabajo ajeno (lo que produce riqueza en unos pocos y pobreza en los muchos) acaba por maldecir la vida misma de quien provoca este desajuste. Si el Mesías es el camino, la verdad y la vida, entonces la iglesia debiera, como imperativo, deducir una política y una economía acorde con ese espíritu. Pero una iglesia pactada con el poder produce totalmente lo contrario.

Justificando el orden vigente, ya no apuesta por el cielo que proclama, por eso lo arroja más allá de la vida (lo vuelve imposible de realización); así ya no reivindica la vida del Mesías sino sólo su muerte: ya no importa cómo vivió sino cómo murió. Se transforma en una iglesia de la muerte y predica la muerte. Así fue la cristiandad medieval. La actual ya no necesita recurrir a una cultura apocalíptica de la muerte, porque el relativismo (que es la secularización del politeísmo griego y romano) y la moral modernas, le otorgan la apatía y la indolencia necesaria (que interpreta como paz espiritual) para lidiar con el infierno que ha ayudado a crear. Cada misa que realiza festeja, de este modo, la muerte del prójimo; porque el sacrificio ofrecido a su Dios no es otra cosa que lo robado a los pobres, que es lo que el rico lleva a su iglesia, a comulgar con los suyos; una fiesta donde se festeja la privación de los demás, la muerte del prójimo: «Mata al prójimo quien le priva de la subsistencia, y derrama sangre el que retiene el salario del jornalero» (Eclesiástico 34:26-27).

Por eso Santiago no es nada complaciente: «Y vosotros los ricos, llorad a gritos por las desventuras que os van a sobrevenir. Vuestra riqueza está podrida… El jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros clama, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor… Habéis condenado al justo, le habéis dado muerte sin que él os resistiera» (Santiago 5:1-6). Sin duda también Santiago sería llamado violento por la jerarquía eclesiástica actual. Pero de allí viene la tradición profética que, por acá, la continuó el padre Luís Espinal y fue también el justo condenado que, por defender a los humildes, se enfrentó al orden que hoy defiende la iglesia. Es el mundo que aborrece a los profetas y que aborreció al Mesías: «Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a vosotros» (Juan 15:18). Ese mundo por aquel entonces era el imperio romano, ahora es el imperio gringo; adonde van a buscar refugio los asesinos, como Sánchez de Losada, o a recibir instrucciones quienes prefieren ver destruido su país que verlo libre, como los prefectos de la media luna. Es el reino de este mundo que tiene a sus ejércitos para acabar con los insurrectos, tiene a las oligarquías nacionales para gestionar sus intereses, tiene a los grandes medios de comunicación para manipular a la opinión pública y aglutinarla en torno a sus apetitos, y tiene a las iglesias para justificar teológicamente su orden. La acumulación de sangre humana en capital necesita una absolución extraordinaria y esta la otorga una teología que trasforma el mal en bien y el bien en mal.

Una teología de dominación justifica siempre la violencia de la dominación; ya no dice «en el principio era la palabra», sino «en el principio era la paz», que no es más que guerra disfrazada. La guerra suspende toda ética, la vuelve ridícula, de modo que la razón se convierte en razón de guerra, estratégica, racionalidad instrumental, medio-fin, lógica costo-beneficio; la política (secularización moderna de la teología medieval) se vuelve «la guerra continuada por otros medios». La injusticia, la desigualdad, la opresión, etc., son guerras disfrazadas contra la propia humanidad y también contra la naturaleza. Se trata de, como expresa el Salmo 73: «la paz de los impíos». Porque «no hay para ellos tormentos; están sanos y rollizos». Porque los impíos «no tienen parte en las humanas aflicciones y no son atribulados como los otros hombres», por eso son soberbios y la soberbia «los ciñe como collar, y los cubre la violencia como vestido… Motejan y haban malignamente, y altaneramente declaran sus propósitos perversos». Así producen la violencia que le increpan al Otro: «Por eso el pueblo se vuelve tras ellos».

Una teología de dominación tiene necesariamente que invertir todo en nombre del espíritu que proclama. Pero ese espíritu resulta ya de la inversión producida: ya no es el espíritu santo (el Ruaj haKodesh) sino el espíritu burgués, que es la contraseña que le permite a la iglesia entrar a ser parte del orden burgués, del reino de este mundo. Donde el asesino inventa su propia ley (amparada en su carácter ahora divino, santificada por la iglesia), de la cual él mismo es criterio legal; el asesino de cuello blanco cubre entonces sus desechos, como los gatos, mediante leyes. Es el paso del simple matonaje a la mafia organizada; si antes mataba él mismo, ahora mata sin mancharse las manos. Pero si su ley se pone en cuestión, entonces regresa a lo que es. Por eso amenaza y persigue a las víctimas, porque ellas le recuerdan su origen; le muestran la mentira que sostiene su existencia. Ese descubrimiento le obliga a matar otra vez.

Y le obliga a regresar con los mismos actores. Mientras Bolivia se debatía en la guerra del pacífico, Gabriel René Moreno (el intelectual cruceño al servicio de la oligarquía) y Aniceto Arce (el empresario sucrense beneficiado de la guerra contra su propio país), se paseaban en Santiago, en la capital del enemigo, por invitación del enemigo. Ahora, otros Morenos y Arces buscan afuera el apoyo para acabar con lo que siempre han despreciado: el indio que hay adentro. Ese es el fin que persigue su matonomía. No es de extrañar que el refugio de realistas y conservadores, Sucre, ahora sea el caldo de cultivo del racismo de la oligarquía cruceña (racismo cultivado, entre otros, por el «célebre patricio» camba Gabriel René Moreno). Desde allí se tejió el odio contra el indio de modo específico. Porque el odio contra el indio apareció explicitado como el odio contra el aymara. No importó tanto la traición de Pando en la guerra federal, porque era una traición entre iguales. Lo que no soportó la sociedad sucrense (y criolla en general) fue el levantamiento de Willka Zarate y su ejercito aymara. La capacidad de sobrevivencia y organización (pese a las paupérrimas e indigentes condiciones en que le condenó la república) de la nación aymara despertó en la sociedad criolla, no un sentimiento de admiración, sino de odio especifico contra aquel que se había levantado contra sus patrones. Si era posible soportar la «nobleza» incaica o la presencia «pintoresca» de los guaraníes (así los describe Moreno), porque su presencia era inofensiva para la cultura citadina, la presencia aymara nunca la dejó descansar tranquila. Golpeada ya la seguridad criollo-mestiza por los cercos aymaras de 1780, despertó el miedo que obligó a la oligarquía a buscar siempre su legitimidad afuera, haciéndose dependiente de los intereses foráneos, sin tener nunca la capacidad de congregar a sus propios explotados, de los cuales vivía, gracias al tributo obligado, y aun vive, porque son quienes le alimentan. Esta incapacidad, para no aparecer como lo que es, se fue cultivando como odio, en su de-formación cultural. Por eso no es raro que la insensatez y la demencia, que provoca el odio, aparezcan de modos elocuentes en Sucre, Cochabamba, Tarija, Santa Cruz, etc. Ello demuestra dónde está el verdadero atraso cultural y social.

Atraso que se manifiesta en el rechazo a ser gobernados por sus considerados pongos, atraso que muestra la verdadera cara de la democracia que defienden, democracia restringida para los patrones y sus caporales. Si la clase media muestra ahora su cara fascista, es porque manifiesta su conformación como espacio de disponibilidad social que necesita la oligarquía para preservar su orden. Y para aglutinarla no necesita interpelarla racionalmente sino sólo encender el sedimento irracional que la constituye en lo que es. Por eso la opinión pública se deja a merced del periodismo, que no sabe sino fragmentar la realidad en noticia y reducir lo que sucede en los estrechos y superficiales márgenes que le brinda su concepción instrumental de la comunicación. Un sector tan influenciado mediáticamente no atiende a razones, por eso cree ingenuamente en los eslóganes propios del anticomunismo gringo: que ahora los indios se comerán a los niños, que expropiará el Estado todos los bienes, que los hijos serán propiedad del partido, etc. Se dice que el gobierno no tiene la capacidad para ganarse a la clase media; pero esa afirmación es incompleta, porque no pregunta primero si la clase media está dispuesta a cambiar racionalmente; si no lo está, entonces todo intento racional es inútil. Si la clase media sostiene sus certidumbres no en ideas sino en eslóganes, entonces ni siquiera el gobierno más sabio e ilustrado podrá algo con un sector tan influenciado por la manipulación mediática. Pero a diferencia de la opción oligárquica, el pueblo siempre tendrá mayor perspectiva: ante la violencia amenazante siempre imaginará alternativas. El arrinconamiento es propio del que no imagina soluciones, del que propicia el enfrentamiento.

La apuesta de liberación del pueblo es interpelación para la sociedad. Es sacarla de su autismo y mostrarle como lo que ella es. El proceso de totalización de una sociedad se da en su negativa a escuchar la palabra interpeladora del Otro. Palabra que la saca de su seguridad y le remueve sus certidumbres, porque es enjuiciamiento de su propia inconciencia: «Pertenece a los que tienen hambre el pan que guardas, a los desnudos el manto que conservas en los cofres, al descalzo los zapatos que se pudren en la despensa, al pobre el dinero que atesoras. Cometes tanta injusticia como personas hay a quienes deberías ayudar» (San Basilio). Por eso los congregados en la sociedad citadina se niegan a escuchar y tratan, por todos los medios, de acallar esa voz, porque esa voz prende el remordimiento y le provoca mirarse al espejo como lo que realmente es. Por eso prefiere el falso halago y la conmiseración (hay que hacerle caricias al caballo para montarlo), la farándula, el «pan y circo» (así trata el poderoso a la plebe, que en eso se convierte una sociedad que ve en la farándula su ideal de vida). Por eso la pregunta no es si un gobierno tiene o no capacidad de ganarse a la clase media (que es básicamente el eje de identificación de toda la sociedad citadina), o si la radicalidad del pueblo debería bajar sus tonos. La pregunta es si este sector es posible de ser interpelado racionalmente.

En la lógica usual de la política, ganarse a la clase media significa ceder. Pero aquí ceder es ceder todo; porque sus reivindicaciones son sólo disfraces que está usando la oligarquía para imponer sus intereses. Se puede decir que la clase media fue siempre la beneficiada inmediata de todas las luchas populares (los incrementos salariales, la estabilidad laboral, el rechazo a la especulación y al alza de precios, sin contar la lucha por democracia, los derechos humanos y sociales); porque la estructura económica es social y todo beneficio repercute en el conjunto, es decir, la lucha de los pobres siempre acaba beneficiando a todos y, primero, a quienes el goteo de la distribución de ingresos les llega primero. Por eso la recuperación de los recursos y la nacionalización beneficia incluso a quienes se opusieron a ella y ahora consideran su dinero. Esa es la verdadera legitimidad que justificaba la «guerra del agua» y la «guerra del gas», porque en Cochabamba o en El Alto se luchaba por todos, para beneficiar a todos. Las reivindicaciones que ahora esgrime la clase media no son legítimas, porque estiman exclusivamente un beneficio particular (que, en definitiva, va siempre contra el pueblo). El discurso regionalista es atractivo pero mentiroso, porque es la oligarquía latifundista la que, de este modo, intenta justificar sus intereses como aspiración regional; mover la sede de los poderes es una artimaña para modificar el eje de la hegemonía india al sur conservador; la matonomía cívica ya evidenció que busca deshacer el país en pedazos sin relación alguna. Pero la clase media no ve esto, porque los medios no le muestran eso; pero sí le alimenta de prejuicios y le inventa mentiras para empeorar su sordera. Al apoyar a la oligarquía afirma su dependencia ante ella y pacta sus beneficios a costa, otra vez, del pueblo.

Revertir eso es una tarea de concientización, opción que los medios dificultan, pero que es el único modo de recuperar ese sector; si educación es emancipación, es porque es un proceso de liberación de los prejuicios y taras que una sociedad arrastra. Por eso la liberación es un proceso, no se da en un santiamén, es algo que se construye, desde el pueblo hacia todos aquellos que puedan ser congregados en torno a un horizonte de justicia y dignidad. Por eso la destrucción no es una opción que se plantee un proceso de liberación. La destrucción la promueve el que está acostumbrado a destruir. Un gobierno que asume el conflicto (que no es el poder, por eso lidia con el legislativo, el poder judicial, empresarios, ganaderos, terratenientes, medios, etc., que le impedirán efectuar las transformaciones) necesita construir las mediaciones para tener un pueblo organizado, una política de alianzas firme y duradera (para ir vaciando el bloque dominante de presencia real), de políticas de comunicación y coordinación para hacerle frente, sobre todo, a la mediocracia y a los grupos de poder. El poder originario radica en el pueblo y un gobierno sólo puede hacerle frente a la reacción fascista teniendo el apoyo del pueblo. Sin está legitimación no hay poder real. La nueva Constitución puede ser el motor de la participación popular; para eso se requiere un pueblo educado y crítico, sobre todo ante la manipulación mediática que hará, de hoy en adelante, todo lo posible para desprestigiar sus contenidos. Es sabido que habrá sectores que apostarán por un enfrentamiento (los prefectos y cívicos invocan al ejercito porque no cuentan con su pleno respaldo; a diferencia de Chile del 73, esa es una ventaja, como también el fracaso de la economía gringa y su pérdida hegemónica; pero eso no es garantía ante las demenciales salidas que busca Bush y sus aliados a la crisis que han generado); pero la sabiduría consiste no en llegar al enfrentamiento, sino en ganar sin llegar a este (desarmando al opresor se le quita sus únicas ventajas y, sin ellas, su soberbia se diluye); de modo que sea posible una comunidad de comunicación real, ya no un falso diálogo entre sordos y mudos, víctimas y cínicos, sino entre seres humanos, en condiciones de igualdad, de reparación y justicia. Perderá poder el opresor pero ganará en humanidad, perderá el rico en términos cuantitativos pero ganará cualitativamente, porque la explotación no puede ser ejemplo de vida. «Y Dios se hizo ser humano» quiere decir: todo ser humano es sagrado y todo acto de opresión es pecado. Si «la esclavitud de los hombres, es la gran pena del mundo», como dice José Martí, es porque, si de pecado hablamos, ese es el pecado estructural que cargamos.

Rafael Bautista S. es autor de «OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA» y «LA MEMORIA OBSTINADA» Editorial «Tercera Piel», La Paz, Bolivia r

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