Unos meses han bastado al gobierno de Enrique Peña Nieto y sus aliados, menos de un año, para demoler el entramado estatal que quedaba del otrora régimen revolucionario. Dos periodos ordinarios de sesiones del Congreso de la Unión y los extraordinarios que en las últimas semanas se han efectuado para aprobar la legislación secundaria en […]
Unos meses han bastado al gobierno de Enrique Peña Nieto y sus aliados, menos de un año, para demoler el entramado estatal que quedaba del otrora régimen revolucionario. Dos periodos ordinarios de sesiones del Congreso de la Unión y los extraordinarios que en las últimas semanas se han efectuado para aprobar la legislación secundaria en materia de telecomunicaciones y energía, han bastado para culminar radical y dramáticamente la sustitución del proyecto constitucional que México conoció desde el periodo revolucionario y que implicaba un Estado fuerte, rector en lo económico y tutelar de los derechos de la nación y los de las clases económicamente débiles.
Nada nuevo, si se toma en cuenta que es un proyecto largamente acariciado por la oligarquía mexicana y la plutonomía internacional (Chomsky), y que, después de importante avances en los gobiernos de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, se trabó en sus últimas etapas en los sexenios de Fox y Calderón. Finalmente, se ha transferido por completo al mercado la gestión de los recursos estratégicos, como el petróleo y la electricidad, que daban sustento a la noción misma del Estado rector, y la de las actividades económicas -de elevado impacto social- de más alta rentabilidad y perspectivas de desarrollo, como las telecomunicaciones. Y si bien en al aspecto económico se ha aplicado una casi total desregulación, el aparato gubernamental se ha visto fortalecido en su capacidad de control sobre la población común.
Pero la modificación radical de la estructura institucional es también la ruptura del pacto de dominación que por décadas se asoció en el país no sólo a una excepcional estabilidad política sino al crecimiento económico, también esfumado desde que las reformas neoliberales o estructurales comenzaron a aplicarse hace unos seis lustros. Se trataba de un pacto social en el que el Estado operaba, desde luego, como garante de las condiciones requeridas por el capital y su proceso de acumulación (propiedad privada, seguridad pública, infraestructura e inversión estatal, etc.), pero en el que las clases subalternas encontraban también mecanismos de defensa y un mínimo de bienestar social (sindicatos, derecho a la organización, protección al empleo, seguridad social, educación, etc.). Como se sabe, poco a poco y sexenio tras sexenio ese orden fue siendo socavado y paulatinamente desmontado hasta su virtual extinción, que presenciamos las presentes generaciones en los días que corren.
Es seguro que la próxima semana la Cámara de Diputados aprobará a través de la mayoría ya configurada (PRI, PAN, PVEM y Panal) las cuatro leyes secundarias de la reforma energética, que dejarán por completo en manos privadas los beneficios reales y potenciales del sector. Machaconamente, hasta el delirio, los defensores de tales iniciativas hacen girar su lógica en torno al argumento de que la apertura a la inversión privada y la «competencia» (muy pocos se atreven ya a calificarla como «libre») redundarán en beneficio de los consumidores con mejores precios y mayor calidad en los servicios. Pero ya sabemos que no es gratuito que tales adalides del consumidor se hayan opuesto, con no menor obstinación, a consultar formalmente a los ciudadanos, supuestos beneficiarios de la reforma.
A lo largo de este proceso lo que se ha afirmado no es sólo la existencia de un bloque compacto en los poderes públicos sometido a los intereses plutonómicos y dispuesto a sacarlos adelante al costo que sea (el mismo Gamboa Patrón coordinador priista en el Senado, lo reconoció). Más allá de ello, el hecho es también que se han diluido hasta su desaparición el mandato popular y la representación parlamentaria. El Congreso ha dejado de constituir en ningún sentido un órgano de representación de la sociedad y los ciudadanos en su pluralidad, mutando en mero aparato de gestión de tales intereses.
La entronización de la oligarquía y sus servidores políticos tiene no sólo las ya sabidas consecuencias económicas sobre la población sino sobre la forma y ejercicio del poder político. Una modalidad radicalmente desreguladora en la esfera económica como la que presenciamos y padecemos no puede implantarse sin una fuerte carga de autoritarismo sobre la sociedad y sus sectores organizados. Hace tiempo, en un antiguo ensayo escrito en los albores de la era neoliberal, lo planteaba el politólogo argentino Atilio Borón: la «mano invisible» que según Smith conduce, a través del egoísmo y los engranajes del mercado, al bienestar de todos, se transforma en esta nueva era en el puño de hierro que contiene y oprime a los ciudadanos y sus organizaciones.
No es gratuita, entonces, ni está desvinculada del proceso de reformismo económico, la exacerbación autoritaria de esta última etapa, que se enfila contra las expresiones de autonomía, las organizaciones sociales insumisas y aun contra los ciudadanos comunes en lo individual. Lo mismo la legislación de telecomunicaciones incluye nuevas atribuciones a indeterminadas autoridades para intervenir en llamadas y mensajes de cualquier persona, que pone límites legales a los de por sí precarios esfuerzos de radiocomunicación comunitaria y permite el crecimiento de los monopolios casi sin límite en el sector.
El mismo autoritarismo envuelve acciones como la detención y prisión del médico José Manuel Mireles, fundador y dirigente de los grupos de autodefensa de Michoacán, y el único de sus líderes renuente a integrarse a los cuerpos rurales artificialmente constituidos para someterlos a la autoridad del gobierno nacional. Un movimiento pujante e independiente ha sido combatido con la división, la corrupción y el encuadramiento oficial por haber exhibido desde 2013 la incapacidad del Estado para otorgar garantías a la población y la corrupción de muchas autoridades con la delincuencia organizada.
En Puebla, Quintana Roo y otras entidades, el autoritarismo ha parido leyes represivas contra el derecho a la manifestación ciudadana. La bien conocida, en el primero de los Estados mencionados, como Ley Bala, promovida por el gobernador Rafael Moreno Valle, ha cobrado ya sus primeras víctimas, entre ellas una fatal, el niño José Luis Tehuatlie Tamayo, muerto por la policía estatal en el poblado de Chalchihuapan.
En Sonora, las amenazas se ciernen contra el pueblo yaqui que se defiende tenazmente por medios legales y la movilización contra el robo del agua, que necesita para mantener viva su agricultura, en beneficio de un puñado de grandes empresas industriales de origen transnacional.
Aquí y allá, por todo el territorio nacional, la disputa por la tierra y los recursos naturales se agudiza ante el avance de grandes empresas mineras (canadienses y de otras nacionalidades, pero también mexicanas) sobre inmensos territorios de exploración y explotación, la apropiación particular de playas y esteros, y la concesión unilateral o venta de los recursos naturales a capitalistas y empresas privadas.
Las reformas llamada estructurales, cuyos alcances últimos difícilmente podemos percibir ahora, no son ni serán meramente nuevas formas de gestión estatal o capitalista sobre determinados recursos o empresas sino los nuevos linderos en la relación Estado-sociedad civil y los signos de una nueva era de la historia del país, marcada por el avasallamiento capitalista, pero también por las luchas sociales resistencia que ya se expresan por doquier.
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