Tanto la Presidencia de la República como la Secretaría de Hacienda han anunciado ya que el 8 de septiembre enviarán al Congreso su propuesta de reforma fiscal. Es sabido desde el inicio que esta iniciativa se encuentra estrechamente vinculada con la reforma que pretende abrir aún más el sector energético a la inversión privada, pues […]
Tanto la Presidencia de la República como la Secretaría de Hacienda han anunciado ya que el 8 de septiembre enviarán al Congreso su propuesta de reforma fiscal. Es sabido desde el inicio que esta iniciativa se encuentra estrechamente vinculada con la reforma que pretende abrir aún más el sector energético a la inversión privada, pues se buscará compensar con nuevos o mayores impuestos los ingresos fiscales hoy provenientes de la renta petrolera -que cubren nada menos que el 37 por ciento del presupuesto- que se convertirían en ganancias de las empresas transnacionales.
Pero ese mismo día se realizará la concentración convocada por Andrés Manuel López Obrador para oponerse, justamente a la reforma energética iniciada por Peña Nieto y que será, seguramente, sólo la primera de una serie de movilizaciones con ese propósito. Y estas manifestaciones coincidirán, si antes no se resuelve el tema de la llamada reforma educativa, con las movilizaciones que el magisterio adherido a la CNTE mantiene en rechazo a la iniciativa correspondiente. Por su parte, el Sindicato Mexicano de Electricistas ha reactivado también su movimiento, a veces en coordinación con la propia CNTE, otras con un emergente movimiento de usuarios de electricidad contra las altas tarifas, en demanda de que el gobierno presente ya su propuesta de reinserción laboral a los trabajadores afectados por la liquidación de Luz y Fuerza en el periodo de Felipe Calderón.
Es seguro que, al igual que la reforma energética y la educativa, la iniciativa hacendaria enfrentará una oposición activa en las calles por parte de diversas fuerzas y movimientos sociales y, acaso, un difícil y accidentado proceso legislativo en el Congreso que lleve, conjuntamente con aquéllas, al rompimiento del publicitado Pacto por México, al menos bajo su forma actual, que incluye al PRD.
Sin obstar el alto grado de efervescencia que las iniciativas presidenciales están generando en la sociedad mexicana, el gobierno de Peña Nieto se dice aún decidido a sacarlas adelante. Y más aún, da la apariencia de querer apresurar en el Congreso el proceso legislativo para hacerlas aprobar en un plazo breve, como se vio durante el reciente y parcialmente fallido periodo extraordinario de sesiones. ¿Se trata, acaso de que, por compromisos internacionales, se busca consolidar el conjunto de reformas llamadas estructurales de manera que se consoliden y se hagan irreversibles? «No estoy aquí para administrar», ha dicho Peña Nieto; «vengo a transformar el país». El problema es que en sus campañas publicitarias y declaraciones no hace explícito en qué lo quiere transformar.
El ansia reformista, sin embargo, ya ha tenido sus primeras consecuencias. La forma atropellada en que se ha legislado la reforma educativa, sin considerar las conclusiones y propuestas de los diez foros organizados por el magisterio en diversos lugares del país (y que, según los propios maestros inconformes, fueron bloqueados por la Secretaría de Gobernación, que no las entregó a las cámaras), ha generado una movilización de dimensiones sin precedentes que mantiene en vilo la capital del país y que se está acrecentando. En vísperas de la apertura del periodo extraordinario de sesiones, sólo está claro que Enrique Peña Nieto enviará su informe constitucional al Congreso a través del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong (probablemente porque éste ha declarado públicamente que «ya no tiene miedo de salir a la calle»). Después, el lunes 2, emitirá un mensaje sin protocolo, interlocución entre los poderes ni presencia de la representación popular, sino sólo ante sus invitados y el Ejército, desde la casa presidencial de Los Pinos. Las manifestaciones magisteriales han mellado seriamente la pretensión, aparentemente anunciada por el regreso del PRI al Ejecutivo federal, de reconstruir el presidencialismo fuerte y protagónico de antaño. La imagen de un presidente que no puede acudir a la sede del Legislativo ni a espacios abiertos para emitir su mensaje a la nación no es precisamente la de un gobierno con fortaleza democrática y popularidad.
La conflictividad alcanza, por lo demás, otros puntos del país que completan un escenario no sólo complejo sino muy quebradizo. Entre otros, se trata de las acciones de las fuerzas armadas y la policía federal en días pasados contra diversos grupos de autodefensa y policías comunitarias en Michoacán y Guerrero, más contundentes que las que se despliegan contra las bandas delincuenciales, y la sorpresiva aprehensión de Rosa María Medina, del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, de San Salvador Atenco, por los hechos ocurridos ahí en mayo de 2006. No hay duda: el PRI ha regresado, y lo hace no sólo con pulsiones represivas sino con una fuerte carga simbólica de sus propios antecedentes recientes de gobierno.
Es difícil, sobre este escenario, no pensar que lo que está en curso es la ruptura por diversos puntos del pacto que hace a los gobernados aceptar la dominación y que ha sido denominado como gobernabilidad. Y el riesgo es que sea la fuerza la que, primero de manera más o menos excepcional, luego sistemática, vaya ocupando el lugar de la política. La amenaza de represión contra el magisterio inconforme ya está ahí, y ésta, la represión, ha sido reclamada por diversos sectores, ya sea por intereses propios o de manera inducida por los grandes aparatos de difusión, particularmente las televisoras. Pocas voces en los medios se han levantado contra esa tendencia represiva; ni los partidos de izquierda ni la intelectualidad progresista -con excepciones notables como Lorenzo Meyer- han salido al paso de esa corriente que conduce, sin duda, a un verdadero choque de trenes. Porque la represión, si bien podría en lo inmediato hacer retroceder al movimiento magisterial o a otros sectores hoy en insurgencia, no haría sino contribuir a esa ruptura de la gobernabilidad y a un desbordamiento de la inconformidad por otros canales. Es necesario pronunciarse de manera clara e inequívoca contra cualquier intento de dar a la explosiva situación política y social una salida de fuerza.
El gobierno de Peña Nieto se inauguró con el aparente logro de haber logrado el respaldo de los otros partidos grandes, el PAN y el PRD; pero también con la represión del 1° de diciembre que implicó el encarcelamiento de algunos activistas y de muchos inocentes, pero no de los provocadores que hicieron destrozos en la ciudad de México. Hoy queda claro que esa dualidad está llamada a ser la impronta del gobierno peñanietista. El pacto por México estableció, como lo ha señalado Manuel Bartlett, una dictadura legislativa que aparentemente le daba a la nueva administración un amplio margen de maniobra para llevar al Congreso sus iniciativas de reforma; pero ese proceder legislativo excluyente tanto del debate parlamentario propiamente dicho como, sobre todo, de las voces del pueblo, de los representados, ha conducido a una situación en que la tentación represiva puede imponerse, con un alto costo social, pero también político, en estos inicios del sexenio.
Es preocupante, por lo demás, que esa pérdida de gobernabilidad sea no sólo percibida sino ya abiertamente comentada, en foros de carácter militar, como ocurrió en el seminario «La seguridad nacional de México» organizado el martes 27 de agosto por el Centro de Estudios Superiores Navales, Cesnav, donde se criticó abiertamente por funcionarios, asesores y uniformados, las estrategias del gobierno de Calderón y del actual para combatir el narcotráfico y la delincuencia, llegándose a señalar, precisamente, la pérdida de gobernabilidad por el régimen. Grave y preocupante que desde el ámbito militar se hagan caracterizaciones o se emitan opiniones públicas de carácter político; ello habla generalmente de la pretensión de dar a las fuerzas armadas un papel más amplio y determinante en asuntos de la vida civil.
Reformar es un concepto que puede tener dos significados. En el primero, se trata de dar una nueva forma a las cosas, sin tocar su naturaleza o sus aspectos esenciales; en el segundo, de re-formar o volver a formar las cosas para que sean diferentes y sobre todo cualitativamente superiores, mejores, que lo que hoy son. En ello estriba la diferencia entre el reformismo y el espíritu reformador. Las iniciativas de reforma de Peña Nieto y su dócil congreso (nuevamente, con la excepción de voces con reciedumbre pero numéricamente débiles) no sólo son meramente formales sino incluso regresivas en términos de derechos y en términos históricos. La apuesta por ese reformismo retrógrado es lo que ha abierto la presente crisis política y el desbordamiento social. Las reformas que el país necesita no son las que restrinjan derechos ya ganados, como los laborales, ni las que abran, como en los inicios del siglo XX, sectores estratégicos de nuestra economía al capital privado internacional, ni las que busquen apagar la conflictividad social con el recurso a la violencia. Necesitamos un nuevo espíritu reformador, y éste, seguramente, surgirá sólo de los mejores impulsos de la sociedad civil y de su participación, no de un sistema político gangrenado por la descomposición y la corrupción.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH