El Decapital. Tratado sobre el divino consumo, de Rubén Uceda, La Oveja Roja
La oveja roja ha tenido el acierto de publicar esta aportación de Rubén Uceda a la lucha por la construcción de un imaginario anticapitalista. En este tiempo al parecer de derrumbe (¿no le es propio, sin embargo, al capitalismo la «destrucción creativa»?), de corrosión de las instituciones, de posibilidades utópicas y amenazas apocalípticas, nos parece idónea la edición de materiales en forma de cómic (más aún dada la «icono-adicción» de nuestra época) en el combate por la hegemonía ideológica, por la recombinación y convergencia de discursos «emergentes» o «residuales» frente a los «dominantes» capitalistas (cada vez más descascarillados): en este caso, las narrativas comunitarista y agroecológica (nota para otro momento: pensar la posible articulación de estos elementos junto a otros de carácter supracomunitario para una constelación civilizatoria alternativa a la descomposición del sistema-mundo capitalista).
Nos es imprescindible el conocimiento y descripción de eso que llamamos «capital»; de la total subsunción de la existencia bajo la forma de la mercancía (incluso de aquellos ámbitos que suponían una exterioridad al mismo, como la naturaleza y el inconsciente). Pero conviene también, en la medida de lo posible, representárnoslo. Representarnos aproximativamente la totalidad del sistema; tratar de aprehenderlo de un solo vistazo, mediante la fuerza emotiva de la imagen, reforzando, y no sustituyendo, al concepto. El Decapital nos ofrece representaciones certeras y potentes que son capaces de condensar en pocas imágenes rasgos característicos de la sociedad de consumo y del despliegue del capitalismo tardío.
Digamos que este cómic narra las vicisitudes, tras antiguas, poco eficaces y menos confortables formas de dominación, del «pueblo elegido» en su ascenso irresistible hacia la sociedad de consumo (el pueblo elegido es, claro está, el pueblo de la demanda solvente, cuyo número, dicho sea de paso, es cada vez más restringido: pocos serán los que pasen el río Jordán del descenso de los salarios -directos e indirectos- y la contracción de la demanda).
El protagonismo corresponde a personajes y masas anónimas de descabezados, decapitados que en lugar de cabeza poseen una bolsa: el consumidor (y no solo el trabajador y el capitalista) como personificación de funciones económicas: en este caso, sumidero del stock de mercancías que amenazan constantemente con crisis de sobreproducción. Junto a estos encontramos «sumos sacerdotes» de la religión del consumo (mandos intermedios del capitalismo en los ámbitos educativo o espiritual), y a dios mismo, representado ingeniosamente como un turista hortera que hace emerger «de la nada» gracias a la «energía mágica» un «arsenal de mercancías». Por último, como «irreductibles galos», están los herejes libertarios.
En cuanto a las temáticas, encontramos en primer lugar la figuración de una cierta religiosidad que acompaña el despliegue capitalista, [1] en una sociedad que combina peligrosamente el más elevado nivel tecno-científico con enormes dosis de superstición -y no es la menor, por cierto, pensar que a cualquier problema, socio-político, ecológico, o del tipo que sea, le corresponde una innovación tecnológica; pensar que, en el último momento, cual aparición mariana, descenderá de los cielos científicos el cacharro que solucionará nuestros problemas. Rubén Uceda pone imágenes al tren del progreso tecno-científico bajo el capitalismo y a la idea de «desnivel prometeico» (Günther Anders), a la desproporción entre nuestros más pequeños actos y los efectos que por las mediaciones tecnológicas ponen en marcha de forma planetaria. La última parada de este tren tiene el aspecto y el perfil, más que de una ciudad industrial, de un centro de producción industrial de muerte que podría llamarse, por ejemplo, Auschwitz.
En algunos pasajes nuestro autor ilustra de forma perspicaz ese obsceno aprovechamiento mercantil de festividades religiosas, reducidas a reclamo publicitario para turistas ávidos de un folklore todavía rentabilizable y de «experiencias auténticas» cada vez más manufacturadas y producidas en serie.
Uno de los mayores aciertos, en mi opinión, es la representación del fetichismo de la mercancía, de esa deslumbrante, sobrenatural «falsa independencia de lo visible» (Santiago Alba). Las mercancías (esos objetos llenos de «sutilezas metafísicas y resabios teológicos», «físicamente metafísicos») son apariciones fruto de la «energía mágica» del dios-mercado. Es cierto que, de fondo, puede llegar a entreverse polución, eclipsada, en cualquier caso, por el milagro de los estantes repletos de objetos de alguna forma autogenerados, eternos, sin huella alguna de trabajo humano, de historia, de relaciones socioeconómicas de explotación y políticas de dominación. El objeto se revela entonces, en efecto, como «dotado de virtudes sociales maravillosas», dotado del algún tipo de fuerza misteriosa o mana. Es en la posesión y en la compra -y no tanto en el uso- donde tiene lugar propiamente el sacramento del consumo (las huellas del uso no se asientan sobre objetos que se quiere fugaces, devorados rápidamente por la obsolescencia, con la mínima materialidad, imágenes, iconos para adorar). Es verdad que la «energía mágica» conlleva sus problemillas… crisis de sobreproducción y destrucción medioambiental, por ejemplo; pero también sus soluciones. En el límite, la guerra es el medio más eficaz para un restablecimiento del sistema mediante la brutal devaluación de las mercancías que supone.
Algunos fragmentos representan la circularidad del proceso de distribución y consumo (la producción, sin embargo, para una sociedad de este tipo, está invisibilizada) en una espiral en la que incluso el comprador es incorporado, junto a otras mercancías, al carro del consumo. Es el éxtasis del consumidor. Decía el antropólogo Clifford Geertz que es imposible imaginar un ser humano sin cultura, que sería algo así como imaginar un monstruo, una masa de deseos y pulsiones sin forma: podríamos decir, el ello liberado por el mercado. De la convergencia entre la irracionalidad del sistema y el desencadenamiento del ello (ni dictadura del proletariado sobre la vida socioeconómica ni dictadura del yo sobre la vida psíquica) solo se pueden seguir enormes desastres.
La sociedad de consumo es al mismo tiempo la sociedad del espectáculo. Su poder de aculturación, principalmente a través de la televisión, ha extendido por el planeta una especie de individualización estandarizada que, como escribiera Pier Paolo Pasolini ya en 1973, ha arrollado las culturas campesina, subproletaria y obrera. Como afirmara este autor en Escritos corsarios [2] y sugiere Rubén Uceda en sus dibujos, la civilización del consumo ha ganado para sí una adhesión total e incondicional que el fascismo, más allá de una aceptación ritual y en la superficie, era incapaz de lograr.
Otros de los asuntos tratados en el cómic son la educación y el mercado, el crecimiento y los límites ecológicos, y la mercantilización de la obra de arte (donde se combinan aceradas muestras de contra-publicidad con hermosas reproducciones de conocidas pinturas). Pero vamos, para terminar, con «las herejías».
No sabemos si existe «lo otro» del capitalismo, pero en los intersticios de la ciudad difusa nuevas formas de militancia (o viejas, el cooperativismo y el anarquismo marcaron los primeros pasos del movimiento obrero) niegan la ortodoxia del progreso capitalista para hacer germinar entramados de intercambio económico y simbólico alternativos, reterritorializando la producción y distribución de mercancías, irguiendo una política al nivel del cuerpo: directa, asamblearia, arraigada en el lugar. ¿A qué se dedican estos indígenas? Promueven la vida en comunidad, la movilidad sostenible, el ocio alternativo, la agroecología, la crianza natural y otras muchas aberraciones que atentan contra la fe en el divino consumo y la providencia del dios-mercado. Bajo el asfalto está la huerta, bajo la desruralización compulsiva del desarrollismo está la simiente de otras formas de vivir, contribuyendo a equilibrar las relaciones entre la ciudad y el campo, apuntalando la posibilidad de la soberanía alimentaria ante el cercano horizonte del fin de la energía fósil -al menos, el fin de la energía barata- y la probable quiebra de las largas, costosas y contaminantes cadenas de transporte de mercancías de la agroindustria capitalista. Este es, me parece, el contexto político y económico de esos grupos heréticos que ensayan un futuro o un pasado alternativos (que estos movimientos sean, por sí mismos, una opción civilizatoria al capitalismo es una cuestión que no vamos a discutir aquí), una especie de resistencia neolítica al huracán del progreso.
Notas:
[1] Otro síntoma de este fenómeno es ese lenguaje sacrificial, compartido por buena parte de la clase política y económica, y por sus lacayos mediáticos, ese discurso que exige sacrificios diarios, «hecatombes perfectas» para aplacar a los mercados (como las pulsiones freudianas, fuerzas pretendidamente «míticas, grandiosas en su indeterminación»). Nada humano puede hacerse: el dominio es naturalizado o divinizado.
[2] «Aculturación y aculturación», Escritos corsarios. Este artículo concluía así: » No hay duda (se ve por los resultados) que la televisión es autoritaria y represiva como ningún medio de información en el mundo lo ha sido nunca. El diario fascista y los slogans mussolinianos hacen reír: como (con dolor) el arado con relación a un tractor. El fascismo, quiero repetirlo, no ha sido capaz de arañar el alma del pueblo italiano: el nuevo fascismo, mediante los nuevos medios de comunicación y de información (ejemplo, precisamente, la televisión) no sólo lo araña, sino que lo ha lacerado, violado, embrutecido para siempre…».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.