Es necesario que haya novelas nada novelescas, novelas que cuenten historias difíciles de resumir o, mejor todavía, imposibles de resumir, porque dependen estrictamente de la literalidad del texto. El carillón de los vientos es una de estas novelas necesarias e irresumibles, que se alejan de la pequeña burguesía idealizada, sus conflictos para elegir el color […]
Es necesario que haya novelas nada novelescas, novelas que cuenten historias difíciles de resumir o, mejor todavía, imposibles de resumir, porque dependen estrictamente de la literalidad del texto. El carillón de los vientos es una de estas novelas necesarias e irresumibles, que se alejan de la pequeña burguesía idealizada, sus conflictos para elegir el color de la cocina y sus rompecabezas sentimentales, tan al uso. Y no es que no nos podamos encontrar en ella: sus protagonistas tienen nombres incluso un poco demasiado convencionales -Jorge, Javier, Cristina- en los que uno puede reconocerse o reconocer a cualquiera. La cuestión es que no nos podemos hacer ilusiones sobre las formas convencionales en que hablamos de la vida. Desprovista de cualquier costra de peripecia o pasatiempo, la vida se transforma en subsistencia o en existencia, según derive hacia el hambre o a la angustia. Como en El extranjero, de Camus, o como en Mientras agonizo de Faulkner, de cuyas atmósferas respira el texto en cierto modo, todo arranca de la muerte de una madre, en pos de cuya tumba inicia el protagonista un viaje por el camino más largo posible: a pie, por el monte y con dos tornillos por meniscos. El movimiento o la parálisis, la mera posibilidad de la parálisis, la oportunidad o las formas alternativas del movimiento, sus medios y sus destinos -el esplendor de la naturaleza o el claustrofóbico urbanismo del lugar llamado Suburbia-: esos son su traducción particular de los problemas vitales de estos Jorges, Javieres o Cristinas.
Los temas y los personajes de Ricardo Martínez Llorca son una prueba de su compromiso con la vida-vida y también contra ciertas formas de vida en las que nos intentan embutir. En este caso, es un repaso por los márgenes de lo que la buena sociedad considera vida sensata, pero sin apenas tocar esos otros «márgenes» que hacen las delicias de los peliculeros y que sólo consiguen suplantar los problemas reales por problemas de manpostería. Aquí, aparte alguna discreta concesión al morbo, hábilmente velada como si de un mal sueño se tratara, si acaso, el único atisbo de aventura convencional reside en la búsqueda por parte de unos jóvenes de un espacio para un cementerio nuclear en medio de las montañas – algo que, al final, no es muy distinto que alquilarse para cualquier «buena empresa», pero da más juego a la capacidad descriptiva de su autor.
Y es que ésos son los fuertes de Martínez Llorca: una inusual potencia en las descripciones e imágenes cuajada en un «texto» que, me parece a mí, tiene más presencia que la «historia» en sí misma. La literatura debe agradecérselo. Suburbia es un lugar en que «hasta el viento, cuando atraviesa estas calles, las recorre horizontal y continuo y con un punto de polución idéntico en cada una de sus moléculas». De los muchos pasajes que podrían subrayarse, yo creo que esa comparación de la impaciencia ante el paso de tiempo con «átomos de gas atravesando barriles de mantequilla» se lleva el premio.
Quizá sea sorprendente que en este contexto ideológico, la novela tenga un «final feliz», si es que por tal puede entenderse el hecho de que el narrador «gana» y resuelve su vida accediendo de manera inesperada a la propiedad y sus comodidades. ¿O no? Al conformarse con ello, da la impresión de que su resistencia a todo aquello de lo que estaba huyendo (la ciudad, el aburguesamiento), en realidad era sólo porque le parecía inalcanzable; cuando la casualidad se lo pone al alcance, su debilidad consiste en tomarlo sin hacer ascos. ¿Es un mensaje de este tipo el que debemos leer? Podríamos hablar a este propósito, si no de obra abierta, al menos de obra «oscilobatiente», entreabierta, por donde cada uno puede buscar resquicios interpretativos: que la suerte se enderece cuando el prota las ha pasado tan mal me parece a mí más bien un dato sobre la estabilidad biográfica del autor, que no ve razones para ensañarse ni siquiera con los personajes. Ojalá.
El carillón de los vientos
Ricardo Martínez Llorca
Alcalá Grupo Editorial 2008
160 páginas
Juan Luís Conde es escritor, autor de las novelas Hielo negro y El largo aliento, el libro de relatos La ascensión al hoyo, y los ensayos El segundo amo del lenguaje y La lengua del imperio (de próxima aparición).
Ricardo Martínez Llorca nació en Salamanca en 1966. En 1998 publicó su primera novela, Tan alto el silencio, a la que siguió el relato de viajes por Zambia Cinturón de cobre. En 2001 fue galardonado con el Premio de Novela Jaén por su obra El paisaje vacío. Su último libro es una mezcla de relatos de montaña y entrevistas a gente vinculada al mundo de la aventura, titulado El precio de ser pájaro.