A Gerardo, Ramón, Antonio, Fernando y René Concluyen las actividades del verano para promover el libro y la lectura que han juntado a los escritores con su pueblo repitiendo una práctica que felizmente forma parte ya de nuestras tradiciones culturales. Cerramos hoy apenas un capítulo pues este acercamiento y diálogo fecundo nunca terminará. Lo hacemos […]
A Gerardo, Ramón, Antonio,
Fernando y René
Concluyen las actividades del verano para promover el libro y la lectura que han juntado a los escritores con su pueblo repitiendo una práctica que felizmente forma parte ya de nuestras tradiciones culturales. Cerramos hoy apenas un capítulo pues este acercamiento y diálogo fecundo nunca terminará.
Lo hacemos ahora ante el recuerdo de quien consagró su vida a despertar conciencias y a iluminar, a forjar hombres y sembrar virtudes, a educar. En tiempos y lugar poco propicios para la espiritualidad, el pensamiento y la cultura José de la Luz y Caballero dio testimonio de sabiduría y compromiso, en su apasionada búsqueda de la verdad y en el esfuerzo tenaz por transmitirla siguiendo la ruta escabrosa que habían abierto el Padre José Agustín Caballero y sobre todo el santo fundador Félix Varela.
El libro que se presenta en esta ocasión es, sencillamente, imprescindible, debería acompañarnos cada día a todos los cubanos y las cubanas. Merece ser amado porque fue escrito con mucho amor por un poeta enamorado de su Patria, el imprescindible Cintio Vitier.
Publicado originalmente en México «Ese sol del mundo moral» ha vivido una existencia sorprendente. Cuando acá muchos eran adictos a manuales estériles y a una escolástica insípida, apareció en el exterior este que debió ser libro de cabecera para nuestros jóvenes y haber colmado sus aulas y bibliotecas y sin embargo tuvimos que esperar más de veinte años por la primera edición cubana.
Pero sucede que un buen libro, vive, es un ser real y es el mejor amigo del hombre. Y como los verdaderos amigos acuden siempre en los momentos más difíciles el Sol de Cintio vino a alumbrarnos en 1996.
Parecía que se cerraba el círculo, como después de la Guerra Grande, como en 1898 y 1933, otra vez el imposible alzaba su mueca terrible ante la Patria asediada, sola frente a un Imperio que se creía dueño del mundo. Fue en 1996 también que Washington promulgó la Ley Helms-Burton, insolente adefesio, aun vigente, con su siniestro plan de aniquilar a Cuba y a su pueblo.
El libro de Cintio llegó cuando más lo necesitábamos. Sus páginas descubren lo esencial cubano y nos ayudan a andar por los caminos singulares de un pueblo que se forjó a si mismo laboriosamente, frente a obstáculos que otros no conocieron, con la lucha heroica y anónima de los esclavos que fueron los primeros cubanos porque se adelantaron a todos en dar la vida por la libertad, y el empeño noble y generoso de los maestros insignes que frente al autoritarismo mediocre trataron de crear un pensamiento propio y concibieron una Patria que sería encarnación de la justicia, de «toda la justicia» en la insuperable definición martiana. Unos y otros, casi siempre sin saberlo, enfrentaban la amenaza de anexión de quienes escudándose en el engaño y practicando los peores métodos de violencia y racismo se apoderaban de tierras ajenas, diezmaban sus poblaciones y extendían la servidumbre y la opresión en nombre de un Dios falaz y una modernidad que surgía empapada en sangre.
Nada hay más extraño al sentimiento cubano que cualquier manifestación de chovinismo. Pero nada tiene mayor importancia para nosotros que la conciencia de lo que somos y de donde venimos. Es difícil, muy difícil, encontrar algo que nos ayude más a conocernos y a comprender el sentido de nuestra marcha como pueblo que este libro bello y breve. Su autor, lo sabemos, sólo peca de modestia incurable y no se cansa de decirnos que no se propuso un texto de empaque erudito ni que abordase a fondo los diversos factores que suelen atraer la atención de historiadores y científicos sociales. Él hizo mucho más. Este libro descubre, ilumina y sobre todo inspira.
La comprensión cabal de la naturaleza de lo cubano es punto de partida y sustento irremplazable para la salvaguarda de una identidad nacional y una cultura que han existido siempre bajo la amenaza y el peligro. Para ello debemos asumir lo que es radicalmente nuestro, lo que nos distingue y nos hace ser lo que somos. Podemos hacerlo sin cometer falta alguna porque lo esencial cubano es a la vez profundamente universal. ¿Quién sino José Martí afirmó que «Patria es Humanidad» y lo hizo cuando Cuba tras haber derramado ríos de sangre y sacrificios durante casi un siglo, pugnaba aun dolorosamente abandonada, por alcanzar su propio, pequeño espacio bajo el sol?
Permítanme repasar ciertos rasgos que hacen de nosotros quienes somos.
Lo primero, si se le compara con el resto del Continente, es la demora en el surgimiento del movimiento nacional para la independencia política por causas que encontramos en las características de la sociedad colonial. Ante todo la esclavitud africana omnipresente en la economía y en toda la vida social (recordemos al Padre Caballero: «brazos que sostienen nuestros trenes, mueblan nuestras casas, cubren nuestras mesas, equipan nuestros roperos, mueven nuestros carruajes y nos hacen gozar los placeres de la abundancia»). El Siglo XIX había comenzado con la masiva introducción de esclavos que llegaron a constituir la mayoría de una población que se incrementaba también con la llegada de una numerosa inmigración europea libre. La Isla se poblaba y enriquecía al tiempo que se retardaba la integración de la sociedad colonial. El fundamento de todo era la esclavitud. En favor de perpetuar el infame sistema estaba no sólo el poder colonial sino también la sociedad en su conjunto. Tanto que Saco pudo decir que era más peligroso ser abolicionista que ser independentista.
La oligarquía criolla, que en la América española lideró el movimiento separatista, en Cuba sostuvo al dominio colonial o se agotó en reclamarle tímidas reformas mientras un sector -con el patrocinio de Washington- buscaba la incorporación a los Estados Unidos. Esa clase no adquirió nunca conciencia nacional, actuó siempre movida por la codicia y el interés material que requería ante todo mantener la infamia.
Hubo excepciones nobilísimas. Heredia nuestro primer poeta y Varela, el pensador y el político que diseñó la Patria antes que nadie. Fueron voces que todavía conmueven nuestros corazones pero en su tiempo quedaron como anticipaciones geniales del porvenir, no era posible que entonces encontraran eco en un movimiento nacional cuyo tiempo aun no llegaba. Influyeron ciertamente sobre otros que llegada la hora reconocerían en ellos a su más iluminados profetas.
Fueron las masas esclavas las iniciadoras de la rebeldía en aquella sociedad que aun no se transformaba en nación y la primera conspiración cubana la encabezaría un negro libre habanero, José Antonio Aponte. Nos acercamos al bicentenario de su ahorcamiento y quiero expresar la certeza de que le rendiremos el tributo que debemos.
Aislados en sus barracones, carentes de los medios para articular sus luchas, diseminar sus ideas, y crear un movimiento nacional, se alzaron una y otra vez como en las grandes sublevaciones de Matanzas que fueron literalmente ahogadas en sangre y condujeron a la pérfida represión de la Escalera y a sus infames torturas. Sus proezas dieron incontables héroes y mártires cuyos sacrificios fueron ignorados por la sociedad colonial y sepultados en el olvido por la historiografía burguesa. Pero la Historia tiene razones que suelen escapar al historiador. Esperan que las alumbre la visión del poeta.
Desconectada de la hazaña de los esclavos ocurría otra brega recluida ésta en los claustros y reflejada en publicaciones impresas que circulaban entre la minoría culta. A partir de la sólida refutación de la escolástica iniciada por Caballero y Varela brotó en nuestras aulas una corriente de pensamiento que aspiraba, nada menos, que a crear «una sophia cubana que fuera tan sophia y tan cubana como lo fue la griega para los griegos». Ese pensamiento cubano en formación nació de una reflexión universal, humanista, que trascendía la isla como prueba la gran polémica filosófica de 1838-1839, cuyo eje central fue Luz, portador de las ideas de Varela, polémica que fue definida como el suceso más original en la historia del pensamiento latinoamericano.
Este pensamiento cubano surgido de hombres que eran beneficiarios del régimen esclavista tuvo sus cimientos en la ética y el ejercicio libre del criterio, el pensar con cabeza propia que permitió imaginar a Cuba «tan isla en lo político como lo es en la geografía» y una sociedad fundada en la justicia y la solidaridad humana. Lo plasmó Luz en sentencia memorable que honra este libro: «Antes quisiera, no digo yo que se desplomaran las instituciones de los hombres -reyes y emperadores-, los astros mismos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de justicia, ese sol del mundo moral».
Por levantar ese sol se afanaban ya otros lejos de la capital. En sus logias conspiraban y juraban hacer guerra a muerte a la explotación y la discriminación del hombre por el hombre. Un abogado, escritor, poeta, animador cultural, prisionero y desterrado varias veces, perseguido siempre, se adelantó a todos. La voz de Carlos Manuel de Céspedes alumbró más que el sol la mañana del 10 de Octubre de 1868. Convocados por la misma campana que cada día les ordenaba trabajar en tierra ajena, arrancados de la suya y de sus familias y de su pasado, privados de su dignidad, reducidos a herramientas productoras de riquezas, aquello hombres encaraban por última vez al amo que ahora les hablaba un lenguaje extraño, incomprensible. «Ciudadanos» fue la primera palabra que escucharon. Después le oyeron decir que eran hombres libres y escucharon su invitación a unírsele, si querían libremente hacerlo, para luchar por la libertad de los demás y por la de la Patria que en ese instante comenzaba a nacer. Los tambores africanos, ya sin cadenas, retumbaron por primera vez en el territorio libre de Cuba.
Se había producido una ruptura histórica. La clase de los propietarios blancos se escindía, en ella había aparecido un sector que imbuido de las ideas más radicales del pensamiento cubano, proclamaba la fusión inseparable de la independencia política con la Revolución social. La tea incendiaria sería su símbolo más alto y la invasión al Occidente dominado por la sacarocracia para sublevar a los esclavos y destruir la base de sustentación de la colonia fue el fin estratégico que los patriotas no pudieron conseguir. La guerra más cruenta y prolongada, enfrentando un ejército superior al que España había desplegado medio siglo antes en todo el Continente, tuvo un escenario limitado a la parte más pobre y menos desarrollada de la isla. Durante los diez años que duró la contienda la producción azucarera continuó creciendo y con ella la riqueza de los amos. Contra los revolucionarios conspiraron los poderosos oligarcas que en concierto con Washington promovían la anexión a los Estados Unidos cuyos gobernantes a lo largo de la guerra apoyaron a España y persiguieron con saña a la emigración patriótica. Representantes de esa oligarquía enquistados en el movimiento independentista intrigaron para dividirlo y socavar las medidas revolucionarias. El doloroso resultado es bien conocido. Pero la terrible derrota ocultaba una victoria verdadera que Cintio sintetizó en palabras que no se pueden leer sin emoción.
«La fusión combativa de blancos y negros, de amos y esclavos que habían dejado de serlo, las cruentas campañas militares y las enconadas pugnas internas en que consistió la Guerra de los Diez Años, le enseñaron al cubano, por encima de todas las decepciones, el verdadero rostro de la Patria: ese rostro, surcado de lágrimas, salpicado de sangre, era el rostro de la justicia y de la libertad. Lo sabían los jefes y lo sabía la masa, lo sabían los héroes conocidos y los héroes anónimos, lo sabían también los tibios, los oportunistas y los traidores. A través del fragor de los combates, la patria se hizo visible para todos. Cada cual pudo escoger servirla o no. Nadie pudo, ya, desconocerla».
Fue necesario el genio y el apostolado de José Martí para acercar a las fuerzas dispersas, ayudarlas a perdonar agravios y cicatrizar heridas y diseñar una estrategia para la victoria conducida por un Partido que uniese a todos. La guerra necesaria debería abarcar simultáneamente las diversas regiones del país y ser breve para impedir la intervención norteamericana que el Apóstol veía como el peligro mayor.
Ahí aparece otro rasgo fundamental que distingue de otras la historia cubana. Fuimos los últimos en desatar la lucha por la independencia y los únicos que debimos enfrentar no sólo al viejo poder colonial sino al mismo tiempo al imperialismo norteamericano que estrenó aquí sus armas. Fuimos los únicos también que concluimos nuestra guerra de independencia con el fracaso. Pero nuestra lucha estuvo animada por un pensamiento propio, raigalmente autóctono y a la vez universal, humanista y desde el comienzo asumió necesariamente un carácter de revolución social radical, portadora de futuridad, anunciadora del mundo por venir.
La abolición de la esclavitud, acción en sí misma de enorme significación que trascendía las zonas liberadas distinguió al cubano de todos los movimientos separatistas que, con excepción de la revolución haitiana, ocurrieron en el Continente Americano. Aquellos habían preservado intacta en lo fundamental la estructura de la sociedad colonial y en el caso de Norteamérica mantuvo la esclavitud, la consagró en su Constitución y la llevó a nuevos territorios sobre los que se expandió.
El proceso iniciado el 10 de Octubre iba mucho más allá del abolicionismo. Se trataba de restituir a los antiguos siervos en palabras de Céspedes «su natural calidad de hombres libres, ejercitando su personalidad con toda amplitud, gozando de los mismos derechos civiles y políticos que los demás ciudadanos con perfecta igualdad». En ninguna otra parte del planeta se proclamaba entonces algo semejante. No era sólo una guerra por la independencia lo que habíamos iniciado. Era, en la definición de Antonio Maceo, «la guerra por la justicia».
La utopía cespedista, por si fuera poco, fue llevada a la práctica, se hizo realidad en Bayamo y comarcas aledañas en una experiencia revolucionaria que duró tres meses y aun espera ser rescatada del olvido.
No pasó inadvertida, sin embargo, en su momento, a quienes trataban de frenar y desviar al movimiento patriótico. Los anexionistas infiltrados en él mostraron su alarma y uno de sus más ilustrados portavoces afirmó con sorprendente lucidez el 24 de octubre de 1868: «Nunca se ha encontrado Cuba más cerca de una verdadera revolución social y socialista».
Treinta años después el ideal cubano se hundía en el abismo. Ya no teníamos a Martí ni a Maceo como no tuvimos a Agramonte ni a Céspedes para impedir la deshonra del Zanjón.
Lo que vino después lo caracterizó Cintio de este modo: «La colonia era una injusticia; no era un engaño. La neocolonia yanqui era ambas cosas. Al convertir en simulacro y farsa lo que había sido el ideal de varias generaciones de héroes y mártires, atentaba impunemente contra la raíz misma de la patria». En la brutal represión contra los independientes de color «la conexión entre el anexionismo y el racismo se ponía trágicamente de manifiesto». Con la neocolonia habíamos caído en un barranco que parecía imposible remontar. «sus métodos de envilecimiento», recuerda Cintio, «eran mucho más profundos, complejos y sutiles, al extremo que, para que una minoría tomara plena conciencia de la nueva realidad, fue necesario llegar a puntos extremos en el proceso de descomposición del país, así como el surgimiento de una nueva hornada de jóvenes que, dejando atrás el liberalismo decimonónico, se pertrechara con nuevas armas ideológicas, a la vez que reanudaba el hilo de fuego de la tradición mambisa y martiana».
Fue necesario el sacrificio de dos generaciones más para alcanzar el alba de 1959. De nuevo nos salvó la originalidad. Si bien fuimos últimos en iniciar la marcha alcanzamos primero la definitiva independencia a la que muy temprano convocara Martí.
Pudimos derrocar a la tiranía batistiana, armada hasta los dientes por el imperialismo del que era servil instrumento, precisamente porque una nueva hornada juvenil dirigida por Fidel Castro supo ignorar dogmas y quebrar esquemas, y elaboró por sí misma una estrategia revolucionaria hasta entonces inédita en América Latina y que no tiene otros referentes que la tradición mambisa y martiana.
Triunfaba al fin la Revolución de Céspedes y Agramonte, de Martí y Maceo.
No cabría aquí reseñar el último medio siglo de realizaciones y fracasos, de riesgos y alegrías, de amor y sacrificios. Sólo diré que nunca antes, en tiempo tan breve, se hizo tanto por la justicia, la libertad y la dignidad de tantos. Nunca antes pueblo alguno fue capaz de entregar tanto amor y solidaridad por todos los rincones de la tierra. El rostro de la Patria pudo al cabo sonreír entre las lágrimas y la sangre que no han dejado de fluir porque el Imperio no ha cesado un instante en sus torvos designios. Ese es otro rasgo distintivo, único, de la experiencia cubana. Nunca antes ningún otro pueblo ha debido resistir por un período de tiempo tan prolongado los intentos de extermino en los que persiste el imperio más poderoso, zafio y arrogante de la historia. Nadie ha encarado jamás desafío semejante.
En otro texto luminoso Cintio dejó advertencias que debemos recordar: «Lo que está en peligro, lo sabemos, es la nación misma. La nación ya es inseparable de la Revolución que desde el 10 de Octubre de 1868 la constituye, y no tiene otra alternativa: o es independiente o deja de ser en absoluto. Si la Revolución fuera derrotada caeríamos en el vacío histórico que el enemigo nos desea y nos prepara, que hasta lo más elemental del pueblo olfatea como abismo. A la derrota puede llegarse, lo sabemos, por la intervención del bloqueo, el desgaste interno, y las tentaciones impuestas por la nueva situación hegemónica del mundo». Más adelante, después de afirmar que «estamos en el momento más difícil de nuestra historia» nuestro poeta sentenció: «obligada a batirse con la insensatez del mundo a que fatalmente pertenece, amenazada siempre por las secuelas de oscuras lacras seculares, implacablemente hostilizada por la nación más poderosa del planeta, víctima también de torpezas importadas o autóctonas que nunca en la historia se cometen impunemente, nuestra pequeña isla se aprieta y se dilata, sístole y diástole, como un destello de esperanza para sí y para todos».
Lo anterior fue escrito hace quince años. La hostilidad contra Cuba no ha cesado. Nuestro enemigo sigue siendo el mayor poder de la Tierra pero son visibles los signos de su declinación inevitable. Nuestra América avanza hacia la independencia verdadera, crece una nueva solidaridad entre nuestros pueblos que se afanan, cada cual a su manera, por edificar un mundo nuevo, el del socialismo diverso, multicolor, que a todos llama y a nadie excluye. Hace falta, en esta hora crucial, retomar lo mejor de nuestra tradición intelectual poner en tensión nuestra capacidad de pensar y contribuir a la creación de la teoría necesaria para guiarnos en esta etapa histórica específica, la del llamado capitalismo neoliberal globalizado que puede y debe ser la del principio del fin del imperialismo.
Pero que nadie se haga ilusiones. En esta etapa los peligros que acechan a Cuba son aun mayores. No olvidemos la advertencia martiana: el tigre peleará hasta morir «con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos».
El anexionismo es una amenaza real en leyes, planes y acciones que se manifiestan con impúdica procacidad. Los anexionista del siglo XIX incluían personas cultas y a algunos que sacrificaron sus vidas por conseguir sus propósitos; los de hoy forman un anexionismo parasitario, patética chusma de batistianos, terroristas y maleantes de toda laya pagados por el presupuesto yanqui. Contraste semejante se ha operado del lado del Imperio: de Jefferson a W. Bush, ambos anexionistas, pero el primero escribió la famosa Declaración que el segundo es incapaz de leer.
Esa gentuza jamás perdonará a Cuba su independencia y que hayamos alimentado la esperanza de millones incluso en los momentos más angustiosos. Pero no podrán derrotarnos jamás si somos capaces de luchar como nos ha enseñado Cintio Vitier. Lo dijo con precisión en otro texto memorable: «en la hora actual de Cuba sabemos que nuestra verdadera fortaleza está en asumir nuestra historia».
Por haberla asumido cabalmente son fuertes, invulnerables, como lo será la Patria, los Cinco hermanos a quienes he dedicado estas palabras.