Racismos y otras formas de intolerancia de norte a sur en América Latina, de Alicia Castellanos Guerrero y Gisela Landázuri Benítez (coord.), México: Universidad Autónoma Metropolitana, 2012.
Este libro colectivo que estamos presentando tiene una relevancia especial. Examina las prácticas racistas en México y en América Latina. Nos recuerda cómo se ha configurado el poder, desde hace cinco siglos.
No todo son procesos electorales.
El libro hace ver las estrategias de la dominación, en la historia larga, pero desde una dolorosa actualidad para los pueblos originarios y los afroamericanos secuestrados y esclavizados.
Este libro es un aporte fundamental, para analizar la situación que vivimos en los tiempos que corren. Convoca a la reflexión analítica de nuestro presente y nuestra historia, en un problema que ha sido decisivo para la opresión y el genocidio. Un problema que es decisivo para nuestro futuro de liberación.
Las historias del racismo contra el pueblo Mapuche, en Chile y Argentina; contra el pueblo Aymara, en Bolivia; contra los afro descendientes en Colombia y Brasil, son historias nuestras. Este libro nos recuerda eso. No somos ajenos a la colonialidad del poder racista.
Sobre esto, quisiera hablar un poco.
Hacia 1525, cuando recién se había producido la derrota militar de los mexicas, frailes dominicos y franciscanos elaboraron un discurso para argumentar a favor de la esclavitud de los pueblos derrotados en nuestra tierra.
El acontecimiento y el núcleo de aquel discurso fueron recogidos por quien es considerado como uno de los más influyentes cronistas de la colonia, Francisco López de Gómara, capellán de Hernán Cortés.
En la Historia General de las Indias, López de Gómara relató que se hicieron muchos esclavos en todas partes sin pena ni castigo, porque fray Tomás Ortiz y otros monjes aconsejaron la sujeción de los indios, presentando documentos y testigos en España para persuadir a la corona de que dichos pueblos no merecían la libertad. El Consejo de Indias, que presidía el confesor del emperador, dio grandísimo crédito a tales consideraciones y, ese mismo año, Carlos V decretó que los pueblos originarios de Nuestra América fuesen esclavos. La memoria colonialista lo convirtió en chocolate…
Aquella argumentación, junto con otros documentos de la época, fue una pieza fundante del discurso racista en el comienzo de la era colonial, con un valor histórico evidente para México y todo este continente, Africa y Asia. Es importante, también, porque ubica explícitamente uno de los propósitos fundamentales de ese discurso: el sometimiento esclavista de la población derrotada militarmente.
Los argumentos para esclavizar fueron los siguientes:
Los hombres de tierra firme de Indias comen carne humana, y son sodométicos más que generación alguna. Ninguna justicia hay entre ellos; andan desnudos; no tienen amor ni vergüenza; son como asnos, abobados, alocados, insensatos; no tienen en nada matarse y matar; no guardan verdad… son inconstantes; no saben qué cosa sea consejo; son ingratísimos y amigos de novedades… son bestiales en los vicios; ninguna obediencia ni cortesía tienen mozos a viejos ni hijos a padres; no son capaces de doctrina ni castigo; son traidores, crueles y vengativos, que nunca perdonan; inimicísimos [grandes enemigos] de religión, haraganes, ladrones, mentirosos y de juicios bajos y apocados; no guardan fe ni orden; no se guardan lealtad maridos a mujeres ni mujeres a maridos; son hechiceros, agoreros, nigrománticos; son cobardes como liebres, sucios como puercos; comen piojos, arañas y gusanos crudos donde quiera que los hallan; no tienen arte ni maña de hombres… son sin barbas, y si algunas les nacen, se las arrancan… cuanto más crecen se hacen peores… se tornan como brutos animales; en fin, digo que nunca crió Dios tan cocida gente en vicios y bestialidades, sin mezcla de bondad o policía. (dijo Tomás Ortiz, monje dominico).
Así hablaron los primeros racistas, en México. Y su huella queda, esto se evidencia en el libro colectivo que coordinaron Alicia Castellanos Guerrero y Gisela Landázuri Benítez.
La línea principal de ese discurso racista es la deshumanización de los pueblos (animalidad). Es decir, la construcción imaginaria de salvajismo, por medio del despojo discursivo.
López de Gómara, igualmente, insistió en los preceptos mitológicos del discurso racista: «mataron los indios (en la cuenca del río Pánuco, en México) cuatrocientos españoles de aquéllos, muchos de los cuales fueron sacrificados y comidos, y sus cueros puestos por los templos, curtidos o embutidos; que tal es la cruel religión de aquéllos, o la religiosa crueldad. Son asimismo grandísimos putos, y tienen mancebía de hombres públicamente, do se acogen las noches mil de ellos, y más o menos, según es el pueblo.»
Así hablaron de nuestros pueblos los colonizadores y así se configuró el poder racista.
La representación funciona como algo que sustituye a la persona y además aparece como si fuera esa persona misma.
Para deconstruir el discurso racista hay que trabajar sobre los códigos de poder, porque ese discurso no habla de la población racializada, sino de relaciones de poder codificadas racialmente; habla del racista y sus mitos.
Desde el comienzo los pueblos resistieron. En consecuencia, hacia 1509-1512, la reina Juana I, mejor conocida como Juana la Loca, dictó Ordenanzas para el regimiento de los indios. El motivo de tales medidas fue que, para los indios, «todo su fin es tener libertad para hacer de sí lo que les viene a la memoria»; y «viendo que esto es tan contrario a la santa fe», la monarquía acordó una serie de medidas de regimiento: reducor el espacio, el tiempo, la los medios de subsistencia, y a la familia.
Juana la Loca decretó la concentración de los pueblos en asentamientos contiguos a los españoles y ordenó que vivieran hacinados en galeras. Al mismo tiempo, ordenó incendiar los pueblos «para que los dichos indios no tengan causa de volverse allí donde los trajeron».
La implantación del caciquismo merece una observación especial, quizá esta institución del poder duradero sea una de las más efectivas.
Es una institución netamente colonial que se impuso desde los primeros años, en las islas del Caribe, como lo muestran las ordenanzas de Juana la Loca . La implantación del caciquismo comenzó así: «ordenamos y mandamos que los dichos caciques tengan quien los sirva y hagan lo que ellos mandaren para cosas de su servicio».
«Otro, ordenamos y mandamos que todos los hijos de los caciques que hay en la dicha isla, y hubiere de aquí en adelante, de edad de trece años se le den a los frailes de la orden de San Francisco… para que los dichos frailes les muestren leer y escribir y las cosas de nuestra fe, los cuales tengan mostrando cuatro años y después vuelvan a las personas que se los dieron y los tengan encomendados, para que los tales hijos de cacique muestren a los dichos indios, porque mejor lo tomarán de ellos».
El antropólogo Guillermo Bonfil, al hacer la crítica del indigenismo del Estado, en el siglo XX, observó el mismo mecanismo, constató la duración larga de las estrategias de poder. Considérese que inmediatamente después de la Revolución Mexicana, bajo el régimen emandado del carrancismo, Manuel Gamio propuso: » Para incorporar al indio no pretendamos europeizarlo de golpe; por el contrario, indianicémonos nosotros un tanto, para presentarle, ya diluida en la suya, nuestra civilización , que entonces no encontrará exótica, cruel, amarga e incomprensible. Naturalmente que -añadió Gamio- no debe exagerarse a un extremo ridículo el acercamiento al indio». Así, al inicio del indigenismo del Estado, los encargados de llevar el «mensaje civilizador» eran los no indios, pero la misión fracasó.
Se decidió entonces -observó Bonfil- recurrir a los propios jóvenes: escoger a los mejores, sacarlos de sus comunidades, llevarlos a un medio «civilizado», someterlos a un lavado de cerebro mediante el cual reconocieran la inferioridad de su cultura y devolverlos después a su medio de origen, convertidos en «agentes».
El canibalismo -primer elemento en la argumentación de la esclavitud- se inscribió en el discurso racista a partir del añejo temor al averno.
En esto, vale tener presente algo que escribió Sigmund Freud acerca de la oposición entre las fuerzas del bien y del mal, pues remitió este enfrentamiento simbólico al dominio colonial: «Cuando un pueblo es derrotado por otro, no es raro que los dioses destronados de los vencidos se trasmuden en demonios para el pueblo vencedor». Este fue el caso de Huitzilopóchtli (o Mexi), símbolo ligado al sol dentro de la cultura mexica, a la liminalidad entre vida-muerte del nacimiento y la guerra: van al sol las mujeres que mueren en el parto y los guerreros que mueren en combate.
Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: «Cierren los ojos y recen». Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia.
Desmond Tutu.
Por su fuerza simbólica para la resistencia -Mexi también está en el origen del nombre que unifica a todos los pueblos de México- Huitzilopóchtli fue convertido en signo diabólico de la colonialidad del poder. La demonización de la cultura de los pueblos de México es una de las formas del discurso racista, desde el comienzo de la era colonial.
La demonología está más allá del argumento de esclavitud. Es el discurso más o menos usual que el poder esgrime para «acabar de raíz con el mal»; es un principio de causalidad ligado estrechamente a las prácticas genocidas del racismo. El Ejército Libertador que jefaturó Emiliano Zapata fue tratado como «turbas demoníacas» y a él mismo se le llamó Atila, flagellum dei, el azote de dios.
«Y del partido PAN, les digo que de por sí sabíamos que iban a votar en contra de los pueblos indios porque es un partido racista.
Porque el PAN sólo le gusta ver a los indígenas como sirvientes en sus grandes casas o pidiendo limosna.
Por eso no pueden respetar los derechos y la cultura indígenas. Porque los panistas son los herederos de aquellos conquistadores españoles que sembraron el terror y la muerte en las tierras indias de México».
Comandante Tacho, Ejército Zapatista de Liberación Nacional, 2003.
Con el racismo moderno, los infieles transitaron al estado de incivilizados y la «inmensa cantidad de gente» empezó a ser transformada en «grupos minoritarios», por medio de la imaginería y la guerra. La síntesis se hizo dilema para los pueblos y emblema para los oligarcas: civilización o barbarie.
Como observó David Viñas, «la integración que corre por cuenta del ‘civilizador’ se desplaza hacia el ‘bárbaro’ que debe convertirse o desaparecer; adscribirse a los valores del conquistador, en identificatoria sumisión, o perecer. La misión del blanco explicita así su privilegio carismático: rendición incondicional o aniquilación».
El efecto de poder de esa táctica fue la construcción de una nueva mayoría sometida, el «mestizo». En este caso, clave para la explotación capitalista, el racismo opera como justificación ideológica de la jerarquización de la fuerza de trabajo.
Siempre luchamos por cambiar esto. Hemos realizado marchas, papeleos, diálogos, comisiones técnicas, defensa con abogados, etcétera. En este trajinar por carreteras, pasillos y oficinas, hemos entendido mejor al país. Hemos hallado que aun los que se sienten dueños de sus vidas y de las nuestras, ellos también son discriminados por otros más poderosos. Hemos encontrado que su democracia es sumamente limitada. Las mayorías no tienen real acceso a las decisiones a los momentos importantes.
Cada cinco años se repite la caravana de promesas y ofertas, se vota por quien ofrece mejores cosas y luego las cosas siguen igual para los de abajo: hambre, crisis y más miseria y así, hasta cinco años después. Entonces la democracia no se aplica por igual para todos. Los grandes marginan a los medianos, éstos a los más pobres y éstos a los invisibles, a nosotros.
Tal vez esa condición de estar al final de la cadena, nos hace ver más claro: el sistema está mal.
Pablo Rivero, pueblo Weehnayek, Bolivia, 2002.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.