Sobre advertencia no hay engaño, dice la sabiduría popular, y en este caso no lo hubo. Ya antes de la llegada de Benedicto XVI -una de las visitas más predecibles en el contexto mexicano y en la situación actual de la Iglesia católica mundial, y mexicana en particular-, eran claros sus propósitos, mucho más políticos […]
Sobre advertencia no hay engaño, dice la sabiduría popular, y en este caso no lo hubo. Ya antes de la llegada de Benedicto XVI -una de las visitas más predecibles en el contexto mexicano y en la situación actual de la Iglesia católica mundial, y mexicana en particular-, eran claros sus propósitos, mucho más políticos que pastorales, a contrapelo de lo que se declaró y se fingió en Guanajuato, entre el 23 y el 26 de marzo. La propia insistencia, tanto del gobierno mexicano como de los representantes eclesiásticos, en que no había ningún trasfondo político mal pudo ocultar los fines de ambas partes, calculados sobre la base de réditos recíprocos en la distribución del poder, estrictamente terrenal en este caso.
Guanajuato, en las vísperas del arranque formal de las campañas políticas por la Presidencia y en pos de una nueva relación de fuerzas en el Congreso de la Unión, envió un claro mensaje a los mexicanos, que favorece principalmente a una de las fuerzas en la liza electoral: el representante de Dios en la Tierra acudiendo únicamente, al estado más identificado con el partido en el gobierno y con el conservadurismo católico. Autoridades panistas todas: el presidente de la República, el gobernador Juan Manuel Oliva y los presidentes municipales de León y Silao, con las que el pontífice tuvo contacto oficial. No fue gratuito que el domingo 25, durante la misa oficiada al pie del Cerro del Cubilete, la multitud coreara el nombre de Josefina Vázquez Mota, quien además acudió a recibir directamente del sumo prelado la comunión. Como remate, el Papa, en plena consonancia con el discurso calderonista, vino a declarar su condena al narcotráfico y a la violencia que éste genera.
Pero la visita papal tuvo su propia lógica. Su bandera, la «libertad religiosa plena», no es sino un intento más por ampliar los espacios de acción de la Iglesia en la sociedad y el régimen político mexicanos: actos religiosos en lugares públicos sin previa autorización, gestión de estaciones de televisión y radio propias, enseñanza doctrinaria en las escuelas públicas: todo lo cual implica modificaciones constitucionales. No es un programa nuevo. Ya en 1997 lo había hecho explícito el presidente del Consejo del Episcopado Mexicano, Luis Morales Reyes, en entrevista con la revista Proceso (citado por Rodrigo Vera: «El Estado laico se rinde», Proceso No. 1847), donde además anunciaba la intención eclesiástica de pugnar porque sus ministros llegaren a ocupar cargos de elección popular. Más recientemente, en respuesta escrita al mismo medio impreso, el actual nuncio Christophe Pierre reiteró que la visita pontificia tenía como uno de sus objetivos prioritarios conseguir dicha «libertad religiosa» en México, como «un derecho de todos los ciudadanos, sin excepción, y no una concesión otorgada por el Estado» (R. Vera: «El Papa viene por todo», Proceso No. 1845).
Como régimen político, el Estado vaticano es una monarquía absoluta no hereditaria con intereses transnacionales, un Estado anómalo cuyos habitantes (sacerdotes, novicios, monjas, célibes guardias suizos de la guardia personal del monarca, etcétera) carecen de ciudadanía y de órganos de representación política. Es además uno de los centros de poder económico y de la reacción conservadora a escala mundial. La pretensión de que ministros del culto lleguen a ser diputados, senadores o gobernantes resulta más mendaz aún, no sólo porque como es sabido ellos hacen votos de lealtad a dicho gobernante, sino porque carecen de tales prerrogativas en la llamada Santa Sede.
Sin un congreso ni poder judicial independientes, ni procesos democráticos en el Estado que representa, el nuncio Pierre no titubea en salir a la palestra a hablar de derechos humanos: «La libertad religiosa es fundamental porque toca la esencia misma de la persona en su dimensión trascendente […]; pero esa libertad no se limita nunca a la sola esfera privada, porque cada ser humano, creyente o no creyente, debe poder contribuir con todo su ser a la vida social o política de su país, y no le toca a la sociedad ni al Estado decidir sobre este asunto. […] Es asombroso que aún existan personas que, mientras se dicen ser defensoras de los derechos humanos, pretenden restringir la libertad religiosa reduciéndola a mera libertad de culto o a una libertad para creer sólo dentro de los márgenes de la vida privada» (Íbidem).
Se trata, entonces, de sacar el culto católico de los templos y de la vida privada para llevarlo a los espacios públicos: escuelas, plazas y medios masivos, bajo la coartada de pretendidos derechos humanos, que no aplica ni respeta el jefe del Estado vaticano en sus propios dominios (¿acaso se permite dentro del Estado vaticano efectuar ritos islámicos o del catolicismo ortodoxo griego?), lo que una Iglesia en crisis por la acelerada reducción de sus fieles en el mundo y en América y por los escándalos de abusos y pederastia de sus ministros y representantes -a cuyas víctimas en México, particularmente a las del difunto Marcial Maciel, Ratzinger no recibió en esta ocasión en Guanajuato- necesita para revertir su rápida declinación frente a otros cultos y su pérdida de poder político.
¿Son meras declaraciones y cartas de intención? No. El gobierno mexicano ha hecho suyo ese programa eclesiástico comprometiéndose en no sabemos qué grado con las demandas planteadas por el Obispo de Roma. El embajador mexicano en el Estado pontificio, Federico Ling Altamirano, reconoció que el tema de la reforma al artículo 24 constitucional para conceder la multimencionada «libertad religiosa» estaba incluido en la agenda que fue tratada el sábado 24 de marzo en la entrevista privada entre el Papa Ratzinger y Felipe Calderón, en la ciudad de Guanajuato. En declaraciones a la agencia Notimex previas al viaje papal, señaló que dicha agenda estaba siendo trabajada conjuntamente por la embajada a su cargo y la curia vaticana. Y en su columna de El Universal (27 de marzo), Carlos Loret de Mola reseña cómo, mientras Calderón y Ratzinger se entrevistaban en Guanajuato, en una sala adjunta el secretario de Gobernación, Alejandro Poiré, y la canciller Patricia Espinosa hacían lo propio con el cardenal Tarsicio Bertoni, secretario de Estado del Vaticano, y el obispo Dominique Mambertti, encargado de las relaciones internacionales del mismo. Éstos plantearon enfáticamente su demanda de la «libertad religiosa plena» para México; los funcionarios mexicanos, dice el columnista, externaron su acuerdo con ese punto pero dejaron claro que las reformas constitucionales no dependen de la Presidencia, sino que tendrían que ser trabajadas en el Congreso.
Con respecto a Cuba, el segundo punto de su periplo, ya al llegar a México el sumo sacerdote del catolicismo adelantó también su proyecto al declarar que la ideología marxista «ya no corresponde con la realidad» de esa nación; y que la Iglesia está dispuesta a ayudar a ésta a encontrar nuevas formas para transitar «sin traumas» a otro régimen político. Ya en la isla, durante su homilía en Santiago, el pontífice convocó a los cubanos a que, «con las armas de la paz, el perdón y la comprensión, luchen para construir una sociedad abierta y renovada, una sociedad mejor, más digna del hombre». Y ya en La Habana, dijo haber «suplicado a la Virgen Santísima por las necesidades de los que sufren, de los que están privados de libertad, separados de sus seres queridos o pasan por graves momentos de dificultad». Acaso suponga Ratzinger que sus palabras y llamamientos tendrán en la isla un efecto corrosivo sobre el régimen político, semejante al que la diplomacia de su antecesor Karol Wojtyla ejerció frente a los gobiernos de Europa del Este y la URSS, y que contribuyó a la restauración en esos países del capitalismo privado liberal globalizado.
Si bien, Benedicto XVI ha dado un respaldo coyuntural al gobierno calderonista y a su partido frente al inminente proceso electoral, están por verse sus alcances ante las limitaciones que ha mostrado hasta ahora su candidata y sus estrategias políticas; pero sería ingenuo pensar que la visión política del Vaticano es inmediatista. Es clara su empresa de modificar estructuralmente el régimen jurídico y político establecido en México con la Constitución de 1917, y de impulsar desde la religión la mutación del orden social-estatista en Cuba, a fin de instaurar en ambos casos (las estaciones de su gira no fueron una casualidad) formas de régimen más propicias a sus intereses. En ambos casos se trata de una apuesta contra la historia y de una suplantación de las decisiones autónomas y soberanas de ambos pueblos. Creo que su éxito es muy improbable en la isla antillana; en México, activos factores internos de poder conspiran ya a favor de esa empresa.
Fuente: http://184.107.230.101/editorial.php?id=6370
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