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Salud mental: en manos de los grandes laboratorios

Fuentes: Rebelión
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¿Enfermedad o negocio? ¿Dónde está el límite?

Si entendemos por salud mental un «adecuado y productivo equilibrio con el medio», puede verse que, para las grandes mayorías del mundo, en su cotidianeidad existen innumerables factores que conspiran contra ello. Es más que evidente que sobran problemas en el día a día: una pobreza que no baja a nivel global, la tensión de vivir en grandes urbes, la violencia que se va normalizando como conducta regularizada, la simple angustia de tener que manejar demasiadas presiones, en muchos casos la falta de perspectivas a mediano y largo plazo, las guerras, la desesperanza. Todo eso no significa, mecánicamente, que entonces una muy buena parte de la población va a estar «enferma» en términos psicológicos. Digámoslo claro: va a tener una pésima calidad de vida, que es otra cosa. La resignación ante todo ello es lo que prima; no es cierto que todos andamos cerca del suicidio: resistimos, aunque la calidad de vida sea muy cuestionable. Afirmémoslo de entrada: ¡no estamos todos locos!

Rápidamente hay que despejar un equívoco: la salud mental no está asegurada solo por una sumatoria de condiciones materiales concretas. Tener resueltas las necesidades básicas, vivir en un entorno agradable, comer todos los días, tener un techo digno: todo eso constituye una condición indispensable para la calidad de la vida, pero no asegura por fuerza que, aun teniéndola, alguien no presente problemas ligados a lo que llamamos salud mental. ¿Se puede prevenir o incluso asegurar que alguien no se deprima, no se angustie, esté libre de conflictos, no transgreda normas, no presente síntomas e inhibiciones, en algún momento no le encuentre sentido a su vida, no abuse de sustancias psicotrópicas o esté libre de prejuicios? ¿Puede prevenirse un delirio psicótico o una enfermedad psicosomática? ¿Cómo prevenir la disfunción eréctil o la anorgasmia? ¿Acaso es posible ello?

Hablamos de «trastorno psíquico» en relación a aquello que no podemos dominar en el ámbito de lo que es llamado, algo imprecisamente, «mental». Dicho de otro modo: ansiedad, inhibiciones, rasgos «raros» de nuestra personalidad, tics, «mañas» varias, ciertos rituales que podemos tener, los celos exagerados, las dudas que nos carcomen, inseguridades, miedos diversos… Ahora bien, ¿cuándo eso pasa a ser «enfermedad»? Menudo problema: según la visión biomédica de la Psiquiatría tradicional, de la que es solidaria también buena parte de la práctica psicológica, y que conforma el sentido común dominante: siempre.

Al decir «Salud Mental» se siguen repitiendo mitos y prejuicios, uniendo ese campo con «locura». ¿Qué es la «enfermedad mental»? Noción difícil, altamente problemática sin dudas. ¿Se emparenta con locura? Sí. Es decir: con aquello que nos saca de «lo aceptado» en términos sociales. «Locura», definitivamente, no es un concepto científico del área de la sanidad, sino un posicionamiento ideológico-cultural. Es una forma de estigmatización de lo «raro», lo incomprensible o intolerable para el discurso «normal». Por tanto, siempre relativo, histórico. ¿Quién es el loco? Aquel que se sale del rebaño. En ese «salirse» puede entrar de todo. Al respecto, describiendo a la Salpêtrière en el siglo XVIII -el mayor asilo psiquiátrico de Europa de ese entonces, ubicado en París-, Thénon (citado por Michel Foucault) dice: «acoge a mujeres y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etc.». Esa abigarrada y multifacética colección de «rarezas» es la que sigue guiando hoy nuestra visión de estos temas. Toda esta serie de «curiosidades» puede ir al manicomio. O permanecer en la segregación, aunque no esté internada.

«Yo no estoy loco», se responde alarmados si se nos dice que debemos ir a un especialista en salud mental. Ese es el prejuicio dominante; nos confronta con la pérdida de nuestro propio manejo de la vida, de su control. De ahí que asuste/incomode tanto el campo de la salud mental, porque se une inmediatamente a la idea de «discapacidad», de pérdida de la razón, de desadaptación. Y de ahí a hospital psiquiátrico o chaleco de fuerza, un paso. ¿Cómo se desautoriza a una persona? Pues… tratándola de loca.

La salud mental se sigue concibiendo en términos de enfermedad: es sano mentalmente el que no delira ni tiene alucinaciones. Pero para esta cosmovisión no existen una cuota de malestar intrínseco a la civilización y el conflicto como dimensión normal de la dinámica humana. Prima la visión biológico-estadística que busca silenciar el disturbio, lo anormal, lo disruptivo. De ahí la importancia del manicomio, de la reclusión, del abordaje curativo (por cierto, con métodos cuestionables, como la hipermedicación, el electrochoque e incluso el manual de autoayuda que brindaría el camino a la supuesta felicidad, tan de moda hoy día, para poder ser -según la tendencia en boga- «resilientes»: coaching, psicoterapias centradas en el yo y la autoestima, consejería, y muchas prácticas -dudosas- que gozan de presunta reputación por llevar el prefijo «psico»: psico-yoga, psico-relajación, psico-taichí, psico-caricias energéticas, etc.). ¿Cuál es el límite entre práctica científica y chapucería?

La ilusión es que somos cada uno de nosotros, en primera persona, quienes conscientemente decidimos qué hacer. Aunque la realidad, siempre tozuda, por cierto, nos muestra que esas conductas son relativas, que no hay una «normalidad» instintiva, fuera de la historia y la cultura. Si así lo fuera, ¿por qué se pasa hambre, siendo que sobra comida en el mundo para alimentar a toda la población planetaria? ¿Por qué hay obesidad, anorexia o bulimia, conductas que no encontramos entre los animales? Y ni hablar de la sexualidad, talón de Aquiles por excelencia de la humanidad. Hoy, la homosexualidad dejó de ser «enfermedad» psíquica, considerada así en los eruditos manuales de Psiquiatría hasta hace unos pocos años; en la Grecia clásica era un privilegio de los aristócratas varones. En diversas culturas a través de la historia hay claros indicios de prácticas homosexuales, masculinas y femeninas: Roma, el antiguo Egipto, China, Japón, los mayas mesoamericanos. Definitivamente: son entramados histórico-sociales los que deciden nuestra vida «psicológica», nuestra cordura y nuestra enfermedad mental.

Vale preguntarnos: ¿por qué la salud pública es cómo es? ¿Por qué los laboratorios premian/incentivan a los médicos que más medican? ¿Hay tantas, pero tantas enfermedades mentales realmente, como nos dicen los tratados de psicopatología?

En 1952, cuando apareció la primera edición del Manual de Psiquiatría en Estados Unidos (el que habitualmente se utiliza en buena parte del mundo, conocido por sus siglas en inglés: DSM), había 106 «trastornos mentales». Para el 2013, cuando aparece la quinta edición, aparecen 216. ¿Creció el número de «enfermedades psiquiátricas» (es decir, ¿estamos cada vez más locos?) o creció la avidez de las empresas farmacológicas por vender sus productos? También podría preguntarse de otra manera: ¿Quién maneja ese confuso campo de la salud/enfermedad mental? Unos cuantos oligopolios farmacéuticos: Johnson & Johnson, Roche, Pfizer, AstraZeneca, Novartis, Bayer, Sanofi. En el mundo occidental, al menos una de cada seis personas utiliza algún psicofármaco, muchas veces sin que le sea necesario -pues no cura nada, solo perpetuando su dependencia del medicamento y su posición de «raro»-. En esa lógica van cobrando cada vez más relevancia las Neurociencias, que le son totalmente funcionales a estas empresas. 

Pero al respecto, y como acertadamente dice Nora Merlín: «La investigación sobre el cerebro puede funcionar como una renovada oferta de espejitos de colores. Las neurociencias son un conjunto de disciplinas que estudian la estructura, la función y las patologías del sistema nervioso, pretendiendo establecer las bases biológicas que explican la conducta y el padecimiento mental. (…) Las neurociencias implican el triunfo de la medicalización, del paradigma positivista y de la investigación técnica desligada de los efectos políticos y subjetivos de vivir con otros y otras. Supone el negocio de los laboratorios y el triunfo de la colonización neoliberal que produce psicología de masas, donde el sujeto se reduce a ser un objeto de experimentación manipulado, cuantificado y disciplinado».

Dentro del muy amplio campo de la salud, el capítulo de lo psíquico sigue siendo -quizá no hay otra alternativa- un ámbito «complicado», por decirlo de un modo suave. Apelándose a los miedos ancestrales y los prejuicios descalificantes que allí rigen, la industria farmacológica encuentra un campo especialmente propicio para hacer negocios. Aunque ello suene «turbio», por no decir deleznable, eso es lo dominante en el campo de la salud mental. He ahí un gran, enorme, muy lucrativo negocio. Los médicos psiquiatras no son los responsables de esta situación; ellos solo están preparados para recetar según los manuales que guían su práctica. ¿Pero quién redacta esos manuales y las clasificaciones de «trastornos mentales»? Nada más y nada menos que las mencionadas grandes farmacéuticas capitalistas. 

Esas clasificaciones psiquiátricas se basan en una preconcebida -y nada crítica- idea de normalidad. De ahí que cualquier cosa que se aleje del paradigma propuesto como normal puede ser enfermo. Bastante antojadizamente, ahí puede entrar lo que se desee, pues sin dudas dan para todo. Por ejemplo, el «Trastorno disfórico premenstrual» (molestias anímicas previas a la menstruación: irritabilidad, ansiedad, etc.), ¿constituye una enfermedad mental? Antes de la aparición de los antidepresivos, por ejemplo, en Estados Unidos se consideraba que padecían «depresión» 100 personas por cada millón de habitantes; hoy día, esa cantidad subió a 100 mil por un millón. Es decir: un aumento del 1,000%; por tanto, 10% de su población consume antidepresivos, el doble que en 1996. Del mismo modo, conductas que hacen parte de la cotidianeidad, como la timidez, son descrita con rimbombantes términos que guardan un aire de cientificidad, y por tanto asustan: «trastorno de ansiedad social», por ejemplo, por lo que aparece el fármaco «exacto» para combatirlo. Pero, ¿la timidez es una enfermedad psiquiátrica? ¿Y el «trastorno de compras compulsivas»? En los manuales de Psiquiatría -financiados por la gran industria farmacológica- aparecen todas estas «entidades mórbidas» descritas como dolencias que deben ser medicadas. La idea de «normalidad» psíquica es bastante difusa, innegablemente. El cuadro de «trastorno bipolar», infinitamente utilizado hoy día, casi «de moda» podríamos atrevernos a decir, hace un par de décadas no existía. ¿Se descubrió en un laboratorio de investigación clínica en un departamento de marketing?

¿Quién define la «locura»? ¿Quién la certifica? No queda claro si son «enfermedades mentales», entonces: la angustia, el miedo, la homosexualidad y/o la homofobia, el racismo, el machismo. ¿Cuándo son «normales» (cuestión complicada, por cierto) y cuándo no? Es evidente que los manuales de Psiquiatría no tienen la respuesta…, aunque, de hecho, en nuestra sociedad moderna, sí la dan. Los agentes de salud y la opinión pública repiten eso. De todos modos, se debe abrir una pregunta crítica sobre el asunto.

¿Prevención?

¿Qué hay con la prevención en este ámbito? Siendo congruentes con la definición clásica de salud: «Estado de bienestar físico, psicológico y social y no mera ausencia de enfermedad», no se puede esperar que el acto individual de una consulta en el ámbito de lo psíquico (Psiquiatría o cualquier forma de Psicología) resuelva todos esos aspectos arriba señalados, ni contribuya a la prevención. Eso es materialmente imposible, y ni siquiera deseable, porque esa fantasía transformaría al practicante de cualquier modalidad de psicoterapia en una suerte de superhombre, de brujo todopoderoso que todo lo puede con un saber omnisciente. Lo que se puede -y debe- prevenir es que el sufrimiento quede tapado, cubierto, escondido. En otros términos: se debe promover la palabra, para que el malestar circule, se haga visible, y así pueda procesarse adecuadamente. Alguien del campo de las psicoterapias afirmaba, sin dudas con total convencimiento: «Los traumas del pasado deben sepultarse. Hay que mirar el futuro con actitud positiva». ¿Nos quedamos con eso?

Lo terrible es que se puede apoyar/reforzar esa actitud de ataque a lo raro sin necesidad de indicar una internación psiquiátrica, chaleco de fuerza o lobotomía. Llenar de psicofármacos o aconsejar no es lo más recomendable (hay psicoterapeutas que, en nuestro contexto occidental, mandan a orar, Biblia en mano). Ni tampoco ayudan en esto los libros de autoayuda y superación personal («Todo depende de usted», «Si usted quiere, puede»), hoy día tan a la moda… que hasta en los supermercados se venden, igual que un chicle o una afeitadora. En esa lógica también, no debe dejar de considerarse el uso -y abuso- que suele hacerse de la inteligencia artificial para pedir «soluciones». ¿Un algoritmo podrá con nuestras angustias? El mundo que se está construyendo, y una cierta Psicología concomitante, parece indicar que ese es un camino posible, quizá -lamentablemente- el más posible

Como casi todo acto preventivo, toda acción de promoción y/o fomento de la salud (que sólo en contadas ocasiones es una profilaxis personal), estamos ante un tema de salud pública, de política sanitaria para toda una población. Por tanto, faceta eminentemente política, social. En última instancia: ideológica. ¿Qué se puede prevenir en el campo de la salud mental? ¿Que no haya malestar? ¿Acaso puede el psicoterapeuta lograr que cada persona sea eternamente feliz? Es imposible prevenir que, por ejemplo, a veces aparezcan niveles de angustia, o un trastorno de ansiedad, una crisis de pánico o la eyaculación precoz, o un tic, tartamudez, insomnio, o una idea obsesiva que se repite intolerable, una alucinación esquizofrénica o un caso de celotipia paranoica.

Entonces: ¿cómo prevenir la psicopatología? O, si se prefiere con más propiedad: ¿cómo promover/fomentar la salud mental? Si se quiere decir aún más explícitamente: ¿Cómo lograr que «estemos bien»? La salud mental ¿es estar feliz? Quizá la definición freudiana sea la más acertada: tener la capacidad de mantener relaciones afectivas satisfactorias y sentirse productivo.

Se debe generar una actitud para la atención de los consultantes que no niegue ni tape los conflictos en la esfera psicológica. Es decir: hay que apuntar a hablar de ellos. Por allí debería ir la cuestión: no estigmatizar los problemas -comúnmente llamados «mentales»- sino permitir que se expresen.

La salud mental está en la promoción de nuevos y superadores modelos de relación entre la gente, en el acabar con prejuicios estigmatizantes, en permitir hablar de los problemas y no taparlos, encerrándolos tras los muros de un hospital psiquiátrico o silenciarlos con tóxicos (los legales: la psicofarmacología, el alcohol etílico), o los ilegales (de marihuana en adelante). En tal sentido puede ser un campo inmensamente rico para esta promoción hablar mucho y sin miedo de la sexualidad -interminable «punto débil» de los humanos-, de la violencia, del consumo de alcohol y de estupefacientes, de las transgresiones y la corrupción, del aborto, de las relaciones de pareja, de los variados malestares que pueblan nuestra vida. Políticas públicas impulsadas por el Estado que contemplen todo esto son imprescindibles

Romper prejuicios no es sólo una cuestión de buena voluntad que se pueda lograr con la intervención de un profesional en solitario ante su paciente: hay que formular una política pública que lo aliente, lo impulse, lo haga realidad. Ello es imprescindible porque, si no, seguiremos concibiendo todo esto, desde nuestros atávicos prejuicios, como cuestión de «nosotros cuerdos» versus «ellos los locos». Recordemos en esa tónica, como dijo Einstein, que «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».

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