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Sarmiento, Chacabuco… y Rosas

Fuentes: Rebelión

En febrero de 1841, y bajo seudónimo, un ignoto sanjuanino exiliado iniciaba su camino en la prensa chilena y su itinerario como atacante insobornable de todo lo ligado a Juan Manuel de Rosas y su gobierno.

El autor de Facundo, Domingo Faustino Sarmiento, ha sido desde antiguo sujeto de culto por sus ideas y acciones en torno a la ampliación del campo de la educación pública, en particular el que se refiere a la enseñanza primaria. A ese lugar de “prócer de la educación” se le adosaba el de gobernante orientado por una visión del “progreso” digna de adoptarse y ser imitada.

Esa mirada enaltecedora ha sido contrapuesta, al menos desde las primeras décadas del siglo XX, a un enfoque crítico. Se lo centraba en su abordaje de la “civilización” orientado a la conformación de una sociedad blanca y urbana, signada por la imitación de modelos europeos o estadounidenses.

Un punto de vista muy extendido entre las clases dominantes de la época, que Sarmiento impulsó hasta sus límites extremos, al propiciar la aniquilación de gauchos e indios como prerrequisito para desterrar la “barbarie”.

Se asignó desde la crítica un lugar destacado a sus muy famosas truculencias sobre no escatimar la sangre de los gauchos en la represión, que para nada se limitaron a expresiones discursivas, sino que cimentaron la adopción de prácticas concretas.

Tal como lo demostró en su actuación en la derrota de las montoneras encabezadas por el general Angel Vicente Peñaloza, el “Chacho”, y en el respaldo entusiasta no sólo al asesinato del jefe montonero sino al de la exhibición pública de su cabeza cercenada. 

Aquellas palabras y estos sucesos le han hecho ganar el desprecio y el odio de muchxs hacia su figura. La condena de los ribetes más nefastos de su pensamiento y acción resulta necesaria. Su encuadre no como desvaríos individuales sino como exposición de la visión del mundo y de la sociedad argentina de las clases dominantes es asimismo un recaudo para la comprensión de su personalidad y su papel histórico.

El personaje y su pensamiento, es obvio, tienen aristas más complejas. Entre ellas la de haber sido un enorme escritor y periodista, incluso un polemista de primera línea. Sin la lectura y reflexión sobre sus obras no puede entenderse la trayectoria de nuestro país en el siglo XIX.

Queremos traer aquí a la atención de los lectores un artículo periodístico suyo si no temprano, ya que el autor bordeaba sus treinta años; al menos anterior a la escritura de sus obras fundamentales.

El cruce de los Andes en la mirada sarmientina.

Sobre la batalla de Chacabuco versó el primer artículo de Domingo F. Sarmiento durante su segundo exilio en Chile, iniciado en 1840. La misma etapa de su vida que daría lugar, entre otras obras, a Facundo y Recuerdos de Provincia.

Por entonces ya le animaba a pleno la oposición a la dictadura de Juan Manuel de Rosas, sobre lo que iremos más adelante

La nota fue publicada en El Mercurio de Valparaíso, el 11 de febrero de 1841. Apareció con el título “12 de febrero de 1817”. Sarmiento sólo lo firmó como Un teniente de artillería en Chacabuco.

En concordancia con esa signatura, el autor redactó el escrito en primera persona, e incorporó el “dato” de que el supuesto oficial que oficiaba de narrador, era chileno y se encontraba entre los que fugaron hacia Cuyo después de la derrota de Rancagua.

El texto parte de la idea de que tanto la batalla, como sus protagonistas, del general al soldado, se hallan sumidos en un olvido injusto, sellado inclusive por conmemoraciones formalistas y desganadas:

 “Algunas salvas en las fortalezas, algunos pabellones flotando en lo alto de los edificios, he aquí todo lo que recuerda un día que debiera ser caro al corazón de todo chileno. (…) “El extranjero que nos observa, nos creería los hijos de los españoles vencidos en aquel gran día, fastidiados de ver repetirse un recuerdo humillante y odioso. Veinticuatro años han transcurrido apenas, desde que aquel memorable día alumbró en Chacabuco un combate de vida o de muerte para la independencia americana, y ya ni se mientan los nombres ilustres que lo inmortalizaron.”

 Desde nuestra mirada actual, podríamos esperar que la nota está presidida por el propósito de homenajear al general José de San Martín. En el Chile de aquellos años, la veneración no era el sentimiento que solía despertar la figura del general de los Andes.

Y poco de “sanmartiniano” hay en el artículo, apenas dos menciones expresas a quien ejerció el mando durante el combate. Ninguna de ambas va acompañada de términos elogiosos. Se nombra al General, a secas. “Un ejército al mando del general San Martín, se aprestaba al fin a cruzar los Andes y traer a nuestra desgraciada patria la libertad perdida.” es el primer comentario que lo alude, a poco de empezado el artículo. Y luego la segunda y última, ya cerca del final, en la que quien comanda en Chacabuco viene incluido en la enumeración de los principales protagonistas: “Un día el viajero que pase la famosa cuesta, verá asociados en el mármol los nombres de O’Higgins y Prieto, Las Heras y Bulnes, Lavalle y San Martín, Necochea y Soler…”

 En seguida después de esa lista de altos jefes, viene el lamento por los combatientes condenados al anonimato, junto con la profecía de una reivindicación colectiva en el porvenir:

 “Un día la historia recogerá con avidez los nombres de todos los que lidiamos juntos en Chacabuco y en otros lugares tan gloriosos como éste; un día el extranjero, porque vosotros no sois capaces (…)” Y en seguida viene el reproche a la ingratitud y la indiferencia de los coterráneos “…y desechará con desprecio vuestro abultado catálogo de recriminaciones…”

 No son ni el comandante en jefe proveniente de las Provincias Unidas de entonces, ni su aliado Bernardo O’Higgins, que volvía a su país de origen en la esperanza de revertir el desastre de 1814, el centro de la atención del todavía novel periodista.

Quiere, en cambio, hacer un rescate del cruce de los Andes y de la batalla que fue su continuidad inmediata, a la luz de lo que el escritor interpreta como una nueva gesta “libertaria” de alcance continental, esta vez estructurada en torno al hilo común de la lucha contra las dictaduras que se hallaban a la sazón en el poder, a comenzar por la de Juan Manuel de Rosas en la entonces “Confederación Argentina”.

Sarmiento nunca escribió historia de pretensión “científica”. Cuando miraba hacia el pasado más o menos cercano, lo hacía con la mira puesta en los debates del presente. Puede afirmarse con certidumbre que no fue historiador, en sentido estricto.

Fue un brillante escritor, polemista con frecuencia, que construyó un “uso” del presente y el pasado cercano del país, al servicio de una lucha concreta por el poder y de un plan político.

Sus artículos periodísticos, desde El Mercurio de su segundo exilio chileno a El Censor de su vejez, pasando por El Nacional y varios otros, fueron frecuentes exponentes de discusiones apasionadas, sin espacio para la disquisición erudita ni el empeño “profesoral”. Este escrito temprano es un ejemplo entre muchísimos de esa relación con la historia.

El futuro presidente de Argentina destaca en particular a la multitud anónima que tomó parte en la laboriosa travesía por las montañas y luego en la victoria que la enaltece. La protagonista es la campaña militar misma, y dentro de ella ocupan la visión todos los que le pusieron el pecho a las balas. Casi de inmediato después de haber bordeado el agotamiento en el cruce de la cordillera. Y sin excluir las jerarquías militares más bajas.

Incluso son mencionados los soldados de ascendencia africana. Esos infantes por excelencia en los ejércitos argentinos hasta que la mortandad bélica, las epidemias y el mestizaje disminuyeran mucho su número:

 “Los negros del 7 y del 8 (por el número de los regimientos que integraban) dirigían con horror sus inquietas miradas sobre las cúpulas nevadas de la cordillera, que tenían a sus espaldas, en donde el frío había martirizado sus constituciones africanas (…) Mas sabían, porque así se lo repetían sus jefes, que todo negro que cayese prisionero en poder de los españoles, sería transportado a Lima y vendido para los ingenios de azúcar, y ésta sola idea les volvía todo su feroz y brutal coraje.”

 Cuando entra en la narración de los hechos, y tras señalar la pertenencia del anónimo relator a un exilio chileno que “corrió” a enrolarse en el naciente Ejército de los Andes, se sitúa ya en el cruce:

 “Chilenos y argentinos dejamos la ciudad de Mendoza el 17 de enero de 1817. Teníamos la cordillera al frente, y detrás de ella estaba Chile, (…) El hambre, el frío, el viento glacial que nos helaba la respiración, primera página de la terrible campaña que abría el ejército.”

 Compara la hazaña con la exaltada proeza napoleónica del cruce del Monte de San Bernardo, y resuelve el parangón casi en tono despectivo, por lo desparejo de las travesías, con la del macizo andino como asaz más trabajosa. Al mismo tiempo, vuelve sobre el tema del cuasi olvido en que ha caído la hazaña, junto con la batalla que coronó su itinerario:

“Mil historiadores han ponderado sus dificultades casi insuperables, y el gran capitán lo ha clasificado como uno de los prodigios que había obrado el ardor francés. Y bien¡, el pasaje de la cordillera por un ejército sin pertrechos, sin tiendas, sin capotes, yace oscuro, y apenas una pluma le ha tributado un pasajero asombro”.

 La narración del combate es muy sucinta, no ocupa más de una carilla, que tal vez no se encuentre entre lo más destacado del artículo. Desde el punto de vista literario, quizás pueda señalarse el pasaje en que se relata el final de la batalla, que transmite con fuerza el horror de la guerra, el que a menudo queda semioculto en las endechas a las hazañas patrióticas.

 “Los granaderos lo arrollaron todo, y el camino de Santiago se presenta libre, aunque sembrado de moribundos y cadáveres. La defensa de las casas de Chacabuco no sirvió sino para hacer más sangrienta una escena sin esto demasiado gloriosa. Efectivamente, ochocientos prisioneros, setecientos muertos, banderas españolas, bagajes, artillería y el 14 pisando, en fin, el puente de Santiago en triunfo, llenos de sangre, polvo y andrajos¡…”

 En seguida, vuelve sobre el tema de la relegación sufrida por esa parte de la historia, al menos en Chile. El “suelto” periodístico, como se decía en la época, está surcado por esa preocupación, elevada casi a abierta protesta.

Desde Santiago, contra la “tiranía”.

Se puede extraer un corolario de este escrito sarmientino, más que evidente. Lo anima para su elaboración el propósito de poner por los suelos al “tirano” Rosas, con la particularidad en este caso de hacerlo por contraposición a un destacado acontecimiento de la guerra de la Independencia. Más que oportuno que fuera Chacabuco el vehículo, siendo que por esos días el joven escritor procuraba abrirse paso en el panorama intelectual y político chileno.

Ya sobre el final, el autor fulmina a su enemigo fundamental, sin nombrarlo. Pero queda claro que el artículo que nos ocupa, como casi cada página escrita por Sarmiento en esa época, tiene como norte central, inmediato o mediato, el ataque al Jefe de la Confederación Argentina:

 “…el crimen ha manchado la bella historia de algunos; tal sale de su largo reposo y sucumbe por salvar la patria de un tirano horroroso; y cual otro, lucha casi sin fruto contra el colosal poder de un suspicaz déspota que ha jurado exterminio a todo soldado de la guerra de la independencia,  porque él no oyó nunca silbar las balas españolas, ¡porque su nombre oscuro, su nombre de ayer, no está asociado a los inmortales nombres de los que se ilustraron en Chacabuco, Maipo, Tucumán, Callao, Talcahuano, Junín y Ayacucho¡”

 Su no participación en las luchas por la emancipación era un reproche hacia Rosas que partía de que el futuro gobernador de Buenos Aires tenía diecisiete años en 1810. Para los días del ejército de los Andes o aún antes, el sitio de Montevideo o las últimas campañas al Alto Perú, era un veinteañero en plena edad militar, pero no se asomó por los frentes de combate.

La imagen de Rosas como estanciero y administrador de establecimientos ajenos, preocupado por la multiplicación de sus vacas, mientras otros se exponían a las penurias y a la muerte, fue cultivado por Sarmiento y acompañaría la figura del Restaurador hasta mucho más allá de su muerte en Southampton.  De allí la expresión “él no oyó nunca silbar las balas…”, asociada a la presunta persecución despiadada de los guerreros de la Independencia.

La afirmación de que perseguía a los soldados de la independencia, sin duda se hacía a la luz de los episodios de la feroz guerra civil de 1840-1841, en la que encabezaron la facción unitaria dos antiguos altos oficiales de la Independencia. La derrota de ambos, con el exilio en Chile de Gregorio Aráoz de Lamadrid, y la confusa muerte del otro, Juan Lavalle, fueron posteriores al artículo, pero darían luego alas a la veracidad de ese “…ha jurado exterminio…” que le endilga Sarmiento al entonces titular de la “Suma del poder público” .

La fama de coraje casi ilimitado de Lavalle y Lamadrid, que acompañó a la actuación militar de los dos, facilitaban el parangón desdoroso hacia la reticencia de Rosas a “poner el cuerpo” en las campañas de la época.

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El periodista todavía anónimo, que cimentaba con sus líneas el comienzo de un ascenso sostenido en la prensa y la política chilenas, cerraba su exposición sobre la batalla del 12 de febrero, con una reprimenda al periodismo del momento y también a la “nueva generación”:

 “Mientras la prensa guarda un criminal silencio sobre nuestros hechos históricos, y mientras se levanta esta generación que no comprende lo que importan para Chile estas salvas y estas banderas que decoran el 12 de febrero, nosotros, cada vez que pase por nuestras cabezas el sol de este augusto día, lo saludaremos con veneración religiosa, y deplorando la suerte que ha cabido a tantos compatriotas, cualquiera que sea el país o el color político a que pertenezcan, elevaremos nuestros votos al cielo para que en los cansados días de su vejez hallen un pan que no esté amasado con lágrimas para su alimento, el abrigo del techo de sus padres y las bendiciones y respeto de sus compatriotas.”

 Con esas palabras termina el texto que marcó la irrupción sarmientina en la “prensa grande”, ya que El Zonda de San Juan era dirigido a unos cincuenta lectores reales. Había en el artículo sobre Chacabuco trasuntos del futuro autor de Facundo, en su furia antirrosista. Y en una prosa vigorosa, todavía con leves desbordes retóricos que iría limando el tiempo.

El joven articulista se abría paso en el exilio antirrosista, para exaltar la gesta independentista en clave de ataque a la “tiranía”. Y señalar el injusto olvido por parte de una nación que no ha aprendido a encomiar a sus propias glorias.

En algunos de sus trazos ya se avizoraba al gran escritor. Sus méritos en ese campo son el aspecto menos controversial del “padre del aula”. No son muchxs lxs que discuten sus méritos literarios.  

Leer a Sarmiento, discutirlo, es una tarea insoslayable a la hora de pensar el pasado argentino.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.