Goyo tiene veintiséis años, pertenece a un colectivo ecologista que pretende contrarrestar la destrucción ambiental que ocasionan las grandes empresas, Goyo además cree que pertenece al grupo de los «no normales», a los que, por alguna u otra razón, no pueden sentir o pensar como los normales (Goyo ha compartido dormitorio toda su vida con […]
Goyo tiene veintiséis años, pertenece a un colectivo ecologista que pretende contrarrestar la destrucción ambiental que ocasionan las grandes empresas, Goyo además cree que pertenece al grupo de los «no normales», a los que, por alguna u otra razón, no pueden sentir o pensar como los normales (Goyo ha compartido dormitorio toda su vida con su hermano deficiente mental que acaba de morir). Para Goyo los normales son aquellos que llevan una vida sin grandes contratiempos, sin grandes impedimentos que les hiciera plantear otro tipo de vida distinta de la que se supone en un estado del bienestar. En relación al tipo de vida normal también opina Manuela, al hablar de su hijo Marcos, un muchachote sano, de dieciséis años, que juega al voleibol y que terminará el bachillerato, estudiará una de esas carreras donde se mezclan derecho y economía, para luego pagarle un máster en Estados Unidos y al regreso encontrar trabajo en cualquier multinacional que busque jóvenes ambiciosos bien formados y con idiomas. Manuela sabe que su hijo alcanzará sin grandes contratiempos la conquista de la que es consciente su marido, Enrique, que ha asistido por curiosidad a una de las reuniones del colectivo ecologista y a partir de entonces se intercambia emails con Goyo, en los que le dice que él, Enrique, sí que pertenece a los normales, a los que no pertenecen a ningún grupo anticapitalista, a los que están aceptablemente casados, tres hijos, buen sueldo, casa, a los que cada vez que alquilan un apartamento con piscina para el verano no piensan que está arrancándole el futuro a diez niños africanos enfermos, a los que opinan que reunirse en asamblea para repartir pasquines y sacar diez votos en las elecciones no sirve para nada porque ya todo el poder está repartido, a los que dos o tres veces al año añoran la intensidad pero que piensan que su equilibrio actual es un bien precioso, que los activistas como Goyo luchan para que todo el mundo sea como su familia de clase media, porque aunque a Goyo le parezca mentira, esa boba e insípida placidez de ciertos seres de la clase media es una de las conquistas más valiosas del género humano.
«Si un hombre piensa que, para dedicar su vida entera a la revolución, no puede distraer su mente por la preocupación de que a un hijo le falte determinado producto, que los zapatos de los niños estén rotos, que su familia carezca de determinado bien necesario, bajo este razonamiento deja infiltrarse los gérmenes de la futura corrupción», lo leyó Susana en alguna parte, Susana, hija de Enrique y Manuela y hermana de Marcos, 20 años, 1.62, cuarto curso de ingenieros agrónomos, militante en el mismo grupo de Goyo, no se acaba de creer lo que dicen muchos, que los que empezaron en otros grupos activistas luego cambian, que cuando empiezas a envejecer te haces conservador y de derechas, y vas constatando lo ingenuo que eras cuando de joven querías transformar el mundo. Ella, al igual que Goyo, son de los que opinan que con argumentos la izquierda gana siempre, que las decisiones justas, las buenas, son aquellas que se toman no por ser altos ni bajos, gallegos o madrileños, dueños de tres casas o de ninguna casa, sino por no ser nada de todo eso, sino por ser cualquiera, por estar en el lugar de cualquiera y entonces hacer lo que cualquiera haría en nuestro lugar. Susana opina, no solamente opina sino que está segura de que es una certidumbre, como en una mano hay cinco dedos, que las personas no terminan en ellas mismas, que todos somos parte de una colectividad más amplia, y que la mayoría de las cosas no se hacen para uno o para una, que la vida se entrelaza.
Belén Gopegui nos habla en «El padre de Blancanieves» de generaciones e ideales, de sujetos individuales y sujetos colectivos. En principio el argumento de la novela puede parecer bastante sencillo: un grupo de jóvenes idealistas, el padre de una de esas jóvenes, Enrique, con esos sueños ya olvidados, ya bien reorganizados y reestructurados en las bondades de la clase media. Pero el equilibrio lo rompe Manuela, la mujer de Enrique, la madre de Susana y de Marcos; Manuela que un día tiene un incidente con un ecuatoriano y decide ponerse en su lugar (qué importante la empatía), conocer la realidad de ese chico sudamericano, experimentar ser como ellos, acordar con su familia escaparse a vivir sola, por unos meses, a trabajar de cajera temporal a un supermercado de Parla. Manuela es el elemento distorsionador, nadie toma una decisión como esa por un hecho aislado, Manuela somos todos, o al menos somos tantos, Manuela es la que nos dice que los ideales, que la justicia, que el compromiso, no son una cuestión de edad. Manuela es la que viene a plantársenos de frente, tan cerca de nuestros rostros que casi podemos sentir su aliento, a los que pertenecimos a alguna asociación, a los que montamos una ONGs, a los que todo abandonamos cuando nuestras vidas privadas, nuestro placer, y sobre todo nuestros salarios, comenzaron a ser lo más importante. A todos nosotros Manuela viene a decirnos que el gran logro del estado del bienestar, la cómoda e insulsa clase media, no es suficiente, ¡ni mucho menos!
«El padre de Blancanieves» (¿dónde estaba cuando la madrastra quería matar a su hija?, ¿vivía, tramaba algo, se escondía?, ¿alguien lo sabe?) es uno de esos libros que justifican la literatura, uno de esos libros que te pegan tres bofetadas y te tumban durante un par de días, ojalá que ese efecto no fuera temporal y durara para siempre.