Las recientes elecciones primarias de Argentina fueron categóricas, contundentes: la población ya no quiere más políticas neoliberales. Pero en realidad, para ser estrictos, no es que no las quiera: no las soporta, no puede seguir viviendo bajo ese yugo monumental. El mensaje enviado por la masa votante fue de claro y absoluto repudio a las […]
Las recientes elecciones primarias de Argentina fueron categóricas, contundentes: la población ya no quiere más políticas neoliberales. Pero en realidad, para ser estrictos, no es que no las quiera: no las soporta, no puede seguir viviendo bajo ese yugo monumental.
El mensaje enviado por la masa votante fue de claro y absoluto repudio a las iniciativas de capitalismo salvaje (eufemísticamente llamado «neoliberalismo»), la gente de a pie, que es la abrumadora mayoría, vive cada vez peor, con hambre, con enfermedades, sin trabajos dignos, falta de proyecto a futuro. Mauricio Macri, un acaudalado de Argentina, es un peón, un operador de esas políticas que hace unos 50 años vienen manejando el mundo.
El llamado neoliberalismo es una estrategia de hiper control planetario por el que unos pocos megacapitales fijan el ritmo del mundo, trazando su obligada arquitectura global. El mismo surge en la década del 70 del pasado siglo (la dictadura de Pinochet, en Chile, fue el primer laboratorio de ensayo), como una estrategia económica sin dudas (volver más ricos a los ya tremendamente ricos), pero definitivamente también como una política de contención social. Durante toda la primera mitad del siglo XX, hasta entrada su séptima década, el campo popular y las ideas marxistas impulsoras de la revolución socialista fueron cobrando fuerza. De esa cuenta, a lo largo de los años se llegó a procesos revolucionarios en Rusia (1917), China (1949), Cuba (1959), Nicaragua (1979), y a la paulatina ampliación de beneficios por parte de la clase trabajadora global (jornada de ocho horas, importante legislación laboral, derechos de la mujer trabajadora en relación a la maternidad, organización sindical genuina). Entrada la década de los 70 del siglo pasado, movimientos guerrilleros de izquierda, procesos populares varios, iglesia católica con su opción preferencial por los pobres y distintas luchas sociales (mujeres, estudiantes, diversidad sexual) marcaban el espacio. La derecha reaccionó.
A partir de esa reacción, para dicha época la represión (policial y militar) puso fin a toda la referida movilización. Pero junto a ese parate brutal, descarnado, surgen los planes neoliberales. Los mismos fueron tan efectivos, o quizá más, que las montañas de cadáveres y ríos de sangre que enlutaron a los pueblos. Esos planes nacieron de los grandes capitales. Sus brazos operativos fueron, y siguen siendo al día de hoy, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial (virtuales extensiones del Sistema de Reserva Federal de Estados Unidos, comúnmente conocido como FED, por sus siglas en inglés). El supuesto «banco central» del país del norte en realidad no es una institución gubernamental sino que nuclea a los más grandes capitales mundiales (bancas Rockefeller, Rotschild, Morgan, Goldman, Sachs, Lehman, Lazard y otras), estadounidenses en lo fundamental, los cuales establecen el curso de la política mundial más allá de las soberanías nacionales.
Esa vuelta brutal al primado del mercado (la famosa «mano invisible» de Adam Smith que, supuestamente, todo lo arregla) en contra de las políticas de fortalecimiento del Estado, tuvieron como principales íconos políticos a Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Tatcher en Gran Bretaña, siendo Milton Friedman su intelectual orgánico por excelencia, junto a una pléyade de economistas de la Universidad de Chicago.
Tales políticas, además de concentrar de un modo grotesco las riquezas mundiales en muy pocas manos con primacía del capital financiero, sirvieron para desmovilizar completamente al campo popular y a todo intento progresista. A tales efectos, se mostraron tan efectivas como los campos de concentración clandestinos y las salas de tortura, o más. Achicamiento de los Estados, privatización de absolutamente todo, endeudamiento forzado de los países con las instituciones crediticias el Norte, precarización de la fuerza de trabajo, contratos laborales ignominiosos, pérdida de avances sociales, empobrecimiento y brutalización de las poblaciones, derrota de toda acción de protesta… la fuerza de los planes fondomonetaristas fue avasalladora. «No hay alternativa» ante ellos, se permitió decir sin vergüenza la Dama de Hierro, la Primera Ministra británica Margaret Tatcher. O capitalismo salvaje y sin anestesia… ¡o capitalismo salvaje y sin anestesia! La protesta quedó descartada. O, al menos, eso pretendió la clase dominante global.
Latinoamérica se vio envuelta con todas estas recetas, endeudándose con los organismos financieros internacionales -los brazos operativos de esos megacapitales- de un modo infame: deudas técnicamente impagables que hipotecan las naciones por varias generaciones. La postración de nuestros pueblos, y también de sus autoridades, fue total. A su turno, todos los presidentes de la región tuvieron «relaciones carnales» con los organismos crediticios (el argentino Menem fue uno más de tantos). Y eso fue no solo en el subcontinente: el neoliberalismo se extendió por todo el globo, destruyendo los Estados de bienestar socialdemócratas así como cualquier posición estatista. El dios mercado se entronizó de manera monumental, aparentemente ¡sin alternativbas! Se logró la sumisión de la masa trabajadora mundial a los dictados de las empresas, cada vez más rapaces, más explotadoras. ¿Dónde habrá quedado el amor cristiano entonces? No lo hay, ni nunca lo hubo. Lo único que cuenta son las frías cuentas gobernadas por la rentabilidad. El dios dinero se impuso triunfal, despiadado, brutal. Eso es el capitalismo: el actual neoliberalismo no es sino su versión corregida y aumentada. Dicho de otro modo: no hay capitalismo «bueno». No puede haberlo, eso es una contradicción en sí misma.
Tras décadas de estas estrategias, se cambió profundamente la dinámica del mundo y de las luchas populares: ya no hubo revoluciones, ni guerrillas, ni Teología de la Liberación, ni sindicatos combativos. Hablar de marxismo, de luchas de clases, de revolución o antiimperialismo pasó a ser rémora de un pasado pretendidamente extinguido para siempre. «Fin de la historia y de las ideologías» llegó a decir otro intelectual orgánico de esta derecha triunfal, Francis Fukuyama. El sistema, sabiamente para mantener su estabilidad, permitió sí luchas parciales, fragmentarias, sin atacar el todo; surgieron así corrientes centradas solo en temas de género, o étnicas, o relacionadas a la diversidad sexual, o a problemas medioambientales. Sin restarle el valor incalculable que tienen estas luchas -que deberían integrarse todas en propuestas por un mundo mejor donde se articulen igualmente con el tema de lucha de clases- se las impulsó en la lógica de cambiar algo para que no cambie nada. Las benditas y ubicuas ONG’s reemplazaron a las organizaciones de base.
Tras esas décadas de este capitalismo salvajemente brutal, las clases trabajadoras mundiales (obreros industriales urbanos, proletariado rural, campesinado, amas de casa, estudiantes y jóvenes buscando ocupación) se empobrecieron de un modo patético. Tener un puesto fijo de trabajo pasó a ser un lujo, una joya a conservar. Las filas interminables de desocupados aseguraron, chantaje mediante, salarios cada vez más bajos y pérdida de derechos adquiridos en luchas históricas. Las esperanzas de cambio quedaron bastante sepultadas, adormecidas, relegadas. La infinita profusión de iglesias neo-evangélicas que barrieron la región completa el cuadro de embrutecimiento y control de la población.
En medio de esa debacle general, por supuesto hubo reacciones de los pueblos empobrecidos. En Latinoamérica, una de las más notorias fue el Caracazo, en Venezuela, en el año 1989, que dejó un saldo de muertos nunca claramente establecido, pero que no bajó de varios miles. Montándose en ese descontento fenomenal y en esa rebelión de energía popular, años después aparece la figura de un líder carismático que ejercería como principal baluarte contra las políticas neoliberales: Hugo Chávez.
Su llegada y lo que ello significó como retorno de un discurso olvidado -volvió a hablar de socialismo y de antiimperialismo: «Huele a azufre», dijo refiriéndose al entonces presidente estadounidense George Bush hijo- junto a la coincidencia de un auge exportador de materias primas por parte de los países latinoamericanos, en general con destino a China, permitieron un despertar anti-neoliberal. En ese marco, buena cantidad de países de la región aparecieron con gobiernos progresistas, de lo que podría llamarse centro-izquierda: Brasil (Lula y Dilma Roussef), Argentina (Néstor Kirchner y Cristina Fernández), Ecuador (Rafael Correa), Bolivia (Evo Morales), Uruguay (Pepe Mujica), Paraguay (Fernando Lugo), El Salvador (el FSLN ya desmovilizado), Nicaragua (Daniel Ortega).
Todos esos procesos -Bolivia quizá sea la excepción- no pudieron transitar de modelos capitalistas a esquemas superadores, socialistas. Por diversos motivos (tal vez porque no estaba en el ADN de ninguno de ellos), nadie rompió con el capitalismo, pero sí intentaron planteos socialdemócratas, capitalismo «con rostro humano» (Estado benefactor de Keynes, o engendros parecidos). «Capitalismo serio» pudo decir la mandataria argentina Cristina Fernández. Los megacapitales y las impagables deudas externas, sin embargo (¡más allá de la «seriedad») siguieron mandando.
Ese ciclo progresista logró importantes avances, más cupulares que para la gente de carne y hueso de los pueblos hambreados y sobreexplotados, pero importantes al fin. Surgieron así, en América Latina, interesantes intentos integracionistas y todo un conjunto de iniciativas antiimperialistas: ALBA, CELAC, UNASUR, Petrocaribe, Telesur, Radio del Sur, buscando escapar de la égida de Washington.
El golpe recibido por el campo popular fue tan terrible (capitalismo salvaje, brutal, sin anestesia, sin Estado regulador) que hablar de capitalismos suaves y planteos anti neoliberales se pudo sentir como un bálsamo. Todos esos planteos social-populares trataron de tomar distancia de las políticas neoliberales, sin conseguirlo de un modo contundente. El cáncer neoliberal ya había hecho metástasis, y el enfermo seguía muy grave. Sin dudas con el ciclo progresista hubo mejoras para las clases populares en todos esos países, pero las deudas externas se siguieron pagando fielmente y las condiciones laborales no mejoraron en lo sustancial. En otros términos: capitalismos no tan salvajes…., pero capitalismos al fin.
Pero esa primavera socialdemócrata se esfumó. La crisis capitalista del 2008, que aún persiste, pasó factura, las exportaciones bajaron, el precio del petróleo se derrumbó y la muerte de Hugo Chávez (dudosa, envuelta en la sospecha de un atentado en su contra) contribuyó en mucho a ese final. En esta última década asistimos a un reposicionamiento de propuestas de ultra derecha, alineándose enteramente con las políticas de Estados Unidos, revitalizando los planes neoliberales -que, en realidad, nunca habían desaparecido-.
Hoy Latinoamérica sigue patéticamente empobrecida, con algunas islas de esplendor en barrios amurallado alejados de la «chusma» y gobiernos serviles a los dictados de la Casa Blanca. Cuba, en solitario, sigue su proceso socialista, buscando las vías más pertinentes para sobrevivir (¿socialismo con modelo chino quizá?) Bolivia, también en solitario, profundiza como puede su construcción socialista, no exenta de dificultades, mientras que Venezuela sobrevive a duras penas en medio del bloqueo y la continua amenaza de invasión.
Del ciclo progresista queda muy poco. Los intentos integracionistas languidecen, y las deudas públicas de los Estados constituyen una sangría imparable que sigue postergado el desarrollo genuino de la región (cada niño latinoamericano nace teniendo ya una deuda con los organismos crediticios de Bretton Woods de 2,500 dólares, deuda que no pidió pero que le marca su destino).
El retorno de las propuestas de derecha fue terminante, furioso. Ahora ya no son necesarios ejércitos represores, pues ese «trabajo sucio» está hecho, con consecuencias que aún persisten, y que seguramente lo seguirán haciendo por algún tiempo más. La desorganización, la pulverización de la protesta, el retraso de la lucha popular se ha cumplido a cabalidad. Los actuales mandatarios siguen fielmente las políticas neoliberales y cumplen disciplinadamente los dictados de Washington. Jair Bolsonaro, Mauricio Macri, Miguel Piñera, Iván Duque, son todos neonazis, derechosos ultraconservadores alineados de un modo vergonzoso con lo que ordena el presidente Donald Trump, abriendo de par en par las puertas a los capitales internacionales y a las tropas de Estados Unidos. Su ideología es furiosamente anticomunista, y no temen en decirlo poniéndolo en práctica. En la Casa Blanca sin dudas están frotándose las manos con este nuevo reacomodo -del que, por supuesto, son artífices-. De momento el imperio no ha podido con Venezuela ni con Bolivia, y Cuba es capítulo aparte, porque sigue intocable con su revolución. Pero los intentos continúan en forma creciente. ¿Se atreverá a invadir la Patria de Bolívar? La base militar más grande y equipada en toda la región se está construyendo en Honduras, con miras a las cuantiosas reservas petroleras venezolanas. El imperialismo -y sus planteos neoliberales- en modo alguno están derrotados.
El caso de Argentina es patético: después de haber estado entre las diez primeras economías mundiales terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945 aportando la mitad del producto bruto de toda Latinoamérica con una pujante industria nacional, las políticas monetaristas -iniciadas durante la dictadura de Jorge Rafael Videla con el oligarca ministro plenipotenciario José Alfredo Martínez de Hoz y continuadas ininterrumpidamente por todos los mandatarios posteriores- convirtieron al otrora «país de las vacas» en un árido desierto de desolación, destinado a la monoproducción sojera, desindustrializado, con niveles de delincuencia antes desconocidos, invadido por el consumo de drogas y la desesperanza y sin perspectiva de cambio en lo inmediato (hoy día 1 de cada 4 argentinos vive bajo el nivel de pobreza). La «primavera» kirchnerista no pudo modificar esa situación.
Mauricio Macri, ufanado de ser un buen perrito faldero de Estados Unidos, profundizó de un modo monstruoso los niveles de explotación y sumisión a la banca internacional. «No hay que olvidar que hasta la dictadura de Onganía los bancos extranjeros sólo podían tener una sola sucursal en la ciudad de Buenos Aires. Ninguna en el interior. Hoy, la mayoría de la banca es privada y extranjera, y es la gran autopista de la fuga de divisas«, explica Carlos Larriera. La pobreza que viene acrecentándose desde 1976, año en que comienzan las iniciativas fondomonetaristas con el triunfo del golpe de Estado, con el actual presidente Macri alcanzaron cotas impresionantes. No es infrecuente que pobladores del alguna vez país próspero coman hoy restos de los tarros de basura. Por supuesto, la gente ya no aguanta más esta infame situación. Las recientes elecciones lo dejaron ver de un modo palmario. No se votó tanto por la propuesta de Alberto Fernández y Cristina Fernández viuda de Kirchner, sino en contra de la actual postración, del hambre, de la miseria espantosa.
¿Qué sigue ahora? Seguramente Mauricio Macri se va, pese a la desazón del imperio que lo apuntaló como uno de sus principales operadores en la región, y regresa un gobierno peronista. ¿Se termina el neoliberalismo? ¡En absoluto! Está visto que todas las opciones de capitalismo «humanizado» no pasan de buenas intenciones. Néstor Kirchner y luego Cristina Fernández administraron con un sentido algo más social la bancarrota. Si regresa ahora un gobierno peronista, ¡¡que claramente no es de izquierda, y mucho menos revolucionario!!, con buena suerte implementará programas asistenciales, pero las políticas neoliberales seguirán.
¿Por qué no seguirían? Estos esquemas, trazado por poderosas fuerzas que sobrepasan en mucho a los Estados nacionales, diseñan los pasos de la arquitectura global, de los que los gobiernos elegidos en las elecciones democrático-burguesas no pueden (¿ni quieren?) escapar. Sucede que el campo popular y los ideales de transformación socialista quedaron tan pero tan golpeados estos pasados años que cualquier movimiento con tinte medianamente progresista puede sonar a «revolución». Es como para el hambriento que por días no probó bocado: un pedazo de pan duro le sabe a pantagruélico festín. Pero ¡cuidado!, la experiencia lo enseña amargamente: las elecciones en el marco del capitalismo no pueden transformar nada. A lo sumo, superficial gatopardismo. Y en tal caso, siempre, la reacción de la derecha es brutal cuando se cobra sus cuentas.
¿Cómo enfrentarse a los planes neoliberales? que, digámoslo francamente, siguen vigentes, aunque la gente vote contra un gerente de turno (gerente muy maligno, por cierto) como el millonario Macri. ¡El Caracazo marca el camino! (alguna vez se leyó en una pinta callejera en algún sitio de Latinoamérica: «La violencia en manos del pueblo no es violencia. ¡Es justicia!«) Recordemos que el Caracazo fue lo que posibilitó la llegada de un Chávez, y así se inauguró el ciclo progresista de la región.
¡Qué bueno que se irá ese indecoroso presidente que hizo su fortuna a base de estafas, apoyado por el Estado al que tanto critica!, pero para la mayoría silenciosa eso, a lo sumo, podrá ser el inicio de una larga lucha que está pendiente. Que quede claro: el problema de fondo no son las actuales políticas neoliberales; el problema toral sigue siendo el capitalismo como sistema.
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