Con la decisión de la Secretaría de Educación de aplicar las pruebas de evaluación a los maestros usando en muchos Estados la fuerza policiaca se dio un paso más, sólo uno más pero muy significativo, en la ruptura ya de largo madurada entre el gobierno y el magisterio y, en forma más general, entre el […]
Con la decisión de la Secretaría de Educación de aplicar las pruebas de evaluación a los maestros usando en muchos Estados la fuerza policiaca se dio un paso más, sólo uno más pero muy significativo, en la ruptura ya de largo madurada entre el gobierno y el magisterio y, en forma más general, entre el gobierno y sus gobernados. La reforma que el peñismo ha presentado propagandísticamente como más «prometedora» y «de consenso» ha enfrentado una persistente resistencia de parte de quienes no se sabe bien si son sus actores o sus objetos. Resistencia que ha tenido que ser atacada con una costosa campaña propagandística, estímulos como la promesa de «créditos hipotecarios» (muchos maestros preferirían, quizás, ver reconstruidos o bien construidos sus centros de trabajo), amenazas de despido que luego son desmentidas, cercos policíacos, toletazos, lesiones y detenciones. Qué bonita reforma, qué bonita.
La tenacidad de la oposición a la mal llamada reforma educativa por parte de quienes deberían ser sus promotores y operadores ha sacado de balance al grupo gobernante y a sus aliados o auspiciadores empresariales, que piden como salida la abierta represión y la aplicación sin miramientos de «la ley». «Habrá suficientes policías», había advertido el secretario de Educación Aurelio Nuño, para garantizar que la evaluación fuera aplicada. De eso se trata, como lo ha sido, en muchos aspectos de la política nacional: de la sustitución del consenso y la acción política por el empleo creciente de la fuerza policiaca e incluso militar. La prueba no se aplicó, sin embargo, en los Estados considerados difíciles para su ejecución: Oaxaca, Michoacán, Chiapas y Guerrero, a los cuales se les asignaron fechas diferentes. Aun así, en varias entidades hubo fuertes protestas contra la malhadada reforma y en algunos lugares se impidió la aplicación de la prueba evaluativa, o simplemente las autoridades no sacaron adelante las condiciones para su exitosa aplicación. Basta ver la página de Facebook del investigador Manuel Gil Antón, de El Colegio de México (https://www.facebook.com/manuel.gilanton/?fref=ts), para asomarse a algunos testimonios escritos, en fotografía o video, de lo que la evaluación ha sido y el gobierno no dice. En todo el Estado de Morelos los inconformes lograron frenar la operación de las pruebas, y parcialmente en Zacatecas, Chihuahua y otros Estados.
La represión no debería ser, se supone, un medio normal para aplicar las políticas públicas en un régimen que se presume democrático. Sin embargo, es el recurso crecientemente aplicado por el actual gobierno para hacer frente a la movilización social. A las amenazas proferidas por Nuño contra los docentes se suma la detención, con lujo de violencia, de cuatro líderes del magisterio en Oaxaca, remitidos a un penal de alta seguridad; las ochenta o más órdenes de aprehensión -según el gobernador Aureoles- contra profesores disidentes y normalistas en Michoacán; la aprehensión en Morelos y otras entidades de maestros que se manifestaban contra la evaluación. Pero también el intento de intervenir y censurar la Internet penalizando la crítica en las redes sociales a través de la Ley (Omar) Fayad, fracasada por la presión social y las expresiones masivas en las propias redes. Están ahí las declaraciones de Miguel Ángel Osorio Chong contra el Grupo Internacional de Expertos Independientes por sus revelaciones en el caso Iguala, y las filtraciones que intentan relacionar a los normalistas de Ayotzinapa con la delincuencia organizada para justificar una represión futura o acciones de brutalidad como la realizada contra ellos en la carretera Tixtla-Chilpancingo. El asesinato y desaparición de líderes, activistas sociales y periodistas sigue en el orden del día, con plena impunidad.
Ha comenzado el segundo acto de la gestión peñista. Lo que empezó desde su campaña, como un populismo desbordado -pero también delictivo- que repartía monederos electrónicos de los supermercados Soriana y dinero a través de tarjetas Monex, como ahora lo hace con los televisores digitales, y que se inauguró como gobierno con la firma del Pacto por México que permitió sacar adelante, con los partidos de colaboración PRD y PAN, las reformas constitucionales anheladas por el capital internacional y el sector empresarial mexicano, se ha agotado definitivamente. El populismo no es más un recurso de legitimación para un régimen que ha entrado desde el último cuarto de 2014, a una etapa de profundo desgaste.
En cambio, se afirma el régimen como un Estado burocrático-autoritario divorciado de las necesidades y sentires sociales, e incluso contrapuesto a ellos. Retomo una formulación ya consagrada de Guillermo O’Donell para caracterizar esta modalidad de ejercicio del poder por un grupo muy selecto, ya no de dirigentes de los sectores mayoritarios y ni siquiera partidarios, sino de tecnócratas con funciones meramente de administración de las instituciones públicas y apoyado en las fuerzas armadas en beneficio de la oligarquía financiera, para quien gobierna. Se trata de una dictadura inconfesa, un gobierno militarizado sin ser directamente militar, enfrentado de manera directa con las clases trabajadoras, a quienes empobrece y quita derechos, mientras promueve activamente la concentración de la riqueza social en manos de la plutocracia. Es la misma función que en los años setenta cumplieron las dictaduras militares sudamericanas, pero sin necesidad de recurrir a la toma directa de las instituciones civiles por las fuerzas armadas.
Desde la desaparición de los 43 de Ayotzinapa, que vino a derrumbar el discurso triunfalista gubernamental y a visibilizar ante el mundo las graves violaciones a los derechos humanos en las que se sustenta el régimen, y en medio de una crisis fiscal (caída de los precios petroleros) que se profundiza, limitando o cancelando la posibilidad de reactivar la economía por medio del gasto público, los recursos políticos del gobierno peñista se han ido agotando visiblemente. La corrupción no es ya sólo un mecanismo de cohesión interna del grupo en el poder sino también un método de cooptación de las elites antes opositoras, hoy plenamente integradas a la lógica autoritaria y tecnocrática del régimen.
La exigencia del capital financiero transnacional es culminar la obra de desarticulación de lo poco que ha quedado de la economía de bienestar y de la capacidad regulatoria del Estado, para dar paso a la dominancia del mercado. Lo que viene en lo inmediato es el desmantelamiento del Pensionissste y la privatización de sus fondos a través de una institución en todo similar a las actuales afores, con financiarización y bursatilización de sus recursos y, sobre todo, implicando la desaparición de la jubilación como un derecho del trabajador.
Sin duda, lo que el peñismo representa es el preeminencia de la tecnoburocracia no sólo por sobre el añejo aparato corporativo sino aun con prescindencia de éste; una burocracia que desconoce y aborrece a las masas populares, y además les teme. Sus componentes, formados en centros educación de elite en el país o en el extranjero, no muestran en sus trayectorias personales ninguna cercanía con los sectores corporativos que en el pasado hacían la columna vertebral del partido oficial y, en buena medida, del sistema todo. Por eso, el manejo meramente utilitario de ese aparato corporativo, como se vio recientemente en la entrega por el líder petrolero Carlos Romero Deschamps del régimen de jubilaciones de sus representados, se sustenta fundamentalmente en la corrupción y, cuando este mecanismo es desbordado (magisterio), en la represión.
Pero la obra no está todavía concluida. Aún está por representarse el tercer acto, donde, invirtiendo los papeles, el protagonismo lo asumen las masas populares que en la primera parte sólo han sido escenografía manipulable o han tenido un papel secundario. La represión, como mecanismo de legitimación de un régimen, es de corto vuelo, como el de una gallina. Y no faltará mucho para que baje el telón del gobierno peñanietista para dar lugar a un desenlace que quizás aun para sus autores es inesperado.
Eduardo Nava Hernández, Politólogo – UMSNH
Fuente original: http://www.cambiodemichoacan.
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