Introducción En México históricamente se desarrollaron tres corrientes del sindicalismo: la primera, la podemos denominar oficial, corporativa, y charra. La segunda, el sindicalismo blanco, patronal, gerencial; ambos en contraposición a una tercera corriente: el sindicalismo independiente que, si bien minoritario, es al menos el más crítico del sistema, con cierta militancia alternativa frente a las […]
Introducción
En México históricamente se desarrollaron tres corrientes del sindicalismo: la primera, la podemos denominar oficial, corporativa, y charra. La segunda, el sindicalismo blanco, patronal, gerencial; ambos en contraposición a una tercera corriente: el sindicalismo independiente que, si bien minoritario, es al menos el más crítico del sistema, con cierta militancia alternativa frente a las dos primeras expresiones señaladas. Este último es el que, históricamente, se ha manifestado en las principales coyunturas políticas de la lucha de clases y del movimiento sindical del país. En los últimos años destacan las luchas y movilizaciones de los electricistas, aglutinados en el SME, del magisterio nacional en la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) de los normalistas de Ayotzinapa, y de otros sectores de la salud, universitarios, trabajadores agrícolas y en las maquiladoras del norte del país con frontera con Estados Unidos.
Neoliberalismo, Estado y Sindicalismo
Tradicionalmente la ideología burguesa ha considerado toda organización de la clase obrera como un «obstáculo» para el libre desarrollo del sistema capitalista. Los sindicatos, de ser instrumentos de defensa y promoción de los trabajadores, deberían convertirse en auténticos órganos de dominación acordes con los intereses empresariales y con las prerrogativas que marca la producción de plusvalía y de ganancia que son los verdaderos dispositivos que rigen el curso del sistema. De esta forma, los sindicatos deben tener límites máximos que al mismo tiempo que cubran estas tareas, no rebasen la tolerancia del sistema y se muevan dentro del orden y para el orden que éste establece para no fisurar ni quebrar su cohesión de clase, ni su bloque de poder.
Las corrientes ideológicas conservadoras antisindicales, como la que representa Friedrich Von Hayek y su escuela neoliberal, postulan que, si no pudieran desaparecer -que sería el mejor de los mundos posibles para el capital y su clase dominante- al menos, los sindicatos deberían desempeñar un papel positivo, de refuerzo del sistema capitalista y empresarial, en concordancia con los postulados antisindicales de la ideología neoliberal y protocapitalista que, en esencia, postula que el poder de los sindicatos debilita y provoca la desgracia del capitalismo y la ruina de la sociedad. A la sombra de un individualismo exacerbado, Hayek, «…deriva la falta de razón de existir de los sindicatos» (Ornelas, 2001: 17).
El Estado mexicano, en tanto Estado presidencialista corporativo y oligárquico, para algunos: «fallido» (véase mi artículo: Sotelo, 2014 y mi libro 2016), persiste en su propósito de mermar las bases materiales y políticas de las organizaciones sindicales y avanzar en la institucionalización y atomización de los movimientos sociales con el objetivo supremo de imponer su política neoliberal. De esta forma el camino quedaría completamente despejado para que el gobierno de los ricos y el capital impongan sus reformas estructurales sin cortapisas ni obstáculos insuperables como ha ocurrido bajo el gobierno priista de Peña Nieto.
Hay que aclarar que muy al contrario de que la «mano invisible» (Adam Smith) o la «astucia de la Razón» (Hegel) representen el «motor» del desarrollo capitalista, de acuerdo con Mészáros (2001: 69) ese papel le corresponde históricamente al Estado burgués, y no a un ficticio mercado abstracto, que sólo es reflejo dialéctico de lo que ocurre en la esfera de la producción y de la reproducción del capital. Porque «el principio estructurador del Estado moderno, en todas sus formas −incluidas las variedades postcapitalistas -es su papel vital en el aseguramiento y resguardo de las condiciones generales de la extracción de plustrabajo» (Mészáros, 2001: 70).
En efecto, sin trabajo y sin plusvalor -por tanto sin acumulación de capital- es imposible pensar, siquiera, en la existencia del capitalismo en cualquier modalidad como inverosímilmente lo hacen los autores del «fin del trabajo».
Así,
«Es, paradójicamente, esta total ‘ausencia’ o ‘falta’ de una cohesión fundamentada positivamente en los microcosmos socioeconómicos constitutivos del capital -debida sobre todo a su divorcio del valor de uso y de la necesidad humana espontáneamente manifestada- lo que origina la dimensión política del control metabólico social del capital en forma de estado moderno» (Mészáros, 2001: 72-73).
Así, el Estado impulsó el proceso de conversión del mundo del trabajo en trabajo flexible, polivalente y precario para ajustarlo a las condiciones de valorización y rentabilidad del capital (Sotelo, 2012), a partir de considerar su reestructuración paradigmática desde el agotamiento de la industrialización sustitutiva de importaciones que afectó las cadenas productivas, los procesos de trabajo y las relaciones sociales, hasta los efectos estructurales que ha tenido el ciclo perverso neoliberal en el mundo del trabajo: políticas de choque-ajuste-estabilización-fase de (marginal) crecimiento económico y entrada en crisis estructural a partir de mediados de la década de los noventa del siglo XX. Entre este momento y la década de 2000 mancomunadamente el Estado (con su política económica y leyes específicas como la reforma laboral) y el capital (con sus políticas gerenciales y métodos toyotistas de organización del trabajo) impusieron el trabajo flexible con el apoyo irrestricto del sindicalismo blanco y corporativo (y sus diversas corrientes políticas) que se conformaron durante el periodo neoliberal (1982-2014). Ello ha implicado un verdadero proceso de desintegración social y política del sindicalismo en nuestro país por parte del Estado neoliberal y el capital organizado, al desregular las relaciones sociales y los contratos de trabajo individuales y colectivos para trocarlos por estatutos como la informalidad y la tercerización (outsourcing). El remate de toda esta envestida se dio con la reforma laboral de signo neoliberal implementada por Peña Nieto y su Pacto por México (PpM) en el contexto de las llamadas reformas estructurales (Sotelo, 2014a). Se alteró, así, la constitucionalidad del país en beneficio de los intereses neoliberales: el parlamento, que debería proponer, discutir y expedir las leyes correspondientes de la República, en los hechos fue sustituido por el PpM, quien elaboró las iniciativas de ley y las envió al Congreso para su aprobación por mayorías parlamentarias domesticadas y controladas por los líderes de cada uno de los partidos políticos mancomunados. Una vez convertidas en ley, obviamente, se incorporaron a la Constitución con carácter obligatorio y de observancia general, a pesar de la oposición de sectores de la población a las mismas.
En ese lapso de más de dos décadas se conformó un tipo de sindicalismo producto tanto de la crisis económica del país y del capitalismo mundial y de sus contradicciones, como de los resultados macroeconómicos de las políticas económicas de los sucesivos gobiernos neoliberales, tanto los del PRI como de los panistas de Fox y Calderón y nuevamente ahora con el del PRI de Peña Nieto.
En ese periodo ocurrieron cambios de orden cuantitativo y cualitativo en aspectos importantes de las estructuras de acumulación de capital, en el régimen político -(que aquí distinguimos tanto del concepto gobierno como del de Estado (Lenin, s/f) [1]- así como en la estructura de clases de la sociedad mexicana.
En el aspecto estructural de la dimensión económica entre los más importantes figura el cambio en el patrón de reproducción de capital de uno sustentado en la diversificación industrial para el mercado interno (1950-1982), a otro, fincado en la exportación manufacturera hegemonizado por la industria maquiladora de marcado carácter trasnacional y de perfil liberal, dependiente y subdesarrollado volcado al mercado mundial (Sotelo, 1993, 2004 y 2016 en prensa).
En el ámbito político, sobresale la gestación de profundos cambios tanto en el gobierno, que pasó de ser posrevolucionario bienestarista y subdesarrollado a francamente neoliberal minimalista y empresarial en un contexto de «transición pactada», más que «democrático e incluyente», como reza la propaganda oficial, partidaria y privada [2]. Se erigió una nueva configuración estructural y sistémica del patrón de acumulación capitalista neoliberal dependiente mexicano, basada en una alianza colaboracionista y supraparlamentaria entre las burocracias de los principales partidos políticos y los sindicatos, el Estado y el capital cuya misión estratégica es darle nuevos bríos y recargar al neoliberalismo, en un contexto en que este sistema capitalista global está experimentando una crisis prácticamente en todo el planeta, especialmente, en los núcleos más desarrollados del capitalismo avanzado: Estados Unidos, Europa occidental y Japón. Y son justamente los partidos, que actúan como verdaderos aparatos de Estado, el soporte del gobierno priista y se ponen a su servicio incondicionalmente para promover las políticas neoliberales que, entre otras razones, obedecen a las fuertes presiones del gobierno norteamericano, el gran capital y los organismos monetarios, financieros y comerciales: FMI, BM, BID y OCDE; pero, aclaremos, presiones a las que, al final de cuentas, el gobierno es proclive y accede airoso.
Por último, la estructura de clases de la sociedad posrevolucionaria mexicana se diversificó y complejizó: pasó de ser de «colaboración de clases», dentro del pacto revolucionario, a una estructura clasista polarizada des-colaboracionista post-revolucionaria neoliberal, que impuso, mediante la manipulación y la fuerza, los «pactos» económicos y políticos interclasistas desde arriba, desde el poder del Estado y de su correlato, el capital, que ahora mantiene la hegemonía en la cúspide del poder político nacional bajo la cobertura y conducción del capital ficticio y de su dinámica de producción fácil de ganancias ficticias (Carcanholo, 2011 y 2013 y Gomes, 2015).
De lo anterior se deriva una cierta sincronía macro-histórica que Marx llamó metafóricamente «correspondencia» entre infraestructura y superestructura -pero que, equivocadamente, los críticos la tomaron al pie de la letra y la tergiversaron-. Se trata de una relación dialéctica, no lineal, con mediaciones e intercambiable que modifica la realidad en un sentido o en otro de acuerdo con la lucha de clases y la correlación de fuerzas. Así, en un momento puede prevalecer la estructura (economía) y en otro la superestructura (la política, el régimen clasista) y reafirmar o modificar trayectorias.
En veinte años de neoliberalismo mundial y vernáculo la historia de esa sincronía (o des-sincronía) es la historia de sus contradicciones entre un viejo modo que se resiste a perecer y uno presuntamente nuevo que se quiere afianzar. Por ejemplo, si bien es cierto que el neoliberalismo privatizó en lo substancial el sistema económico y puso a la economía y a la sociedad mexicana a la «moda de la casa» -tareas encomendadas por los gobiernos de Miguel de la Madrid, Salinas de Gortari y de Zedilla-, sin embargo, todavía quedan pendientes para el Estado empresario mexicano y los reductos del capital nacional (la «burguesía» dependiente en su vertiente oligárquica), así como el extranjero que es dominante, poner en práctica las «reformas estructurales» que privatizaron el petróleo, la electricidad y las otras reformas como la laboral que es flexible, regresiva y neoliberal; la educativa, de las telecomunicaciones, entre otras. Va a depender del avance de la oposición del movimiento popular y social la concreción favorable o no de dichas reformas para el sistema, su postergación o, finalmente, su derogación y superación.
Estas tareas inconclusas del prontuario neoliberal en nuestro país, involucran no sólo a las autoridades del gobierno y a sus promotores institucionales, como los medios de comunicación que están a su servicio, sino, además, a los trabajadores y sus sindicatos, particularmente en cuanto a los efectos de la reforma laboral en el mundo del trabajo que impuso el gobierno federal a través de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STYPS) [3].
Sindicalismo, corporativismo y Corrupción
Hasta ahora el sindicalismo mexicano, sobre todo, el oficial y el gerencial convalidaron, junto con los partidos políticos, las reformas neoliberales, asumiendo las «bases» de dichos sindicatos un papel cómplice y anuente en diferentes momentos frente a los agremiados y la sociedad entera. De esta forma, en general, el sindicalismo posrevolucionario refrendó el carácter de un nuevo corporativismo que se pretende afín y funcional a los intereses hegemónicos de las clases dominantes que (des)gobiernan el patrón dependiente neoliberal de acumulación de capital sustentado en las maquiladoras.
Una enorme dosis de corrupción, represión y componendas entre los principales liderazgos sindicales los permean para mantener cohesión y lealtad frente al poder corporativo constituido que opera al margen del sistema democrático y en contubernio abierto o disfrazado con los poderes fácticos del sistema económico y político, así como con los medios hegemónicos de comunicación. Sin esta configuración del sindicalismo dominante, sería impensable el funcionamiento capitalista y, más aún, del dependiente que exige incondicionalidad y subordinación irrestrictas hacia el capital extranjero que los gobierna y sobredetermina a la par que garantiza el buen funcionamiento del régimen de superexplotación del trabajo vigente en el país.
En el contorno de un sistema anárquico y repleto de contradicciones, como el capitalismo, también repercuten tanto en sus fracciones burguesas y oligárquicas como entre el gobierno y las mafias sindicales. Al respecto resaltamos tres casos paradigmáticos, pero no únicos, de gran significación. El famoso «quinazo», que en su momento sacudió al sistema político, fue un acto que se consumó por órdenes del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari que así puso fin al poder e influencia del líder sindical petrolero, Joaquín Hernández Galicia, apodado La Quina, el 10 de enero de 1989 y que fue el secretario general del Sindicato de Petróleos Mexicanos, afiliado a la antiobrera Confederación Mexicana de Trabajadores (CTM). Este golpe envió señales del poderío del presidente y, al mismo tiempo, intentó limpiar su imagen y la de su partido, el PRI, acusados de haber perpetrado un monumental fraude electoral que lo llevara a la silla presidencial.
Otro caso es el de Carlos Jonguitud Barrios, quien fuera magnate sindical del sindicato magisterial (SNTE) históricamente aliado del PRI-gobierno, presidente de Vanguardia Revolucionaria y «líder vitalicio» de esa organización. Al ya no servir a sus intereses, en 1989 fue desplazado de la dirigencia del Comité Ejecutivo del SNTE por el mismo Salinas de Gortari aprovechando una movilización de maestros disidentes del sindicato que lo obligó a renunciar y entregar el poder a otra antigua cacique, Elba Esther Gordillo, «La Maestra», quien hasta el 26 de febrero de 2013, encabezara dicho sindicato, luego de ser detenida y encarcelada por enriquecimiento ilícito, delincuencia organizada, lavado de dinero y desvío de recursos del SNTE por órdenes de Peña Nieto, dado que era crítica de la reforma educativa y, al parecer, hacía arreglos por debajo del agua con el señor López Obrador del PRD.
Sólo por ser un fiel servidor de la privatización del petróleo y de la energía eléctrica el multimillonario líder charro, Romero Deschamps, lo mantiene el régimen priista en el poder del Sindicato Petrolero de la República Mexicana (SNTPRM), sin que hasta la fecha sus trabajadores hayan manifestado oposición a la reforma privatizadora del petróleo aprobada por el Congreso de la Unión, a pesar de que parte de los acuerdos con las grandes trasnacionales que se van a posesionar del energético, es realizar cambios sustanciales en las condiciones laborales y en los contratos colectivos de trabajo que implican despidos de personal (reingeniería administrativa y organizacional), flexibilidad laboral, tercerización, reducción de prestaciones y de los tabuladores salariales. Gracias al «fuero constitucional», por cierto del que gozan todos los políticos mexicanos independientemente del partido al que pertenezcan, ha evadido la justicia sistemáticamente acusado por corrupción y otros delitos imputables como enriquecimiento ilícito e inexplicable.
Estas joyas de la corona, que se repiten prácticamente en todas las organizaciones sindicales, así como en confederaciones como las vetustas CTM y la CROM, sin descartar otros como el Telefonista de la República Mexicana, dirigido desde 1976 por un líder priista y ahora perredista, y el universitario de la UNAM, también controlado por un vetusto líder desde hace 20 años, sin que hasta la fecha se perfile su destitución o dimisión por lo menos en el mediano plazo.
Todos estos señores han gozado de la impunidad que les proporciona el sistema corrupto mexicano (SCM), así como de todo tipo de prebendas como diputaciones, senadurías, tráfico de influencias y otros obsequios que los mantienen fieles y juramentados al régimen de corrupción, de explotación y de dominio vigente en el país. La base jurídico-política de este sistema corporativo charril, se ha garantizado por el régimen mediante las Juntas de Conciliación y Arbitraje controladas por el Estado y el «tripartismo» en los juicios laborales, los «contratos de protección» y la «cláusula de exclusión» que les afianza el monopolio de la contratación de los puestos de trabajo [4].
Congraciado con el régimen priista y con el sistema capitalista dependiente que le sirve de sustento, este es el sindicalismo hegemónico que mantiene el sistema de dominación y de superexplotación del trabajo con el fin de doblegar la protesta obrera y su organización alternativa, al mismo tiempo que es pieza maestra para mantener bajísimos salarios en beneficio del capital nacional y extranjero y, de este modo, el patrón de acumulación y de reproducción dependiente neoliberal sustentado en las exportaciones manufactureras de naturaleza trasnacional.
Tanto el PRI como el PAN, y el mismo PRD, se han servido del sindicalismo charro y corporativo para sus propósitos de dominación y realización de sus intereses partidarios y electoreros y para ello han utilizado sistemáticamente la corrupción y la represión.
Inorganicidad del sindicalismo y del movimiento obrero
En contraposición a estas fuerzas anti-obreras y pro-patronales, una línea de desarrollo del sindicalismo mexicano y, de manera similar, global, del movimiento obrero, radicaría en la necesaria reorganización democrática del movimiento basada en la formación de sindicatos nacionales por rama y por industria estructurados en secciones con autonomía relativa tanto del Estado como de los partidos políticos que en México son parte del sistema de dominación y de explotación. Esto permitiría recuperar la identidad y la conciencia de clase, y superar, al mismo tiempo, la atomización y el aislamiento de los sindicatos en que el régimen político dominante y corporativo los ha sumido, fragmentado y aislado del resto del movimiento social y popular del país (Navarrete, 2003; para una análisis de los movimientos sociales, Sánchez, 2004: 219-238).
Llama la atención que ante la actual coyuntura de ascenso del movimiento popular y de masas, a propósito de las masacres de Tlataya y Ayotzinapa (cf. Proceso, 27 de septiembre de 2014 y 10 de octubre de 2014), que han sacudido la conciencia nacional e internacional, no se haya manifestado el movimiento obrero como una fuerza social, fundamental, de la sociedad. En su lugar, han sido los maestros normalistas y los estudiantes, así como otros sectores como enfermeras, intelectuales, académicos universitarios, defensores de los derechos humanos, medios de comunicación independientes y redes sociales, entre otros. Menos la clase obrera como tal, y algunos sindicatos y organizaciones campesinas. Ni siquiera el zapatismo lo ha hecho, a no ser que a través de algunos comunicados solidarios dirigidos a la opinión pública, pero no con movilizaciones contundentes [5].
Este comportamiento de partes de la sociedad mexicana (obreros, sindicatos, movimiento campesino) obedece a ese hecho contundente: el férreo control del poder del Estado a través de los sindicatos y, de manera extremadamente importante, de los medios de comunicación que están a su entero servicio, difundiendo las ideologías del capitalismo, del neoliberalismo y del mercado como el mejor de los mundos posibles que ha «conquistado» la humanidad. Y como decía Marx, la clase obrera es la más explotada de la sociedad y el hecho de permanecer en el puesto de trabajo durante horas, días y años la limita enormemente para dedicarse a la reflexión, al análisis y a las reuniones con los demás colectivos a fin de lograr su organización y planear sus luchas y demandas. En ausencia de un partido u organización proletaria de la clase, ese debería de ser uno de los papeles del sindicato: coadyuvar a esas tareas de organización y discusión, difundir la conciencia de clase y, además, promover los intereses y demandas frente a la patronal y el Estado.
Pero en México esto no es así en virtud del corporativismo que permea todos los rincones del sindicalismo y de sus organizaciones cimentadas en el control y la burocratización que se ejercen a través de líderes corruptos y golpeadores profesionales a sueldo, cuya misión es justamente evitar a toda costa la organización independiente, crítica y propositiva de un sindicalismo militante que erija los intereses proletarios en el centro de sus estrategias y demandas.
Mientras la clase obrera no se sacuda ese paternalismo y ese control corporativo es impensable que pueda originar una organización sindical verdaderamente independiente y combativa capaz de dar el salto cualitativo hacia una organización política, superior, que no solamente sea capaz de superar el sindicalismo burgués existente, sino plantarse, además, en un horizonte de alternativas anticapitalistas tendentes a forjar una nueva sociedad.
En Europa, donde el sindicalismo militante fue doblegado por el neoliberalismo y las direcciones reformistas de los partidos políticos de la izquierda electoral, comienza a resurgir en países como Gracia, España, Italia y Francia, a la luz de la intensa aplicación patronal y fodomonetarista de políticas de austeridad y de desahucio social, que han conducido a una extensión de la precariedad laboral, de la indigencia y, en últimas fechas, de la pobreza y del fuerte desempleo con la consiguiente caída de los salarios reales y, por ende, del poder adquisitivo que afecta a extensos contingentes poblacionales.
Ayotzinapa: el parto de la historia
Es de esperar que en América Latina ocurra algo similar, después del largo ciclo de las dictaduras militares que destruyeron las organizaciones sindicales y, luego, en el democrático que las sometieron, como en Chile y Brasil, a la tutela de los emergentes gobiernos civiles asfixiando las posibilidades del surgimiento de un sindicalismo independiente, como ocurrió con la CUT en Brasil que prácticamente permaneció subordinada al gobierno socialdemócrata del PT (véase: Galvão, 2013: 353-367 y dos Santos, 2015) hasta que cayó el gobierno de Dilma Rousseff mediante el golpe de Estado parlamentario y judicial perpetrado por la derecha de ese país.
En México, con la actual crisis económica, manifiesta en la entrada del país en una situación de cuasiestancamiento sexenal, en el aumento real de la inflación, la caída del precio del petróleo, la devaluación del peso frente al dólar, el aumento de las tasas de interés y, por consiguiente, del endeudamiento externo; la caída brutal de los salarios reales, con el consiguiente incremento del desempleo, de la informalidad, de la pobreza y de la desigualdad social, junto con los acontecimientos de Ayotzinapa, cuyas movilizaciones se proyectan con fuerza para 2015, como un verdadero parteaguas de la lucha de clases del país, se pudiera desencadenar un despertar de la clase obrera que será gravemente afectada por las consecuencias lesivas de la aplicación de las reformas estructurales y de sus «leyes secundarias» por el gobierno priista de Peña Nieto y los partidos políticos en el poder que lo secundan.
Estos fenómenos y acciones serán el detonante de fuertes movilizaciones populares que podrían estimular cambios inéditos en el país, incluso, la caída del gobierno neoliberal priista fuertemente desacreditado y deslegitimado entre el pueblo mexicano y la llamada «comunidad internacional», donde se le percibe como un gobierno violador de los derechos humanos, incapaz de resolver la extendida inseguridad y la violencia cotidiana en que se debate el país y agobia a la sociedad, y de combatir de raíz la lacra del narcotráfico incrustado en las estructuras del Estado y en sus instancias e instituciones de gobierno, en connivencia con la corrupción y la impunidad de que gozan las autoridades, la burocracia y los personeros de todos los partidos políticos registrados.
En estas condiciones podría resurgir un sindicalismo combativo capaz de sacudirse el yugo corporativo y el mesianismo enajenante que todavía le son funcionales en México, en ausencia de verdaderos poderes y contrapoderes de masas que sean, a la par, un dique de contención de la intromisión gubernamental, de la burocracia laboral de los tribunales del trabajo y de todo un staff corrupto de abogados, gestores, leguleyos y agentes que pervierten el ambiente sindical y lo doblegan al poder instituido.
Pero, sin embargo, también habrá que superar otros problemas, incluso, de índole subjetivos, donde, por ejemplo, la familia y la vida cotidiana, azarosa, complicada y calamitosa, invade como un tsunami las posibilidades, grandes o pequeñas, para que tenga éxito duradero la organización sindical y pueda convertirse en una verdadera alternativa como instrumento de lucha. Dentro del trabajo (la fábrica, la oficina, el almacén) gobierna el infierno del capital con sus normas de mando y vigilancia continua sobre el personal asalariado, lo que complica aún más las posibilidades organizativas. Es, entonces, una tarea ciclópea, pero no imposible, superar todas estas dificultades y circunstancias negativas para que pueda surgir un movimiento constitutivo de alternativas organizativas capaz de impulsar las iniciativas y tareas estratégicas del trabajo frente al capital como un todo que mantiene y resguarda celosamente su cohesión de clase que le permite enfrentarse permanentemente, como un solo hombre, al proletariado y a la clase obrera explotada con el objetivo de minarlos o, por lo menos, neutralizarlos en tanto sujetos de lucha y organización que pudieran amenazar eventualmente sus intereses y dicha cohesión.
La subjetividad desempeña un gran papel, invisible si se quiere, en el éxito o fracaso de las alternativas sindicales en la medida en que los sujetos envueltos, trabajadores, líderes potenciales, son capaces de percibir la realidad y convencerse positivamente de las posibilidades reales de su transformación mediante la acción consciente y deliberativa con los otros colectivos obreros para que, en la medida en que la perciban, se convenzan de la legitimidad de su necesidad. Por supuesto que de no hacerlo muy difícil será lograr la independencia sindical o, bien, construir nuevas organizaciones sindicales, independientes, que representen los intereses de clase y profesionales de sus agremiados.
Al advertir logros concretos y efectivos en estas nuevas situaciones, los agremiados se convencen de la necesidad de extender su experiencia a otros colectivos, al mismo tiempo que alcanzar alianzas no sólo con otros sindicatos, sino con organizaciones sociales y populares que luchan por las mismas demandas de mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo de la sociedad. Ello es así debido a que el capitalismo, en su fase depredadora y globalizante, ha extendido y profundizado sus contradicciones desde la fábrica y el ciclo productivo hasta la sociedad, subordinando a las familias y los hogares a la producción de plusvalía y a la valorización del capital. A ello concurren el moderno trabajo a domicilio, la informalidad, el outsourcing, las formas de autoempleo, los servicios y el comercio. Dimensiones que, por cierto, están fuera del radio de acción organizativa y del interés de los sindicatos, los cuales las más de las veces no perciben -ni hacen los esfuerzos de- la necesidad de hacerlo. Por lo que el capital es libre y soberano para redoblar la explotación y las prácticas de todo tipo de abusos contra los trabajadores.
Conclusión preliminar
Frente a la crisis económica, social y política del país profundizada por las masacres de Tlataya, Ayotzinapa y Nochixtlán perpetradas por el Estado mexicano como crímenes de lesa humanidad contra civiles, se requiere la organización horizontal e independiente de las clases oprimidas y explotadas de México partiendo, por ejemplo, de una organización convocada por las principales fuerzas del país, como son los normalistas, el movimiento zapatista, los profesores de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), categorías como electricistas, mineros y otras fuerzas obreras y sociales (estudiantes, campesinos e indígenas) capaces de romper con el sindicalismo corporativo y otras formas de control político que constituyen auténticos mecanismos de sojuzgamiento y opresión por parte del Estado y del capital.
Cambiar esta situación corresponde a todos los sectores explotados y sometidos al imperio de la acumulación capitalista neoliberal, y de ninguna manera a los domesticados y serviles partidos y burocracias políticas que se atribuyen el derecho de su representatividad, la cual es sólo formal, pero más bien efectiva para legitimar el funcionamiento del sistema.
Los partidos son, de este modo, del orden y para el orden y difícilmente lo pueden subvertir. Por todo ello, es vital recomponer el movimiento obrero y sindical, destruir todos los mecanismos de dominación como el corporativismo político y el neocorporativismo, así como los caudillismos mesiánicos que todo prometen pero nada cumplen, pero sí ata a los obreros y los sindicatos a los designios de las dirigencias entreguistas al gobierno y al capital que postergan, indefinidamente, las luchas y los cambios de raíz justamente para que éstos no tengan lugar.
Propiciar la unidad por la base a partir de la discusión, los acuerdos tácticos y de principio y la elaboración de estrategias comunes de lucha son otras tantas tareas que se tendrán que emprender para que el mundo del trabajo, convertido en movimiento social y clasista, esté en mejores condiciones de luchar contra las imposiciones patronales, presentes y futuras, entre las que figuran por lo pronto las impuestas «reformas estructurales» (laboral, educativa, hacendaria, fiscal y energética) encaminadas a profundizar el neoliberalismo en México y a garantizar la continuidad del poder por los siguientes seis años con pretensiones de repetir la «hazaña» de permanecer en el mismo, incluso, por décadas.
Referencias
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Notas:
[1] Lenin distingue Estado, de régimen y de gobierno, cf. Lenin, s/f.
[2] La caracterización de este tipo de régimen político se encuentra en mi artículo: Sotelo, 2000.
[3] La versión completa de esta Iniciativa en: Ley Federal del Trabajo, 01 de septiembre de 2012, disponible en: http://es.scribd.com/doc/104880954/Ley Federal del Trabajo. Para un análisis de esta reforma: Sotelo, 3 de octubre de 2012.
[4] Por presiones del gobierno norteamericano, el de México se ha visto forzado a promover, en el marco de su adhesión al Acuerdo Transpacífico, una reforma al sistema de justicia laboral que ha molestado los intereses del charrismo sindical en la medida en que plantea modificar los contratos de protección y el tripartismo, así como desaparecer las corporativas y pro-patronales Juntas de Conciliación y Arbitraje. Véase Rosalía Vergara, «Se alebresta el sindicalismo ‘charro», Proceso no 2083 (6 de octubre de 2016).
[5] Con motivo de su 21 aniversario del levantamiento, felizmente el EZLN anunció su incorporación a la lucha de los padres de los 43 secuestrados-desaparecidos por la aparición con vida de sus hijos.
Adrián Sotelo Valencia es sociólogo, profesor e investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la FCPyS de la UNAM.
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