Ref.: EL DESIERTO DE AGUA, Miguel Ángel Gara (ediciones La Garúa, Barcelona, 2009) ¿Qué puede hacer la poesía por la realidad, qué puede hacer por el individuo? Entendida como una reinvención de la lengua, cabría esperar de la palabra poética el desafío de la reinvención del mundo y de la comunidad -también- de los hombres […]
Ref.: EL DESIERTO DE AGUA, Miguel Ángel Gara (ediciones La Garúa, Barcelona, 2009)
¿Qué puede hacer la poesía por la realidad, qué puede hacer por el individuo? Entendida como una reinvención de la lengua, cabría esperar de la palabra poética el desafío de la reinvención del mundo y de la comunidad -también- de los hombres y mujeres que lo habitan. En el abismo de ese desafío, en el que buena parte de la poesía moderna ha querido cruzar más de un desfiladero, la de Miguel Ángel Gara sitúa un enorme signo de insatisfacción: la falta de complitud que la misma realidad persiste en reivindicar sobre la nada. ¿Qué puede hacer la poesía por la realidad, qué puede hacer por el individuo?: situar a ambos en una confrontación de miradas, de mutua sed, de hambre permamentemente por colmar.
Siempre vivimos en el momento equivocado. Las aristas de lo real (¡cuántas cuchillas se nos mostrarán afiladas en los versos que aquí siguen!) trastocan a destiempo, sobre la conciencia de hombre que estos versos tensionan, la señal de una herida y la huella de un paraíso perdido sin remedio. En El libro de Sara, el primer libro publicado de Miguel Ángel Gara, el mundo era capaz de volverse «viejo en un solo segundo». Ahora, el mundo -desierto de agua- se muestra incapaz de enderezar(se en) los ojos de quien intenta aprehenderlo, y el mundo entero (para el que, creo, el océano resulta ser aquí un motivo felizmente habilitado, todavía más al redescubrirse como una planicie seca) oculta «cosas sumergidas», «restos de fiesta», barcos hundidos, botellas sin «ningún mensaje», canciones interrumpidas, relojes mudos: desorientados en el laberinto, «una voz en la oscuridad que nadie escucha».
«El vértigo es la ternura de lo inmenso» (Gara ha querido insertar este verso en un poema al que habremos de volver continuamente si queremos realizar una lectura atenta sobre este libro) y el mundo mismo devuelve con obstinación continua señales de lejanía, otro de los motivos recurrentes a lo largo de estas páginas: «lejos, lejos, lejos (…) / un faro eterno», «pasos que retumban», gaitas que «suenan lejos», «(…) huelen a distancia y a marido lejos»… La lectura del poema único que estas líneas prologan podríamos recorrerla en clave de esta sed enorme por el mundo, de esta percepción de lejanías, de esta falta de aire, y de todo este ahogo, que paradójicamente dan sentido a la existencia del hombre, y también (sobre todo) a su hambre de comunión con los otros. «Los espejismos -se reconoce entre estas páginas- pueden ser patrias». Por eso mismo, pese al doloroso desajuste que media entre vida y realidad, entre travesía y océano, entre hombre y desierto, entre contingencia e ilimitud (creo que ha de reconocerse clave en esto la lectura del fragmento que empieza con el verso «¿Cómo se llama lo que está hecho de acero?…»), la poesía de Miguel Ángel Gara se vuelve capaz de pronunciar -en otro hermosísimo fragmento- una esperanza básica: «tu oscuridad y mi oscuridad (escribe) son una sola».
Gravemente confrontada a la posibilidad de una irremediable soledad, sólo la conciencia humana capaz de elevar la voz -capaz de dar el nombre insalvable de los desiertos de lo real-, sólo la conciencia humana capaz de dirigirse a los otros hombres y mujeres, a los otros pobladores de este desierto común, podría restaurar la posibilidad de la comunicación, la herida de un reencuentro, la rendición de aquella soledad primera que se prometía irreductible. Arrojados desde la Nada contra las turbulencias de lo real, asistiendo «a las canciones del océano», este libro afronta con valentía la encarnación de nuestra existencia en el medio del mundo: «entre los remolinos, como un himno de amor»; con las «manos llenas de sangre».
Los versos de Miguel Ángel Gara han logrado, aquí, convocar una posibilidad de supervivencia, un camino -nada dulce de recorrer, este libro es un magnífico testimonio de ello- para salvarnos del sinsentido y de la pérdida: respira la promesa de «ya no nacer solos» y también la de «ya no morir solos». Yo-Tú, las palabras «básicas» de Buber, articuladas en este poema único desde los abismos desconcertados de la escritura poética, logran decodificar -como logran también descosificar- la seca desolación del mundo y, tanto en el medio del desierto como a lo largo de una travesía por mar, de las relaciones humanas. «Transmitimos un mensaje incomprensible»: la paradoja de la comunicación en un lugar vacío; en el medio de la noche, la posibilidad de convocar a la comunidad de los hombres mediante el ejercicio del relato, mediante la articulación de una palabra comunicante. Estamos hablando, por supuesto, de amor; sabemos -entonces- la verdad de lo que verdaderamente «reza y reza» el Capitán de este libro; estamos -por supuesto- reconociendo que la sed del hombre (al menos la sed de quien aquí habla) lo resitúa en su propia soledad al tiempo que le convoca para encontrarse con lo real y con los otros hombres de su tiempo (de entre los cuales, por cierto, cabrá decir que ya no quedan excluidas ni siquiera las voces de todos nuestros muertos). Ansia constitutiva del hombre, «el hombre no tiene hambre: es hambre»: nos lo advirtió Hugo Mújica, el autor de Sed adentro.
Sólo los satisfechos, los hartos de supuesto sentido, los presumiblemente repletos, no reconocerán -en este libro que sigue- la terrible belleza que acecha al hallarnos, con toda esta hambre, en el medio del mundo.