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Reseña del libro "Planeta de ciudades miseria" de Mike Davis

Sobre el estado (urbano) de naturaleza y el auténtico choque de civilizaciones

Fuentes: El Viejo Topo

Mike Davis, Planeta de ciudades miseria. Editorial Foca, Madrid, 2007, 283 páginas (traducción de José María Amoroto Salido; edición original 2006). La producción teórica de Mike Davis -analista social, geógrafo y teórico urbano, historiador, activista política norteamericano, miembro del consejo editorial de varias revistas de primera línea- empieza a ser inabarcable. Es de hecho inabarcable. […]

Mike Davis, Planeta de ciudades miseria.

Editorial Foca, Madrid, 2007, 283 páginas

(traducción de José María Amoroto Salido; edición original 2006).

La producción teórica de Mike Davis -analista social, geógrafo y teórico urbano, historiador, activista política norteamericano, miembro del consejo editorial de varias revistas de primera línea- empieza a ser inabarcable. Es de hecho inabarcable. Planet of slums, el libro que comentamos, tuvo su edición original en 2006. Desde entonces, si no ando errado, tres ensayos más pueblan su dilatado currículum. A pesar de ello, el autor de Late Victorian Holocausts no decepciona, no se repite, no cansa nunca, interesa siempre.

Una cita de Patrick Geddes, tomada del ensayo de Lewis Munford, La ciudad en la historia, resume la temática central de Planeta de ciudades miseria (o Planeta de áreas urbanas hiperdegradas): «Degradación, semidegradación y superdegradación urbana… en esto se ha convertido la evolución de las ciudades». Dos datos sintetizan los vértices más salvajes de la situación: entre 1989 y 1999 el 85% del crecimiento de la población de Kenia se ha producido en las fétidas y asfixiantes chabolas de Nairobi y Mombasa (las áreas hiperdegradadas de África negra acogerán 322 millones de habitantes: la cifra seguirá doblándose cada 50 años). Por otra parte, 1.000 millones de trabajadores, un tercio de la fuerza de trabajo mundial, están subempleados o carecen por completo de empleo. La fuente de este segundo dato no permite la duda: un informe –The World Factbook– de la Central Intelligence Agency de 2002 citado por Davis.

Planeta de ciudades miseria, escrito con la fuerza y vigor a la que nos tiene acostumbrados su autor, está compuesto por ocho capítulos y un magnífico epílogo que lleva por título «Bajando por Vietnam Street», el nombre de la calle principal de uno de los mayores barrios degradados de Bagdad. Vivimos, en opinión de Davis, en el marco de un acontecimiento histórico comparable a la revolución industrial o a la neolítica: por primera vez en la historia la población urbana del planeta será superior a la rural. Si en 1950 había en el mundo 86 ciudades con más de un millón de habitantes, en 2015 la cifra se elevará a 550. Las ciudades han absorbido hasta la fecha cerca de los dos tercios de la explosión demográfica global producida desde mediados del siglo pasado y esta enorme concentración se ha producido, básicamente, en las megaciudades (por designarlas de un modo muy impreciso) del Tercer Mundo: si Ciudad México tenía en 1950 2,9 millones de habitantes, en 2004 alcanzaba los 22,1 millones, más que la totalidad de la población urbana del planeta en tiempos de la revolución francesa. Si Bogotá tenía 0,7 millones en 1950, en 2004 superaba los 8 millones de habitantes.

El resultado es fácil de deducir: la capacidad económica de una ciudad tiene, en general, poca relación con su tamaño. La inversa también es cierta. Si Tokio es la ciudad más poblada y con mayor PIB del mundo, París es la quinta ciudad del mundo por su PIB, mientras que por población ocupa el lugar 25º. Dusseldorf es la 9ª por su PIB, en cambio es la 46ª por su población.

La teoría social clásica de Marx a Weber, apunta Davis, ha sostenido que las grandes ciudades del futuro sufrirían el mismo proceso de industrialización que Manchester, Berlín o Chicago. La evolución de algunas ciudades -Ciudad Juárez, Sao Paulo o Los Ángeles, por ejemplo- ha seguido esa evolución teorizada, sin embargo la gran mayoría de las ciudades del sur global se parecen más bien al Dublín victoriano: sus barrios pobres no son consecuencia de la industrialización. Kinshasa, Luanda, Lima, Guayaquil o Dar-es-Salaam crecen de manera prodigiosa pese a las ruinas de sus industrias de sustitución, de la reducción de los sectores públicos y de la enorme caída del poder adquisitivo y del número de ciudadanos de las clases medias de estos países. ¿Qué fuerzas impulsan a las gentes a abandonar el campo? Son conocidas: la mecanización acelerada de la agricultura en algunos casos, las importaciones de alimentos subvencionados de países del Primer Mundo que imponen al mismo tiempo tratados de «libre» comercio, guerras civiles, cambios climáticos y sequías en numerosos países africanos, y la concentración de pequeñas parcelas en grandes propiedades junto con la competencia desleal y netamente desigual con las grandes corporaciones de la agroindustria. Consecuencia: degradación acumulada a una preexistente degradación impensable e insoportable. Davis cita a A. S. Oberay, un investigador de la OIT, que ha calculado que en el Tercer Mundo el mercado formal de la vivienda apenas cubre el 20% de las necesidades, «por lo que la gente se construye sus propios chamizos, se refugia en alquileres informales y divisiones piratas del espacio», o simplemente se instala en aceras, calles o, si hay suerte, en cajeros o entradas de instalaciones públicas en el caso de las poblaciones pobres de metrópolis del primer mundo. No es necesario señalar, pero no sería bueno olvidarlo, que la parte más débil de la población, las mujeres y los niños, reciben los peores efectos. En síntesis, señala el geógrafo marxista californiano, el crecimiento acelerado de las áreas urbanas hiperdegradadas desde 1970 ha dejado atrás la idea misma de urbanización.

Las mismas diferencias de salud han perdido su ámbito tradicional. Ya no son la ciudad y el campo como principales espacios, sino las diferencias, las enromes diferencias, entre las burguesías urbanas y los pobres urbanos. La mortalidad infantil de los niños menores de 5 años en las áreas urbanas hiperdegradadas de Nairobi es de 15,1%, entre 2 y 3 veces superior a la ciudad en su conjunto, e igual a la que puede registrase en las zonas rurales más pobres. En Quito, la mortalidad infantil es 30 veces más alta en las áreas degradadas que en los barrios más acomodados. En Bombay, el índice de moralidad en las áreas urbanas degradadas es superior en un 50% a los distritos rurales adyacentes.

¿Habrá entonces revuelta de los pobres, de los pobladores de estas zonas hiperdegradadas? ¿La pobreza acumulada generará revoluciones de multitudes? ¿Son las zonas hiperdegradadas volcanes sociales de erupción potencial? ¿O bien, por el contrario, la cruda y desnuda competencia darwiniana provocada por el aumento acelerado de personas empobrecidas y sin recursos que luchan por la mismas cosas, provocará la violencia y autoliquidación? En opinión del autor estas son cuestiones «complejas que necesitan del estudio comparativo de casos concretos antes de poder responderlas de forma general» (pág. 267). Davis apunta que las mejores cabezas del Pentágono se están ya adentrando por un camino, al que han renunciado las Naciones Unidas, el Banco Mundial o el mismísimo departamento de Estado, intentado hallar la lógica que se impone tras la renuncia a la reforma urbana. Los estrategas militares aseguran -sin atisbo de piedad en el horizonte próximo o lejano- que las salvajes y malogradas ciudades del Tercer Mundo, sus áreas superdegradadas especialmente, serán el principal campo de batalla del siglo XXI. La doctrina del Pentágono, apunta plausiblemente Davis, «se está rediseñando para soportar una guerra de baja intensidad y de duración ilimitada contra segmentos criminalizados de los pobres urbanos». Este es, concluye contundentemente el autor, el auténtico choque de civilizaciones.

Cuenta Mike Davis en el apartado de «Agradecimientos» que fueron Tariq Alí y Susan Watkins quienes le convencieron para que convirtiera «Planet of Sums» un artículo de 2004 publicado en New Left Review en un ensayo. Nunca un consejo fue mejor aprovechado.

Por lo demás, una idea, apuntada sabiamente por Davis (p. 33), que rompe toda concepción ingenua de progreso, merece destacarse: los 1.000 millones de habitantes que ocupan las áreas urbanas hiperdegradadas actualmente en nuestro planeta podrían mirar con envidia las ruinas de las sólidas viviendas de barro de Çatal Hüyük. Fueron levantadas en Anatolia, en el alba de la vida urbana. Hace, aproximadamente, 9.000 años.

 

PS. Por cierto, ¿saben quien citaba la antipatía de Bismarck por las grandes ciudades y razonaba que el canciller de hierro ya podía morir tranquilo porque una sociedad comunista tenía por fuerza que terminar con las megalópolis? Efectivamente, el autor de La situación de la clase obrera en Inglaterra. ¿Recuerdan quien llamaba sobre la atención sobre ello? Han acertado: el autor de «Panfletos y materiales», Introducción a la lógica y al análisis formal y Las ideas gnoseológicas de Heidegger. De él es también esta recomendación de política cultural socialista extraida de un paso de una conversación entre él y el malogrado Wolfgang Harich, autor de ¿Comunismo sin crecimiento? Babeuf y el Club de Roma, celebrada en Barcelona en mayo de 1979:

Mi punto de vista sobre cómo trabajar con los clásicos a propósito de nuestros problemas presentes se compone de estas dos consideraciones: por un lado que, efectivamente, todo eso está ya en los clásicos; por otro, que se puede apostar a que la mayoría de lectores del Anti-Dühring aquí presentes no recordaban ese paso sobre las grandes ciudades. ¿Por qué? Porque una tradición tiene también sus componentes verbales y emocionales, y en la tradición del movimiento marxista, o de los movimientos marxistas, ese elemento de la visión ejemplificable con la anterior cita del Anti-Dühring ha quedado muy enterrado. De esas dos consideraciones compongo lo que me parece una buena política cultural para el movimiento.