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Reseña del libro de Svetlana Alexiévich "Voces de Chernóbil. Crónica del futuro", Barcelona, Debolsillo, 2015 (traducción de Ricardo San Vicente)

Sobre una de las grandes hecatombes industriales (humanas y políticas) de la historia

Fuentes: El Viejo Topo

Fechado el libro original en 2005, 20 años después de la hecatombe, estamos ante otra de las novelas de voces de Svetlana Alexiévich. Estructurada en una presentación -Nota histórica, una solitaria voz humana, Entrevista de la autora consigo misma…- y en tres partes: 1. La tierra de los muertos, 2. La corona de la creación […]

Fechado el libro original en 2005, 20 años después de la hecatombe, estamos ante otra de las novelas de voces de Svetlana Alexiévich. Estructurada en una presentación -Nota histórica, una solitaria voz humana, Entrevista de la autora consigo misma…- y en tres partes: 1. La tierra de los muertos, 2. La corona de la creación y 3. La admiración de la tristeza. Una solitaria voz humana es uno de los relatos más estremecedores que podrán leer nunca. (pp. 20-42 de esta edición)

Lo sucedido, como se recuerda, puede ser descrito así sucintamente: «El 26 de abril de 1986, a la 1h 23′ 58» una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica (CEA) de Chernóbil, situada cerca de la frontera bielorrusa. La catástrofe de Chernóbil se convirtió en el desastre tecnológico más grave del siglo XX. Para la pequeña Bielorrusia (con una población de diez millones de habitantes) representó un cataclismo nacional, si bien los bielorrusos no tienen ni una sola central atómica en su territorio. Bielorrusia seguía siendo un país agrícola, con una población eminentemente rural. Durante los años de la Gran Guerra Patria, los nazis alemanes destruyeron en tierras bielorrusas 619 aldeas con sus pobladores. Después de Chernóbil el país perdió 485 aldeas y pueblos, setenta de ellos están enterrados bajo tierra para siempre».

Sobre una novela de voces, permítaseme esta reseña de algunas voces:

Valentín Alexéyevich Borisévich, exdirector del laboratorio del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Bielorrusia:

«Por la noche me llama un amigo. Un físico nuclear, doctor él. ¡Con qué despreocupación! ¡Qué crédulos éramos! Uno sólo lo comprende ahora. El amigo me llama y como si tal cosa me dice que durante las fiestas de mayo tiene intención de visitar a los padres de su mujer, que viven en la región de Gómel, ¡una zona que se encuentra a un paso de Chernóbil! Que iría con sus hijos pequeños. «¡Una decisión genial! -grité- ¡Te has vuelto loco!» Eso, sobre nuestro profesionalismo. Sobre nuestra fe. Cómo le grité. Y él seguramente ni se acuerde de que aquel día salvé a sus hijos. Nosotros, m refiero a todos nosotros, no hemos olvidado Chernóbil. Sencillamente no lo hemos comprendido. ¿Qué podían entender los salvajes de los relámpagos?».

Marat Filípovich Kojánov, exingeniero jefe del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Bielorrusia:

«Soy comunista. No recuerdo que ninguno de los trabajadores se negara a viajar a la zona. Y lo hacían no por miedo a que los expulsaran del partido sino por sus convicciones. Ante todo estaba la certeza de que vivíamos en un mundo hermoso y justo y de que el hombre estaba por encima de todo, pues representaba la medida de todas las cosas. Para muchos, el hundimiento de estas convicciones acabó con un infarto o un suicidio. Una bala en el corazón, como el académico Legásov. Porque cuando pierdes la fe, cuando te quedas sin convicciones, ya no eres un participante, sino un cómplice, y para ti ya no hay perdón. Así lo entiendo yo.».

Serguéi Vasílievich Sóbolev, vicepresidente de la Asociación Republicana Escudo para Chernóbil:

«Para contar honestamente lo que pasó en Chernóbil hacía falta valor, aún ahora se necesita. ¡Créame! Pero tiene que verlas. Estas imágenes. Las caras negras como el grafito de los primeros bomberos. ¿Y sus ojos? Son los ojos de una gente que ya sabe que nos va a dejar. En un fragmento se ven las piernas de una mujer que a la mañana siguiente de la catástrofe se fue a trabajar a un huerto cercano a la estación nuclear. Anduvo campo a través, por la hierba cubierta de rocío. Sus piernas parecen un cedazo, todas perforadas hasta las rodillas. Esto hay que verlo, ya que escribe usted un libro así. Yo llego a casa y no puedo coger en bazos a mi hijo pequeño. He de tomarme 50 o 100 gramos de vodka para poder tomar a mi niño en brazos».

Esposa de un liquidador:

«Me ha devuelto a la vida mi hijo. Tengo otro hijo. Un primer hijo suyo. Hace tiempo que está enfermo. Ha crecido, pero ve el mundo con ojos de un niño. Con los ojos de un niño de cinco años. Ahora quiero estar con él. Sueño con cambiar de casa e irme a vivir más cerca de él, a Novinski. Allí está nuestra clínica psiquiátrica. Ha pasado toda su vida allí. Este ha sido el veredicto de los médicos: para que siga con vida debe estar allí. Viajo cada día a verlo. Y él me recibe diciendo: «¿Dónde está papá Misha? ¿Cuándo vendrá?». ¿Quién más me va a preguntar eso? El lo espera. Lo esperamos juntos. Yo rezaré mi plegaria de Chernóbil. Y él… é mirará al mundo con ojos de niño».

Como los anteriores, centenares más. Les advierto: les dejarán sin respiración. Tomen notas y tómense su tiempo.

En síntesis, léanlo si pueden, vale la pena, no será un mal uso de su tiempo. Se aprende -y se siente- sobre la apuesta fáustica de la industria nuclear (la realmente existente), sobre el sistema soviético, sobre la cerrazón de algunos, sobre la hybris de la locura atómica, sobre la inmensa humanidad de tantas ciudadanas, sobre el sentimiento soviético, sobre acciones dignas y heroicas… y también, por supuesto, sobre miserias, engaños, manipulaciones, irresponsabilidades, falsas creencias, ignorancias e incontables tragedias… Y sobre muertes desde luego.

Alguien debería estar ahora mismo escribiendo Voces de Fukushima. Un cuarto de siglo más tarde de aquella catástrofe inconmensurable, como diría Eduard Rodríguez Farré, irrumpió otro Chernóbil, este segundo a cámara lenta.

Y por favor no se olviden del epílogo. Les parecerá imposible pero es real, muy real, como la alienación, la búsqueda del «honrado penique» y la vida demediada, el todo vale de la civilización capitalista: «La oficina turística de Kiev les ofrece un viaje a la ciudad de Chernóbil y a las aldeas muertas. Se ha elaborado un itinerario que empieza en la ciudad muerta de Prípiat. Los turistas examinan los altos edificios abandonados, con su ropa ennegrecida en los balcones y los coches de niños. El antiguo puesto de la policía, el hospital y el Comité Municipal del Partido. Aquí se conservan, inmunes a la radiación, las consignas de la época comunista. Desde la ciudad de Prípiat, la excursión prosigue por las aldeas muertas…»

Fuente El Viejo Topo, mayo de 2016.