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Reseña del libro "Cuerpos, masas, poder. Spinoza y sus contemporáneos", de Warren Montag

Spinoza, materialismo, comunismo

Fuentes: Rebelión

«Cuerpos, masas, poder. Spinoza y sus contemporáneos», de Warren Montag: Tierradenadie ediciones. Madrid, 2005 «No puede haber liberación de la mente sin liberación del cuerpo. No puede haber liberación individual sin liberación colectiva». Dudo que haya manera más sintética de establecer los principios del proyecto comunista y de determinar, al mismo tiempo, la distancia que […]

«Cuerpos, masas, poder. Spinoza y sus contemporáneos», de Warren Montag: Tierradenadie ediciones. Madrid, 2005

«No puede haber liberación de la mente sin liberación del cuerpo. No puede haber liberación individual sin liberación colectiva». Dudo que haya manera más sintética de establecer los principios del proyecto comunista y de determinar, al mismo tiempo, la distancia que lo separa del liberalismo. Pero, ¿qué sentido tiene esgrimir estos principios en un libro sobre Spinoza? Warren Montag lo expresa sin rodeos: estos mismos principios son los del materialismo spinoziano.

Montag añade a estos dos principios materialistas un tercero: toda escritura, incluido su propio libro sobre Spinoza (incluida esta reseña), es un cuerpo entre cuerpos. Pero, ¿es éste en realidad un principio más, o es más bien la aplicación particular a la escritura del principio general que recorre toda la filosofía de Spinoza? A excepción de Dios o la naturaleza, que es la potencia absolutamente infinita de todo lo que existe, cualquier realidad ha de entenderse como potencia entre potencias, como fuerza entre fuerzas: afectando y siendo afectada por otras realidades. «Cuerpo entre cuerpos» es la expresión que mejor subraya, para Montag, el carácter efectivo, físico, material de este ser-entre que es cada cosa singular.

El principio general del materialismo spinoziano implica descartar de la existencia todas aquellas supuestas realidades de las que se diga que son inalterables o inefectivas. Las cosas de las que se dice que son inalterables, inefectivas o ambas cosas, esto es, de las que se dice que son completamente (o esencialmente) separables de su exterior o carentes de exterior, son realidades sobrenaturales, productos de la imaginación. Lo que no significa que no produzcan, como imaginaciones, efectos específicos muy reales.

Aplicando este principio al problema de la relación entre la mente y el cuerpo, Montag va a dejar patente que no da lo mismo pensar que nuestra mente domina o debería dominar nuestro cuerpo, que pensar, por el contrario, que la mente y el cuerpo son una y la misma cosa y que, por tanto, no hay ni puede haber una relación de dominio entre una y otro, sino una unión perfecta en virtud de la cual toda nuestra existencia se resuelve en nuestro afectar y ser afectados.

E, igualmente, mostrará respecto a la cuestión de lo individual y lo colectivo que tampoco da lo mismo pensar que todo depende y todo surge únicamente de cada uno de nosotros tomados individualmente, que pensar que las condiciones en las que estamos inmersos y en las que necesariamente tenemos que vivir se construyen colectivamente, con las acciones de todos, y que, por tanto, lo que nosotros hacemos y podemos hacer depende inevitablemente de lo que otros seres humanos y no humanos han hecho o hacen.

Pensar que la mente domina o debería dominar nuestro cuerpo supone entender que toda liberación tiene que concentrarse en torno a nuestra mente. Supone, en consecuencia, pensar que podemos abandonar nuestro cuerpo a su sometimiento rutinario, ya que nada cabría hacer con él hasta que nuestra mente, que, supuestamente, es la que lo domina, haya conseguido resolver todos sus problemas.

Si pensamos que la mente domina o debería dominar a nuestro cuerpo, la mente será la causa de todos los problemas por no cumplir con su deber, por no dominar su cuerpo como debiera. Esto es, cuando se entiende que la mente domina o debería dominar el cuerpo, en las diferentes versiones que esa supuesta relación se representa, toda la atención recae sobre la mente como causa única, y además como causa incausada, como origen primero, como voluntad libre: nuestras acciones surgen por generación espontánea.

¿Qué ocurre, sin embargo, cuando concebimos mente y cuerpo como «la misma cosa, y que las fuerzas físicas que afectan al cuerpo afectan a la mente en el mismo grado y de la misma manera» (17), según recoge Montag de Spinoza? Ocurre que el foco de atención deja de proyectarse sobre la mente, supuesto origen espontáneo de nuestras acciones, y se dirige hacia los sistemas de interacciones entre cuerpos en los que nuestra vida se inscribe.

En ultima instancia lo que nos atrae de Spinoza, y lo que explica, en parte al menos, el interés que despierta entre los herederos marxistas de la crisis del marxismo, es el surco que va abriendo en su filosofía la idea de la explotación del hombre por el hombre y de las condiciones de su abolición, a pesar incluso de las resistencias que pone el mismo Spinoza, como sabe mostrar Montag. Claro que en Spinoza la idea de explotación que se abre paso alcanza una globalidad que sólo adquirió importancia para el marxismo, para cierto marxismo, y para otros pensamientos más o menos cercanos, en torno a las transformaciones en las formas de la lucha por la liberación acaecidas en las décadas de 1960 y 70. La sociedad fábrica de Tronti, la colaboración suplementaria por parte del obrero de Debord, el punto de vista de la reproducción de Althusser, el carácter productivo del poder de Foucault, por poner algunos ejemplos, conceptualizan aquella globalidad de la explotación que emergía en Spinoza y que explica, en parte al menos, el retorno al viejo filósofo holandés.

Hay dos lugares claves en la obra de Spinoza donde esta idea se plasma expresamente. Uno de ellos, el que con mayor frecuencia suele señalarse y que Montag incluye en el título del segundo capítulo, es el Prefacio del Tratado teológico-político, donde Spinoza nos habla del modo en que el régimen monárquico utiliza el miedo supersticioso «a fin de que [los hombres] luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación». Afirmar, nada más y nada menos, que los hombres luchan por su esclavitud, que la dominación no implica en absoluto una disposición pasiva por parte de los dominados, sino, bien al contrario, una actividad que es precisamente la que construye su esclavitud, es la precondición para cualquier tematización de la explotación y, al mismo tiempo, para cualquier proyecto de liberación. Porque, en efecto, si son los dominados los que construyen la dominación, si toda dominación es una forma de explotación (económica o política o ideológica), la liberación es una lucha contra otra lucha, una actividad contra otra actividad, una práctica contra otra práctica, potencia contra potencia, cuerpo contra cuerpo. Y además es una lucha que los dominados desarrollan, principalmente, contra sí mismos: la liberación consiste -o así lo podemos pensar con Spinoza- en transformar esa lucha que efectuamos por la esclavitud en una lucha por la liberación.

La insistencia en esta «materialidad» de la dominación y de la liberación no es gratuita. Combate otras posiciones, otros puntos de vista que insisten en definir dominación y liberación en términos mentales. La principal de ellas, por ser la dominante, por ser la que está naciendo en el siglo de Spinoza, es el liberalismo de Hobbes, de Locke, de Kant… El liberalismo propugna, aunque las diversas propuestas introducirán distintos matices, que la libertad equivale a consentimiento y que la dominación se produce cuando una fuerza no consentida obliga a actuar a la voluntad. No es entonces la fuerza o no fuerza, de unos, de otros o de todos, la que determina en última instancia la liberación o la dominación, sino el acuerdo o desacuerdo con el poder. El consentimiento va por un lado, el poder va por otro. El dualismo de la mente y el cuerpo, de lo sobrenatural (perfectamente aislado) y de lo natural (alterable y efectivo), del derecho y el poder es el esquema que estructura la concepción liberal de la libertad y de la dominación. Y así lo estudia Montag con cierto detalle en Hobbes, en Locke, en Kant y en el propio contradictorio Spinoza, aunque es un estudio que podría extenderse sin demasiados problemas a los filósofos liberales contemporáneos.

Desde el liberalismo es imposible pensar que los hombres luchen por su esclavitud. Si los dominados «luchan», si mantienen una disposición y un esfuerzo activo, no puede ser que lo hagan forzados. Para el liberalismo, la lucha es siempre una condición de la libertad, ya que la esclavitud somete anulando, convirtiendo al dominado en un ente pasivo. Por mucho que lo veamos esforzarse físicamente en el trabajo o la guerra, el dominado, para el liberalismo, no actúa verdaderamente. Al ser, para el liberalismo, la voluntad del dominado una voluntad forzada, será otro el que actúa a través del cuerpo del dominado, será otra mente, otra voluntad, la que actúa en su cuerpo, será el amo el que trabaja o pelea por interposición del cuerpo del dominado.

Y en efecto, el liberalismo es incapaz de «ver» la esclavitud entendida como resultado de la lucha del propio esclavo. Para el liberalismo no hay dominación-explotación capitalista. Las relaciones laborales son relaciones contractuales establecidas libremente por individuos jurídicamente iguales.

He aquí, en consecuencia, la importancia del planteamiento materialista en este aspecto. El materialismo spinoziano permite teorizar la explotación capitalista y sus derivaciones, y con ellas todas las formas de explotación. Permite entender la dominación como algo que ocurre en las relaciones entre los cuerpos y sus fuerzas: «El secreto del despotismo no se halla en su habilidad para persuadir a las mentes, sino en su habilidad para mover los cuerpos, para extraer de ellos su fuerza y su poder, o para dirigir ese poder en su propio beneficio», apunta Montag (72-73). Y si la dominación es un asunto de cuerpos que mueven otros cuerpos, de cuerpos que son afectados y se afectan entre sí, lo mismo habrá que decir de la liberación. Tanto en la dominación como en la liberación lo que está en juego es una determinada articulación de las practicas sociales. O bien, en un extremo, esas prácticas están estructuradas de modo que la potencia colectiva resulta de que la fuerza de unos (los que la monopolizan) se incrementa a costa de la disminución, la parálisis o el truncamiento de la potencia de los otros, a los que sólo les queda la opción de subordinarse o rebelarse. Esto es, se estructura por medio de la explotación, de la desigualdad social. O bien, en el otro extremo, están estructuradas de modo que la potencia colectiva sea resultado del acrecentamiento recíproco de todas las potencias individuales. Esto es, se estructura por medio del comunismo, de la igualdad social.

El segundo lugar clave donde la idea de explotación aflora en negativo, es decir, como deseo de ausencia de explotación, sería el escolio de la proposición 59 de la Tercera Parte de la Ética, en la definición de fortaleza en tanto que unión de firmeza y generosidad que allí aparece. En este escolio, Spinoza deja patente que la virtud no es sólo el deseo de perseverar en el ser guiado por el conocimiento, es también, unido indisolublemente a ello, y en esa unión se encuentra todo el meollo, el deseo de «ayudar a los demás hombres y unirse a ellos en amistad» de igual manera. La misma idea la expresaba magníficamente Bakunin al hablar de «esa libertad que en la libertad de otro hombre no encuentra una limitación, sino la confirmación y la extensión de sí misma». La misma que planteaban Marx y Engels al defender «una asociación en la que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos». Y también la misma que expone Montag en menos palabras: «no puede haber liberación individual sin liberación colectiva».

Ahora bien, para poder apreciar bien hasta dónde llega esta diferencia real entre materialismo y liberalismo, podemos ver el modo en que divergen en un punto, directamente relacionado con la concepción de la voluntad libre: es el tema de la identidad individual. Montag parte del análisis de un texto aparentemente marginal dentro de la entera obra de Spinoza, el escolio de la proposición 39 de la Parte Cuarta de la Ética, en la que habla de un poeta español que «padeció una enfermedad y que, aunque se recuperó, continuó tan inconsciente de su vida pasada que no creía que las narraciones y tragedias que había escrito fueran suyas». Lo que plantea el caso del poeta español es efectivamente que «hay muertes corporales distintas de la Muerte comprendida como la interrupción de las llamadas funciones vitales» (56).

Pero, si las muertes pueden ser de diversos tipos, siendo uno de ellos, pero sólo uno más, aquel en el que el cuerpo se convierte en cadáver, ¿qué cabe entender desde el materialismo de Spinoza por identidad individual? Advirtamos que para cualquier teoría de la voluntad libre, es imprescindible la conceptualización de la identidad individual como una realidad sobrenatural. La identidad personal como un yo-idea (el alma, la conciencia) que permanece incólume e invulnerable a cualquier afección externa es una idea confusa que la mente forma porque es consciente de sus apetitos pero ignora las causas que la determinan a actuar.

En efecto, en el sujeto sobrenatural clásico, identidad invulnerable y voluntad libre son dos formas de nombrar la misma cosa. Spinoza, como bien apunta Montag, explica el mecanismo de construcción del sujeto sobrenatural por medio del círculo antropológico / teológico. Lo interesante de este mecanismo no es sólo que Dios sea «la imagen idealizada de la especie humana, separada de los hombres, abstraída de ellos» (como quería Feuerbach), sino que también el hombre es imaginado a partir de Dios como un ser separado de las relaciones sociales, abstraído de ellas (como le criticó Marx), separado y abstraído de todo el universo de las causas y los efectos, un ser invulnerable que crea sus decisiones espontáneamente, al igual que Dios, a partir de la nada.

Volvamos, de cualquier manera, al punto de la diversidad de tipos de muertes donde lo habíamos dejado. Creo que no habrá ahora demasiada dificultad para entender la distancia que separa esta concepción de la muerte de la que va ligada al sujeto clásico. De hecho, lo que hay en las teorías del sujeto clásico es una dificultad para pensar su muerte, el alma platónica o cristiana, el sujeto kantiano, por poner estos ejemplos clave, son seres invulnerables, sin muerte. Y es posible que el propio Spinoza no se libre enteramente de ese recurso a la eternidad sobrenatural por medio del conocimiento. Pero, si lo hace, no lo hace sin generar unas contradicciones tremendamente explosivas. Lo cierto es que la concepción de la muerte del escolio de la proposición 39 de la Parte Cuarta, tal como lo lee Montag, nos sitúa en un terreno en el que la contradicción, o mejor sería decir el conflicto interno, es inevitable. La concepción de los múltiples tipos de muerte responde en efecto al principio general que anunciábamos antes. El conatus de una cosa singular se despliega siempre en relación efectiva con los conatus de las otras cosas singulares y esta relación con lo otro le es, sin embargo, constitutiva. En este sentido, el enfrentamiento con algo exterior se expresa necesariamente también como un conflicto interno. En Spinoza, es una lucha entre los deseos alegres y las pasiones tristes. Una lucha, sin embargo, en la que el individuo ya ha tomado desde siempre partido: «El alma se esfuerza, cuanto puede, en imaginar las cosas que aumentan o favorecen la potencia de obrar del cuerpo» (E III, prop. 12).

En definitiva, no hay ruptura sin lucha y no hay lucha que no sea también una lucha interna. La lucha, la lucha por la vida (el conatus humano) tanto como la lucha por la liberación, y en Spinoza hay diferencia entre ambas, implica un conflicto interno que es, en cuanto tal, irresoluble, un conflicto que no puede ser superado ni al modo hegeliano ni de ningún otro modo. Ni puede ser superado ni tampoco puede, por tanto, ser contemplado desde una distancia neutral. La contradicción nos fuerza a tomar partido, principalmente a tomar partido entre sostenerla al descubierto (y optar así por la liberación) o resolverla imaginariamente (inventando alguna forma de identidad invulnerable y optando, entonces, por la servidumbre).

No hay liberación de la mente sin liberación del cuerpo, decíamos. Y no hay liberación individual sin liberación colectiva. En este sentido la razón por la que Spinoza se niega a separar mente y cuerpo va pareja con las razones que le llevarán a negar la separación entre derecho y poder (jus sive potentia).

Montag acierta al abordar la teoría política de Spinoza en el tercer capítulo, «El cuerpo de la multitud», desde una contraposición con el pensamiento de Hobbes, contemporáneo con el que puede encontrársele cierta afinidad, dado en efecto un cierto materialismo común a ambos. Aunque las diferencias entre Spinoza y Hobbes son diversas. En primer lugar encontraríamos la imposibilidad de pensar a partir de los principios de la filosofía de Spinoza un estado de naturaleza anterior al pacto. Otra diferencia no menos importante sería el concepto de individuo que utilizan ambos autores. En Hobbes hay un tratamiento de los individuos humanos como portadores de una misma esencia universal. El individuo spinoziano es, sin embargo, un individuo cuya esencia es singular, no universal, es un individuo complejo, que está inmerso siempre en una lucha externa / interna en la que necesariamente toma parte por una de las posiciones en conflicto. Y lo que es más toda cosa singular es un individuo: un individuo es una persona, pero también una sociedad. Estas dos diferencias conducen a una tercera. La relación política central no es la que se establece entre individuo y estado, sino la relación multitud-estado. Y estas tres diferencias están a su vez guiadas por el ius sive potentia, la equiparación entre derecho y poder, rasgo distintivo del materialismo político de Spinoza.

Estas posiciones spinozianas plenamente desarrolladas impiden hablar de una transferencia de derechos por parte del individuo al estado. Lo que desde el punto de vista de Spinoza ocurre es que el estado es la fuerza unida de la multitud y es esa fuerza unida la que puede volverse contra uno u otro de los individuos en solitario. El derecho que el estado tiene sobre el individuo aislado es exactamente el poder que los gobernantes son capaces de movilizar contra él. Y así, la multitud puede ser tanto la espada del soberano como la fuerza que se opone al gobernante. En definitiva, son las relaciones de fuerza entre el estado y la multitud y entre los diferentes sectores de la multitud las que determinan qué es derecho y qué no lo es. Ningún derecho ni ningún deber funciona con independencia de las relaciones de fuerza. Ningún poder es tampoco absoluto. Ningún gobernante puede dejar de temer a sus súbditos. Y, al contrario, ningún súbdito puede dejar de temer a su gobernante. No hay ningún lugar de remanso, de paz, libre del conflicto. No hay ningún lugar donde descansar ni tampoco ningún lugar desde donde observar con imparcialidad.

De hecho, como ya estudiara Negri en La anomalía salvaje, la equiparación entre derecho y poder hace imposible pensar el estado como algo separado de la multitud, de la sociedad. El estado no es ni puede ser ni tiene sentido defender que deba ser independiente de los conflictos que inevitablemente dan su textura a la sociedad. Y aquí de nuevo la proximidad Spinoza-Marx es extraordinaria. El estado es resultado de las interacciones que constituyen a la sociedad y responde a una determinada relación de fuerzas dentro de esa sociedad. De modo que desde la filosofía política spinoziana es perfectamente posible pensar sociedades que no necesitan en absoluto el recurso a un poder político concentrado que establece la desigualdad de principio entre gobernantes y gobernados. Es decir, es perfectamente posible pensar en sociedades comunistas.

En una sociedad racional spinoziana (que es la realización concreta de la fortaleza, unión de firmeza y generosidad), los individuos cooperan guiados por la razón (no por el miedo ni por la esperanza) para ayudarse los unos a los otros a aumentar sus potencias singulares, aumentando así, al mismo tiempo, la potencia común.

Nos equivocaríamos, sin embargo, si entendiéramos la sociedad racional spinoziana como una utopía, como un futuro ideal o como un ideal regulador. La sociedad racional spinoziana es un deseo racional, es una fuerza viva actual, mental y corporal, que tendrá mayor o menor potencia con respecto a las fuerzas que se le oponen, pero que existe ya aquí como una cosa singular más, «cuerpo entre cuerpos», esforzándose por perseverar en el ser y por aumentar su potencia. Marx decía igualmente que el comunismo no era «un estado del futuro, sino el movimiento real que destruye el estado de cosas existente», es decir, que destruye el estado de la dominación y la explotación. Bien, pues planteado esto así, hay que pensar que ese deseo racional, ese movimiento real se hace efectivo cada vez que un individuo, un grupo o la multitud se rebelan. Y sobre todo actúa cada vez que ésta última demuestra su capacidad para organizarse al margen de la dominación (en el momento en el que escribo, por ejemplo, el deseo racional del que habla Spinoza produce efectos sensibles en las luchas de las gentes de Oaxaca organizadas en torno a la APPO). Cuando el estado es considerado como la esencia o la verdad de la sociedad, podemos decir que el miedo a la multitud se ha hecho teoría. Y entendemos que ese miedo a la multitud no es otra cosa que el miedo a que la multitud demuestre que puede organizarse por sí misma. Porque cuando demuestra que no necesita del Estado y del Derecho o de cualquier otra instancia que se sitúe, invulnerable, por encima de ella, cuando demuestra que puede luchar por su liberación, deja a la vista de todos la inestabilidad radical sobre la que se sostiene la dominación. Hace patente que la dominación es resultado de la lucha de los propios dominados por su servidumbre, que los dominados no son seres pasivos, medios de la voluntad de sus amos, sino seres plenamente activos. Los dominados lo serán mientras luchen por su esclavitud, pero ningún destino los mantiene atados a ella, sino una relación de fuerzas, una interacción de causas que es posible conocer y modificar.

Que todo esto no es ajeno en absoluto a la filosofía lo demuestra Montag en el último capítulo del libro en los textos de Hobbes y de Locke. La filosofía de Hobbes está pensada como una extensa argumentación en contra de la posibilidad de que la multitud actúe, a pesar de lo contumaz que se muestra la realidad. Y, por su parte, la filosofía de Locke se esforzará sin éxito por reprimir de la memoria de su época el abismo abierto por las rebeliones igualitaristas de la multitud inglesa en torno a la década de 1640. El miedo a la multitud, que asusta si no está asustada, dejará sus huellas también en los escritos de Spinoza. Spinoza no logrará articular enteramente su política en torno al principio de la liberación colectiva como condición de la liberación individual y acabará describiendo, por ejemplo, un estado democrático donde la mayor parte de la multitud (mujeres y siervos) es excluida del Consejo Supremo y de los cargos en el Estado.

La lectura que Montag realiza de Spinoza descansa, entonces, sobre la tesis de que hay una línea de pensamiento determinante en la filosofía de Spinoza que va dirigida hacia la abolición de la trascendencia. Es cierto que, según Montag, esa línea no es la única línea que podemos encontrar en los escritos de pensador holandés. Es más esa línea coexiste conflictivamente con otras líneas que le son, en algunos casos, completamente opuestas. Y más todavía, Montag afirma que no conviene justificar o armonizar esas oposiciones entre tendencias de pensamiento que conviven a duras penas en los escritos de Spinoza. Conviene más bien que las busquemos y las pongamos al descubierto. Sólo entonces podemos empezar a intentar explicar cuáles son las causas que han producido esos desacuerdos internos. Y para poder realizar esa explicación, no nos quedará otro recurso que poner en relación a la filosofía con los conflictos sociales en los que está inmersa.

Es más, lo que hay de extremadamente interesante en las propuestas de lectura de Montag son los puntos de encuentro que nos descubre entre la lectura sintomática althusseriana y la teoría de la interpretación de la Escritura que desarrolla Spinoza en el Tratado teológico-político. En el capítulo VII del Tratado teológico-político, Spinoza expone su convencimiento de que el estudio de la Escritura no debe ser distinto del estudio de la naturaleza. ¿Qué significa esto? Significa, en principio, que del mismo modo que la naturaleza se explica a partir de la misma naturaleza y no de ninguna causa sobrenatural, el texto ha de explicarse a partir de sí mismo y no de ninguna causa sobretextual. Significa que para entender la Escritura no hay que buscar un sentido que esté por debajo o más allá de lo escrito u oculto en las palabras, no se trata de buscar una intención que, por detrás o por encima o en la sombra, guiara el texto hacia un fin prefijado, dándole de este modo unidad. No hay que partir del desorden del texto para alcanzar un orden que supuestamente se hallaría en otro lugar. La lectura spinoziana consiste, al contrario, en partir de ese orden imaginario, que los intérpretes idealistas proyectan sobre la Escritura, para -demostrando su carencia de base real- llegar al desorden que constituye efectivamente al texto. Dicho en otros términos, consiste en atenerse a la literalidad material de lo escrito. Atenerse a la literalidad material del texto implica, pues, aceptar la ausencia de unidad o armonía del mismo. El texto está siempre incompleto y, por tanto, es en cierto grado incomprensible. El texto está compuesto de materiales de carácter heterogéneo y se ha formado por la confluencia de una multiplicidad de fuentes. Si respetamos rigurosamente el materialismo de la letra, entonces no cabe disyunción entre el sentido y la disposición de los elementos textuales. Y, en fin, tendremos que asumir que el texto puede ser usado de diferentes maneras, integrado como elemento en prácticas diferentes con usos diferentes.

Ahora bien, al tiempo que entendemos que el texto no es la expresión de una intencionalidad, a partir de la cual haya que interpretarlo, pierde para nosotros el carácter misterioso que esa unidad imaginaria le confería. El texto es también cuerpo entre cuerpos; afecta a otros cuerpos y es afectado por ellos en modos que habrá que determinar en cada caso. «Las palabras pueden ‘mover’ a los hombres a realizar actos píos o impíos, de obediencia o de rebelión», señala Montag (46). Por ello no es congruente tratar los actos de habla como si fueran de naturaleza radicalmente diferente de los demás actos, como hace Spinoza, en contra de su propio principio materialista, al final del Tratado teológico-político. En este sentido, los textos de Spinoza (o los de cualquier otro filósofo o escritor) piden ser tratados de la misma manera que la Escritura. Habrá que señalar y explicar sus contradicciones, incongruencias y lagunas. Y en lugar de justificarlas, habrá que explicarlas. Y por esta vía también habrá que pensar que la liberación en las prácticas discursivas, la liberación de la palabra, no requiere distintas condiciones que la liberación en cualquier otra actividad humana: requiere que la potencia intelectual colectiva revierta en el aumento de la potencia intelectual de cada uno y no sea monopolizada por unos pocos «intérpretes de la naturaleza y de los dioses» y del cuerpo y de la letra y de la multitud. Ya que, como hemos insistido, desde el materialismo, no cabe pensar que la mente, la palabra, la comunicación se liberen si el cuerpo continúa sometido.

El libro de Warren Montag que publica Tierradenadie Ediciones opera sobre los escritos de Spinoza enriqueciendo las intuiciones de Althusser respecto al filósofo holandés con el uso de una ya indispensable corriente de lectura materialista (marxista y no marxista, incluidos importantes althusserianos como Macherey y Balibar) de la filosofía de Spinoza y de las aportaciones al materialismo extraídas de autores franceses contemporáneos como Lacan, Derrida, Foucault o Deleuze. De este modo, Cuerpos, masas, poder… que en un principio podía parecer mostrarse con la modestia de una introducción a la difícil obra de Spinoza, se despliega, en realidad, como una rigurosa y original exploración de las consecuencias filosófico-prácticas del principio general del materialismo spinoziano.