«Totalitarismo divino» es como el Cardenal Goma, principal ensamblador del catolicismo con el fascismo en España, denominó al Estado que instauraron en 1939. Habían puesto a Dios «en el vértice de todo», dejaron dicho. En «La Iglesia de Franco», de Julián Casanova, catedrático de la Universidad de Zaragoza, editado por Crítica, encontramos un estudio minucioso, […]
«Totalitarismo divino» es como el Cardenal Goma, principal ensamblador del catolicismo con el fascismo en España, denominó al Estado que instauraron en 1939. Habían puesto a Dios «en el vértice de todo», dejaron dicho.
En «La Iglesia de Franco», de Julián Casanova, catedrático de la Universidad de Zaragoza, editado por Crítica, encontramos un estudio minucioso, detallado, desmenuzado, de las relaciones entre los guerreros terrenales-celestiales que trenían negocios terrenales solamente y apostaron al genocidio para torcer la Historia de los pueblos de España. Entre la documentación que presenta el autor, extensísima, aparecen las declaraciones de los más insignes de estos apostadores, declaraciones que son síntesis de su pensamiento, declaraciones que difundieron para que no cupiese duda a nadie en momento tan especial, y sirviesen de guía a sus sucesores.
El «totalitarismo divino» asesinó la democracia; el mito divino asesinó la razón y oculto la realidad humana; el inmovilismo conservador supersticioso y oscuro enterró el desarrollo social; la división de clases, de género, de nacionalidad, de color, de creencias, fusiló los derechos y libertades para la igualdad. Y, «recatolización» de las gentes por medio del terror, así lo denominaron; no lo titularon «guerra civil», eso fue después porque con ese nuevo título encubrían bien lo que hacían; el Obispo de Salamanca Pla y Deniel, en su pastoral carta de saludo al golpe y a la guerra contra la democracia, exponía la concepción de la Iglesia: «Reviste, sí, la forma de una guerra civil; pero, en realidad, es una cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden».
En nuestros días, la Conferencia Episcopal ha llamado a la «desobediencia cívica» y a la «rebelión civil». ¿A quién o a quiénes azuzan contra la democracia? Obispos como el de Teruel hacen llamamientos contra la el sistema de convivencia, contra la «política» que es como peyorativamente denominan al sistema parlamentario, de derechos y deberes para todos, incluidos ellos. Por ejemplo declaran que «la política debe estar sometida a las potencias primarias…(como) la religión», «la política no es la soberana, sino la sierva que debe velar por ellas», «Esta es la encrucijada de España, la hora de su dignidad o de su hundimiento en la miseria. Ahora sabremos todos quiénes somos todos, cuando aparecen los grandes retos», -¿están retando a los demócratas, a la democracia, al sistema parlamentario? ¿cuál es su sistema alternativo?- y siguen: «Hoy casi todos los partidos tienden a suplir a la sociedad y al Estado poniéndolos a su servicio. Pero ni la sociedad ni el Estado son apropiables por ningún gobierno». Estas afirmaciones las rubrica el teólogo Olegario González de Cardenal. ¿Qué partido, según éste señor, falta cuando dice «casi todos»?
También en aquel entonces, 1936 en adelante, la iglesia católica se reconocía fascista, en Europa colaboraba con los nazis y aquí formaba parte del fascismo, y, como muestra Julián Casanova en «La Iglesia de Franco», lo documentaba de la siguiente manera el «… jesuita Constantino Bayle en su escrito «El espíritu de Falange Española ¿es católico?», publicado en Razón y Fe en 1937 declaraba: «Si por fascistas se entienden a los que propugnan un Gobierno que dé al traste con la farsa del parlamentarismo y del sufragio universal; que ahogue los sindicatos y partidos de la revolución, cuevas de bandoleros; que abomine de la democracia al uso, disfraz de vividores y camisa de fuerza para el pueblo incauto; que descuaje la envenenada semilla judeo-masónica, entonces sí: el Alzamiento Nacional, el Gobierno de Franco, toda la España cristiana son fascistas».
No era una «guerra civil», era un «Alzamiento»; en otras declaraciones, hemos leído antes las del Obispo Pla y Deniel, era una «cruzada», también «guerra santa». Emitidas desde esos pilares fundacionales, las últimas declaraciones de los Obispos y del mencionado teólogo nos hacen llegar ecos de antaño…, añoran tanto el pasado. Por eso, la Iglesia Católica nombró y bendijo a Franco como «Caudillo-rey, victorioso y salvador, por la gracia de Dios», y le llevaban bajo palio, como llevan a las figuras divinas.
Julián Casanova nos documenta sobre la influencia de los miembros de la Iglesia de Franco en el Estado fascista, y como se incrustaron en lo que vino tras la muerte de éste. Por ejemplo, «el arzobispo Cantero Cuadrado, que había sido miembro del Consejo de Estado y del Consejo del Reino hasta que murió Franco, después, una vez nombrado rey Juan Carlos, «asumió» la regencia junto con los otros dos miembros del Consejo».
A la muerte del dictador, «canonistas, benedictinos, dominicos y otros eclesiásticos, pidieron «la instrucción de la Causa de Canonización de Francisco Franco». El «Caudillo-rey» había declarado: «La historia de nuestra nación esta inseparablemente unida a la historia de la Iglesia Católica, sus glorias son nuestras glorias y sus enemigos nuestros enemigos». Y así, se promocionaron y protegieron mutuamente en el genocidio con el tinte divino. La sociedad quedó bajo un régimen dictatorial católico.
Solo el desarrollismo de los años 60 del siglo XX permitió cierto grado de disolución de las durezas más intransigentes, por ejemplo al cuerpo de sacerdotes enseñantes le creció un brazo privado separado de la Iglesia; nacieron centros no dependientes de ella. A lo largo de esa década más del 50% de los estudiantes asistían a centros regidos por la iglesia católica. Franco le dejó a ésta un legado que «fue impresionante, en la educación, en los aparatos de propaganda y en los medios de comunicación. Controlaba todavía un 25% de las escuelas, poseía su propia agencia de noticias y una extensa red de emisoras de radio, estaba en su poder una cuarta parte de las publicaciones y se editaban ocho diarios católicos».
Si por su parte la comunión de intereses de la Iglesia con el fascismo la llevaba a compartir con él el poder a todos los niveles, como había venido haciendo con el absolutismo desde cientos de años atrás en la Historia terrible de España, por otra parte «la religión -escribe Julián Casanova- sirvió a Franco de refugio de su tiranía y crueldad. La Iglesia le dio la máscara perfecta. Tan perfecta que todavía hoy se discute qué es lo que había detrás de ella: un santo o un criminal de guerra».
Han pasado 70 años y sus sucesores no condenan ni en el Parlamento al régimen fascista. El Parlamento Europeo sí lo ha condenado.
Parafraseando el anuncio con el que el PP alude a las obras urbanas en las que tiene envuelta a Madrid gastándose los presupuestos de 35 años por delante, mientras presenta fotografías de los primeros años del siglo XX: «qué pasaría si nunca cambiase nada»: los demócratas vemos una fotografía con el dictador y sus presentes defensores, Obispos, Diputados, Alcaldes, Concejales, ensalzándole, rodeándole como una guardia pretoriana, y nos preguntamos: qué pasaría si nunca cambiase nada, que pasaría si nos hubiésemos quedado en aquello, qué pasaría si volviésemos atrás como a todos esos les interesa, al «totalitarismo divino».
Leer «La Iglesia de Franco» nos puede iluminar bien el pasado-futuro indeseado, podemos producir luz y entender claramente lo que dicen las voces tronantes de esa guardia pretoriana del dictador, lo que quiere traernos ese griterío de sacristía bronco que arrecia tratando de humillar y desacreditar el corto, cortísimo, avance de los derechos de expresión e igualdad para la convivencia.
Título: La Iglesia de Franco.
Autor: Julián Casanova.
Editorial: Crítica.