Una de las autoras más originales de la literatura latinoamericana contemporánea, Socorro Venegas habla de la escritura, la memoria y la infancia como los lugares donde se construye y se guarda la identidad.
Se escribe con la memoria: primero para abrigarla, luego para desobedecerla. Sin memoria, la palabra se extravía. Cuando la memoria acecha, la palabra se ahoga. Si no olvidara no escribiría, declara la autora argelino francesa Hélène Cixous. “¿Estaremos hechos más de lo que olvidamos que de aquello que recordamos?”, se pregunta la voz que narra al comienzo del cuento “La memoria donde ardía”, de la escritora y editora mexicana Socorro Venegas. Y más cerca del final, la misma voz derrama: “Se dice a veces que uno se deshace en disculpas o en lágrimas. Yo me deshacía en memorias”.
Y sí, podría decirse que el libro entero se deshace en memorias. Venegas se vale de la memoria para ennoblecer el artilugio. Hay que desamotinar la memoria de su región de penas para reinventarla y reanimarla en el lenguaje. El lenguaje es la casa para todo lo que ya no está, ilumina Pascal Quignard. Y Venegas recurre a una escritura concentradamente poética para largar la vida entera en retazos resplandecientes de infancia y dolor, de amor y pérdida, de gestación y desechos. La memoria donde ardía es, además, el título envolvente del libro (Páginas de Espuma, 2019) que reúne 19 cuentos de una contundencia desoladora.
–Tus cuentos consiguen una originalidad narrativa en cuanto a las historias y a los personajes, pero además respiran lírica y proponen un ritmo desde el lenguaje más propio del poema que de la narración. Impactan la precisión, la condensación y la elipsis, rasgos propios de la poesía.
–Me gusta mucho pensar en clave poética, pensar en este ejercicio de síntesis profunda, en esa búsqueda de la intensidad, en esa búsqueda de la palabra con peso específico. Siempre he sentido que el cuento está más cerca de la poesía que de la narrativa. Mis novelas de hecho son muy breves y al final los editores me las arrancan de las manos porque no acabo de corregir, de quitar, para decir menos y así darle más al lector. Apuesto por un lector que pueda reconocerse y reconocer en el espacio poético una historia en la que se sienta interpelado. No se trata de dejar todos los cabos atados ni muy claro todo, o decirle al lector: esto es lo que he contado y se acabó. Me interesa dejar una puerta abierta, o varias, en eso que estoy narrando.
–“Ahí se contiene todo. La soledad, el aullido de un perro que se hunde en la arena, la blanca mole de recuerdos cristalizados. El sonido del viento, sus astillas, el anciano que acaba por regir cada acto de nuestra vida. El corazón sin su avidez. El acero puro del desamparo.” El primer párrafo de “Pertenencias”, relato que abre el libro, es claramente un poema. Sin embargo, de acuerdo al tradicional, y algo rígido, decálogo del maestro Horacio Quiroga, es un cuento perfecto, redondo, sorprendente. Me gusta pensar en que, a esta altura, los géneros son categorías en extinción y que lo que cuenta es la potencia de la escritura.
–La curiosidad es algo vivo en las escritoras mujeres. Y también esta necesidad de pasar de la ola de la narrativa a la ola de la poesía. Lo pienso como una especie de tránsito en aguas de una manera natural, porque creo que también para las escritoras es menos importante pensar en cómo circunscriben su obra o a qué género la circunscriben. Pesa menos eso a la hora de crear a diferencia de lo que sucede con la escritura masculina. Como lectora y editora he sentido eso, una necesidad por explorar y por romper las costuras sin pensar en lo que puedan decir o lo que pueda ocurrir en el sector editorial. Desde ese punto de vista, para mí primero ha estado la necesidad muy poderosa de contar una historia y hacerlo como yo necesito.
–Muchos de los cuentos están protagonizados por niños y niñas que habitan el desamparo como su lugar natural. ¿Es la infancia una región aparte, lejana, por momentos inaccesible, y aun así tan presente, marcándonos el ritmo de la existencia desde ocultas cicatrices?
–Cuando hablamos de infancia todo se nos vuelve incógnita. Y es muy curioso, porque seguimos siendo nosotros mismos los que habitaron ese territorio, que parecería que es de otro; es curioso porque ya como adultos nos desconectamos de esa edad, como si no nos perteneciera y no hubiéramos sido nosotros los que pasamos por allí. Y eso lo compramos todo el tiempo. La infancia sobre todo es lenguaje, y lo olvidamos muy rápido, los niños están construyendo siempre un idioma, están todo el tiempo creando, creando el mundo porque crean las palabras para ese mundo. Cuando mi hijo era pequeño, íbamos un día por la calle y se largó la lluvia. Le dije, vamos, corre que se soltó el aguacero. Y él me detuvo y me preguntó mientras nos mojábamos: “¿Por qué aguacero si es aguamucha?”. También recuerdo una anécdota con un hermano pequeño. Yo era mucho mayor que él y me dijo: “Yo no quiero ir al espacio exterior, quiero viajar al espacio interior”. Esas son las cosas que llegamos a olvidar, que teníamos esa capacidad para recrear el mundo como necesitábamos. La infancia es una memoria sensorial que tiene que ver con olores, sabores, texturas. Y los escritores más auténticos que he conocido son los que logran conectar muy bien con su infancia: un niño que no ha sido aplastado, proscrito por el adulto.
–En “Los aposentos del aire” narra un niño pequeño, internado en el pabellón de cáncer. Hay algo épico en el tono de esa sobrevivencia que permite transitar la lectura sin que se vuelva insoportable. Alguna vez dijiste: “Me interesan los sobrevivientes porque yo misma lo soy”. Hay diferentes clases de sobrevivientes: aquellos forzados por las calamidades de la historia y aquellos que resisten y traspasan el drama familiar, como tus protagonistas.
–Cuando era niña, tuve un hermano que atravesó una enfermedad muy larga: murió a los nueve años y estuvo más de cuatro muy enfermo. Esta situación había generado un desgaste en la dinámica familiar. Pero, además, cuando muere mi hermano todo se vuelve un naufragio en casa, una situación de sálvese quien pueda. En una familia los padres son los que tienen la capacidad de actuar, el poder de decidir cómo se va a organizar la vida, y mis padres habían abdicado, ya no tenían ningún poder. El cuento es un claro homenaje a mi hermano. La crueldad o ironía de la vida están allí muy marcadas. Los dos niños que están muy enfermos en el pabellón de niños con cáncer, y que antes del cáncer ya eran sobrevivientes, él había comido soda cáustica y a ella la había mordido un león. Se cuentan sus historias. Pero que hayan sobrevivido una vez nos les dio un certificado de inmunidad, todo puede ocurrir y eso es lo terrible. En esa historia se produce, además, un terremoto que no sabemos si será el final de la vida de ellos o si van a sobrevivir una vez más para continuar con la vida y la enfermedad.
–“A diario, muchas veces, sentado ante mi escritorio, toco el dolor y la pérdida como quien toca la electricidad con las manos desnudas, pero no muero.” Bello y escalofriante testimonio del escritor israelí David Grossman, quien perdió a un hijo en la guerra. ¿La lectura y la escritura ayudan a sobrevivir?
–Durante mi infancia, la única cosa que me mantenía viva era la lectura. La lectura me salvó. Leía una y otra vez los pocos libros que había en mi casa, que no era un lugar en el que hubiera libros. Había enciclopedias y encontré una biografía de Abraham Lincoln que leí varias veces. También mitología griega. Esos libros me salvaron. Trabajo literariamente sobre la vida como una experiencia de sobrevivientes. Despertar cada mañana es decirnos que hemos sobrevivido. Un milagro. Y quienes atravesamos este período de la pandemia somos sobrevivientes. Hemos perdido a gente cercana y aquí seguimos. Cada día somos eso, sobrevivientes.