La autorregulación de las grandes plataformas de internet es una apuesta muy imperfecta, pero la regulación también puede serlo cuando responde a una voluntad gubernamental partidista. La solución sólo puede venir de instituciones independientes.
La historia de los medios de comunicación va unida al debate sobre la conveniencia de establecer normas que regulen el uso que se hace de ellos para poder preservar el derecho a la libertad de expresión y opinión, no sólo de sus propietarios o dirigentes, sino de toda la ciudadanía.
En términos generales (y con independencia de que no siempre se hace lo que se predica), las corrientes políticas progresistas defienden que la regulación independiente y la preferencia del interés colectivo frente al individual o comercial es lo que mejor puede garantizar la pluralidad, el derecho de acceso y el respeto a la verdad para asegurar que todos los intereses sociales se puedan conformar y manifestar en libertad e igualdad de condiciones. Por su parte, las corrientes de inspiración liberal consideran que la regulación cercena las libertades, que no es preciso que existan medios o plataformas públicas porque eso equivale a ponerlas el servicio del poder político y que el interés comercial que persiguen las empresas privadas les lleva libremente a autorregularse, garantizándose así la libertad de expresión sin injerencias.
En los últimos días, el cierre de la cuenta en Twitter y otras plataformas del todavía presidente de Estados Unidos, Donald Trump, o la negativa de Apple, Google y Amazon a dar soporte a Parler, otra red ampliamente utilizada por sus partidarios de extrema derecha, ha puesto sobre la mesa las contradicciones, a nuestro juicio irresolubles, de quienes defienden que la autorregulación de las empresas propietarias de medios de comunicación o plataformas para el uso de redes sociales es la mejor alternativa para garantizar la libertad de expresión y el respeto a la verdad y a los derechos civiles.
La alternativa liberal de la autorregulación de los medios o las plataformas no siempre garantiza la libertad de expresión y opinión
Hoy día, Twitter es una plataforma que presta un servicio muy importante, casi básico, para ejercer la ciudadanía, pues permite mostrar opiniones, influir sobre otras y organizar o liderar campañas o corrientes de pensamiento de las que pueden depender grandes decisiones sociales, entre otras cosas. Bloquear el acceso a cualquier persona significa limitar sus derechos de expresión y mucho más si se trata de personalidades tan influyentes como Trump. En ese caso, no es solo una persona quien pierde un derecho sino sus millones de seguidores que se ven privados de conocer lo que su líder piensa sobre cuestiones esenciales de la vida pública.
Es evidente que a Donald Trump se le ha limitado claramente este derecho sin que haya habido de por medio ningún tipo de sentencia judicial que lo condene a no poder usarlas o sin que el presidente se haya saltado alguna norma administrativa cuyo incumplimiento comporte el bloqueo que ha sufrido.
La decisión de Twitter es, por tanto, claramente lesiva, arbitraria y contraria a los principios elementales de libertad y pluralidad que deberían respetar las plataformas a las que se supone que toda la ciudadanía puede o debe acceder en igualdad de condiciones y sin cortapisas. O, al menos, solo con cortapisas comunes a la totalidad de sus potenciales usuarios.
Con toda la razón, muchos liberales han criticado la decisión de Twitter. Angela Merkel ha afirmado que el bloqueo es “problemático”. Diferentes medios señalan que la Unión Europea se ha mostrado “contrariada” y el ministro francés de Finanzas, Bruno Le Maire, ha ido incluso más lejos al decir que “la regulación de las plataformas digitales no puede hacerse por la propia oligarquía digital”.
Sin embargo, las mismas personalidades liberales han tenido que reconocer que detrás del bloqueo a Trump hay un problema de base que puede justificar que se limiten los derechos de alguna persona, como ha dicho muy acertadamente Angela Merkel, para que “la comunicación política no resulte envenenada por odio, mentiras e incitación a la violencia” que es lo que manifiestamente ha hecho el presidente estadounidense.
Estas críticas a la decisión de Twitter muestran que la alternativa liberal de la autorregulación de los medios o las plataformas no siempre garantiza la libertad de expresión y opinión que, como dice el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, implica el de poder “difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.”
La cuestión es muy sencilla y la pone claramente de manifiesto el caso del bloqueo a Trump: si se da prioridad al principio de libre empresa, como defienden los liberales, no se puede obligar a ninguna empresa a autorregularse en contra de los intereses de sus propietarios y es obvio que estos, como ha ocurrido en esta ocasión, no tienen porqué coincidir con los generales, con el sentir mayoritario de la sociedad o la ciudadanía.
Twitter o Facebook son empresas privadas con intereses comerciales propios. Y quienes accedemos a sus plataformas y utilizamos sus recursos en la red ni siquiera somos sus “clientes”. En realidad, cada uno de los titulares de sus cuentas de acceso somos el producto que venden.
Estas plataformas (como los medios de comunicación tradicionales) no ganan dinero (o ganan muy poco en relación con sus ingresos totales) cobrando a los titulares de sus cuentas. Los utilizan para obtener dinero de la publicidad que acude a mostrarles ofertas (más o menos el 80% de sus ingresos en el caso de Twitter) o vendiendo los datos que les proporcionan al darse de alta o al mostrar sus gustos y preferencias a medida que utilizan la red.
Los titulares de cuentas de Twitter o Facebook, como de otras redes o medios, ni siquiera pueden considerar que tienen derecho al trato más o menos preferente, respetuoso, generoso o como se quiera llamar, que normalmente merecen los de cualquier empresa. No lo somos.
Los liberales critican ahora el bloqueo a Trump pero esa negación de acceso la practican diariamente todos los medios de comunicación privados
Teniendo esto último en cuenta queda meridianamente claro que esas plataformas no solo tienen derecho a bloquear a quienes quieran o a impedir la información que les venga en gana y que resulta completamente injustificable que se les pida que hagan otra cosa. Lo mismo que –en ausencia de regulación– cualquier otra empresa tiene derecho a vender el producto que consideren oportuno.
¿A qué escritor en su sano juicio se le ocurriría reclamar o sentirse atacado si un gran medio de comunicación o una editorial no quisiera publicar sus artículos o libros? ¿Cuántas veces no han desaparecido de catálogos editoriales algunos escritores o escritoras que, por cualquier circunstancia, han pasado a ser “malditos”? ¿Y a quién se le ha ocurrido pensar que eso es una limitación del derecho a la libre expresión de quien no puede acceder a una plataforma de amplia difusión? ¿Acaso cualquier persona puede publicar o intervenir para difundir su opinión en cualquier editorial o medio de comunicación?
Lo que hacen Twitter y otras empresas propietarias del mismo tipo de plataformas es vender sus cuentas, tal y como acabamos de decir. La de Trump, como la de cualquier otra persona, es una mercancía más que Twitter vende para maximizar sus ingresos publicitarios y es completamente lógico que haga con esas cuentas lo que más convenga a sus cuentas de resultados. ¿A quién se le ocurriría protestar porque una gran empresa no tuviera en sus escaparates o almacenes un determinado producto o porque un determinado político o líder social no pueda expresarse en un diario cuya filosofía o intereses comerciales no comparte?
Los liberales critican ahora el bloqueo de Twitter a Trump pero lo cierto es que esa negación de acceso la practican diariamente todos los medios de comunicación privados cuya libre opción defienden.
Esta es la contradicción profunda de los liberales. Si defienden la llamada libertad de empresa no pueden criticar, al mismo tiempo, que Twitter haga lo que le venga en gana con la cuenta de Trump o con la de cualquier otra persona, tal y como debe haber ocurrido miles de veces. Si se defiende con todas sus consecuencias la economía de libre mercado no se le puede decir a las empresas privadas que arriesgan el capital y el patrimonio de sus dueños las mercancías que deben o no deben vender. Y si se defiende la autorregulación, es decir, la privatización del poder de establecer normas, no se puede criticar a una empresa como Twitter cuando regula a los demás a su libre albedrío.
Bajo las dos premisas que hemos contemplado (por un lado, el derecho de acceso a las plataformas en donde se forma la opinión pública, desde las que se puede influir en las grandes decisiones o contribuir decisivamente en la conformación de los intereses y preferencias sociales; y, por otro, la libertad de la que gozan las empresas para vender las mercancías que deseen en las economías de mercado) lo que plantea el bloqueo a la cuenta de Donald Trump son otras cuestiones bastante más profundas.
¿Debe supeditarse el ejercicio de derechos fundamentales, como el de libertad de expresión y opinión, a la consecución del beneficio económico o a la satisfacción del interés particular, al tenerse que utilizar medios de difusión que son de propiedad privada? ¿Es imprescindible, entonces, que haya plataformas públicas que garanticen la pluralidad a la hora de difundir el pensamiento, los intereses y las preferencias sociales, o puede la iniciativa privada por sí sola garantizar ese derecho en todas las situaciones?
Y, por otra parte, ¿puede considerarse la libertad de empresa como un principio o derecho ilimitado o ha de estar sujeta a restricciones para que la iniciativa privada no atente contra los derechos de las personas, contra la libertad y la equidad más elemental?
El debate no es nuevo. Está abierto desde hace años en relación con los medios de comunicación tradicionales pero ahora lo tenemos una vez más sobre la mesa con el auge de las plataformas necesarias para utilizar las redes sociales en las que, en gran medida, se dilucida el poder sobre el conjunto de la sociedad. Somos conscientes de que se trata de un debate ideológico, en el mejor de los sentidos, es decir, de un debate que cada persona plantea y resuelve en función de sus ideas y de su visión del mundo y que, por tanto, no tiene una solución objetiva, como quieren hacer creer quienes afirman que su propuesta es siempre “mejor” que las contrarias.
A nuestro juicio, lo que plantea el bloqueo de Twitter a Trump, como tantísimos otros que se han planteado con anterioridad, es que la autorregulación es una apuesta muy imperfecta porque se sostiene sobre intereses diversos que no necesariamente van a coincidir y porque, si no coinciden como en este caso, o se lesiona el interés general y los derechos cívicos y la democracia o se le pide a la “libre empresa” que deje de serlo, para sustituir su voluntad por una regulación política del conflicto en cuestión.
Dicho eso, nuestra experiencia también nos dice que la regulación tampoco tiene por qué ser siempre perfecta y que no lo es, sobre todo, cuando se conforma como simple expresión de una voluntad gubernamental contingente y partidista.
No estamos en contra de la existencia de intereses comerciales en el sistema de comunicación social (aunque tenemos la convicción de que los públicos son su complemento imprescindible), ni creemos que cualquier tipo de regulación resuelva todos los conflictos de interés que se dan diariamente. No defendemos la imposición de un principio sobre otro, o el predominio de una parte de la balanza, sino la necesidad de que las preferencias sociales al respecto pueden revelarse de la forma más rigurosa posible, el debate plural y democrático sobre las prioridades a establecer en caso de conflicto y su solución negociada a través de normas de carácter general. Nuestra experiencia igualmente nos dice que la solución a la tensión que pueden producir esos dos riesgos de imperfección sólo puede venir de instituciones independientes, plurales y con capacidad ejecutiva como los consejos audiovisuales o las agencias de regulación. Su inexistencia en España, por cierto, es una cuenta pendiente más (y seguramente no por casualidad) de las que hacen que nuestra democracia sea tan frágil y nuestra vida política tan envenenada y poco atractiva para la inmensa mayoría de la ciudadanía.
Emelina Fernández Soriano es doctora en Comunicación Audiovisual y expresidenta del Consejo Audiovisual de Andalucía.
Juan Torres López es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla.