El Estado se ha convertido en una institución criminal donde se fusionan el narco y los políticos para controlar la sociedad. Un Estado fallido que ha sido construido en las dos últimas décadas para evitar la mayor pesadilla de las elites: una segunda revolución mexicana. «Vivos se los llevaron, vivos los queremos», grita María Ester […]
El Estado se ha convertido en una institución criminal donde se fusionan el narco y los políticos para controlar la sociedad. Un Estado fallido que ha sido construido en las dos últimas décadas para evitar la mayor pesadilla de las elites: una segunda revolución mexicana.
«Vivos se los llevaron, vivos los queremos», grita María Ester Contreras, mientras veinte puños en alto corean la consigna sobre el estrado de la Universidad Iberoamericana de Puebla, al recibir el premio Tata Vasco en nombre del colectivo Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en México (Fundem), por su trabajo contra las desapariciones forzadas. La escena es sobrecogedora, ya que los familiares, casi todas madres o hermanas, no pueden contener llantos y lágrimas cada vez que hablan en público en el XI Foro de Derechos Humanos.
Nada que ver con la genealogía de las desapariciones que conocemos en el Cono Sur. En México no se trata de reprimir, desaparecer y torturar militantes sino algo mucho más complejo y terrible. Una madre relató la desaparición de su hijo, un ingeniero en comunicaciones que trabajaba para IBM, secuestrado por el narco para forzarlo a construir una red de comunicaciones a su servicio. «Le puede tocar a cualquiera», advierte, diciendo que toda la sociedad está en la mira y que, por lo tanto, nadie debería permanecer ajeno.
Fundem nace en 2009, en Coahuila, y ha logrado reunir a más de 120 familias que buscan a 423 personas desaparecidas, que a su vez trabajan con la Red Verdad y Justicia, que busca a 300 migrantes centroamericanos desaparecidos en territorio mexicano. «Daños colaterales» los llamó el expresidente Felipe Calderón, tratando de minimizar la tragedia de las desapariciones. «Son seres que nunca tuvieron que haber desaparecido», replica Contreras.
Peor que el Estado Islámico
Un comunicado de Fundem, con motivo de la Tercera Marcha de la Dignidad celebrada en mayo, destaca que «según la Secretaría de Gobernación, hasta febrero de 2013, se contaban 26.121 personas desaparecidas», desde que Calderón declaró la «guerra al narcotráfico» en 2006. En mayo de 2013, Christof Heyns, relator especial de ejecuciones extrajudiciales de las Naciones Unidas dijo que el gobierno reconoció 102.696 homicidios en el sexenio de Calderón (un promedio de 1.426 víctimas por mes). Pero en marzo pasado, tras 14 meses del actual gobierno de Peña Nieto, el semanario Zeta contabilizaba 23.640 homicidios (1.688 al mes).
La cadena informativa Al Jazeera difundió un análisis donde se comparan las muertes provocadas por el Estado Islámico (EI) con las masacres del narco mexicano. En Irak, en 2014, el EI ha acabado con la vida de 9.000 civiles, en tanto el número de víctimas de carteles mexicanos en 2013 sobrepasó las 16.000 (Russia Today, 21 de octubre de 2014). Los carteles llevan a cabo cientos decapitaciones todos los años. Han llegado a desmembrar y mutilar los cuerpos de las víctimas, para después exponerlos para atemorizar a la población. «Con el mismo propósito, los carteles también atacan a niños y mujeres, y, al igual que el EI, publican las imágenes gráficas de sus delitos en las redes sociales».
Muchos medios de comunicación han sido silenciados a través de sobornos o intimidaciones y desde 2006 los carteles han sido responsables del asesinato de 57 periodistas. El Estado Islámico asesinó dos estadounidenses, cuyos casos ganaron los grandes medios, pero pocos saben que los carteles mexicanos asesinaron 293 ciudadanos estadounidenses entre 2007 y 2010.
La pregunta no es, no debe ser, quiénes son más sanguinarios, sino porqué. Desde que sabemos que Al Qaeda y el Estado Islámico han sido creados por la inteligencia estadounidense, bien vale la pregunta sobre quiénes están detrás del narcotráfico.
Diversos estudios y artículos periodísticos de investigación destacan la fusión entre autoridades estatales y narcos en México. La revista Proceso destaca en su última edición que «desde el primer trimestre de 2013 el gobierno federal fue alertado por un grupo de legisladores, activistas sociales y funcionarios federales acerca del grado de penetración del crimen organizado en las áreas de seguridad de varios municipios de Guerrero», sin obtener la menor repuesta (Proceso, 19 de octubre de 2014).
Analizando los vínculos detrás de la reciente masacre de los estudiantes de Ayotzinapa (seis muertos y 43 desaparecidos), el periodista Luis Hernández Navarro concluye que el hecho «ha destapado la cloaca de la narcopolítica guerrerense» (La Jornada, 21 de octubre de 2014). En ella participan miembros de todos los partidos, incluyendo al PRD, de centro izquierda, donde militaba el presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, directamente implicado en la masacre.
Raúl Vera fue obispo en San Cristóbal de las Casas cuando la jerarquía decidió apartar de esa ciudad a Samuel Ruiz. Pero Vera siguió el mismo camino de su antecesor y ahora ejerce en Saltillo, la ciudad del estado de Coahuila de donde provienen varias madres que integran Fundem. Ellas no tienen local propio y re reúnen en el Centro Diocesano para los Derechos Humanos. El obispo y las madres trabajan codo a codo.
En 1996 Vera denunció la masacre de Acteal, donde 45 indígenas tzotziles fueron asesinados mientras oraban en una iglesia de la comunidad, en el estado de Chiapas, entre ellas 16 niños y adolescentes y 20 mujeres. Pese a que la masacre fue perpetrada por paramilitares opuestos al EZLN, el gobierno intentó presentarlo como un conflicto étnico.
Controlar la sociedad
Por su larga experiencia, sostiene que la masacre de Ayotzinapa, «es un mensajito al pueblo, es decirnos: vean de lo que somos capaces», como sucedió en San Salvador Atenco en 2006, cuando militantes del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, que participaban en La Otra Campaña zapatista, fueron brutalmente reprimidos con un saldo de dos muertos, más de 200 detenidos, 26 de ellas violadas. El gobernador a cargo del entuerto era Enrique Peña Nieto, el actual presidente.
Esos «mensajes» se repiten una y otra vez en la política mexicana. El padre Alejandro Solalinde, quien participó en el Foro de Derechos Humanos, coordina la Pastoral de Movilidad Humana Pacífico Sur del Episcopado Mexicano y dirige un alberque para migrantes que pasan por México hacia Estados Unidos, asegura que recibió información de que los estudiantes fueron quemados vivos. Luego de ser ametrallados, los heridos fueron quemados, como le relataron policías que participaron en los sucesos y «reventaron por conciencia» (Proceso, 19 de octubre de 2014).
Si el modo de asesinar revela un claro mensaje mafioso, deben develarse los objetivos, hacia quiénes apuntan y porqué. La respuesta viene de la mano del obispo Vera. Destaca la íntima relación entre los carteles y las estructuras política, judicial y financiera del Estado, al punto que es imposible saber dónde comienza uno y acaba el otro. Constatar esa realidad lo lleva a asegurar que los dirigentes de su país «son el crimen organizado» y que, por lo tanto, «no estamos en democracia» (Proceso, 12 de octubre de 2014).
Pero el obispo enfoca su reflexión hacia un punto neurálgico que permite desatar el nudo. «El crimen organizado ha ayudado al control de la sociedad y por eso es socio de la clase política. Ellos han conseguido que el pueblo no se organice, no crezca». Palabras más o menos, es lo mismo que ha señalado el subcomandante Marcos.
Por último, no se trata de una confluencia casual sino de una estrategia. Uno de sus constructores sobre el terreno, es el general Oscar Naranjo, quien fue uno de los más destacados «arquitectos de la actual narcodemocracia colombiana» bajo el gobierno de Álvaro Uribe, como lo denunciara Carlos Fazio (La Jornada, 30 de junio de 2012). Naranjo, un protegido de la DEA y «producto de exportación» de Estados Unidos para la región, se convirtió en asesor del gobierno de Peña Nieto.
Fazio destaca una información de The Washington Post donde el rotativo asegura que «siete mil policías y militares mexicanos fueron entrenados por asesores colombianos». No hace falta hacer volar la imaginación para descubrir dónde se comenzó a fabricar el Estado fallido mexicano.
Pero hay más. «El gobierno de Estados Unidos ha ayudado a algunos cárteles a través de la Operación Rápido y Furioso», por la cual «involuntariamente» dos mil armas fueron a parar a manos de los narcos, recuerda la página antiwar.com. Es posible, reflexionan sitios dedicados al análisis estratégico como el europeo dedefensa.org, que el caos mexicano sea favorecido por la creciente parálisis de Washington y la cacofonía que emiten sus diversos y contradictorios servicios. Sin embargo, todo indica que hay algo deliberado. Que pueda volverse boomerang a través de su extensa y porosa frontera, tampoco debería ponerse en duda.
Raúl Zibechi, periodista uruguayo, escribe en Brecha y La Jornada y es colaborador de ALAI.
Fuente: http://alainet.org/active/