Recomiendo:
0

Un proceso amenazado que crece

Fuentes: Rebelión

Se dice que todos retornan a su origen de clase. El retorno quiere decir el devolverse al origen del cual uno es lo que es. Pero hay que agregar lo siguiente: un tipo de extracción genera un tipo de subjetividad. Esto quiere decir: el modo de acumular riqueza es el modo que constituye, en definitiva, […]

Se dice que todos retornan a su origen de clase. El retorno quiere decir el devolverse al origen del cual uno es lo que es. Pero hay que agregar lo siguiente: un tipo de extracción genera un tipo de subjetividad. Esto quiere decir: el modo de acumular riqueza es el modo que constituye, en definitiva, al individuo. Entonces, la acumulación no es fútil, pues constituye el modo de ser del que acumula. Y lo constituye para siempre; de modo que, en este caso, cambiar significa cambiar el modo de acumulación, renunciar a ser lo que se ha sido: optar por una nueva forma de vida. Uno da lo que tiene, y si la oligarquía sólo sabe dar violencia, entonces es violencia lo que constituye su forma de vida. Es como una enfermedad crónica que requiere un cambio en los hábitos: cambiar de forma de vida. Pero sucede que, en muchos casos, es el enfermo quien se resiste a aceptar su condición de enfermo, y esa resistencia es el causante del empeoramiento de su situación. Ante una sociedad enferma espiritualmente, se requiere algo más que la audacia política. Es parte de nuestro cuerpo que se resiste a cambiar y que nos arrastra, en su resistencia, al malestar.

Pero comprendamos el origen del actual malestar que enferma a nuestra sociedad. Por lo general se cree que la acumulación originaria del actual capital del oriente (y su foco radical: la oligarquía cruceña) radica en la extracción de goma o azúcar, la ganadería o la agroindustria, etc. Esa creencia describiría una linealidad casi homogénea del comportamiento histórico de la oligarquía oriental. Lo cual no es cierto. Pues los últimos veinte años de neoliberalismo fueron la fiesta del capital oriental (pues casi todos los gobiernos neoliberales estuvieron en manos de la oligarquía cruceña, tarijeña, beniana y pandina); y esa presencia en el Estado no coincide con lo que pudo haber significado una acumulación histórica de liderazgo. El modo iracundo y hasta salvaje de asaltar otra vez el poder no coincide con esa pretendida acumulación histórica.

La acumulación originaria de la actual oligarquía que no cede y que, de modo irracional, quiere imponernos una democracia, a imagen y semejanza de su condición original, debe entonces buscársela en otro lado: Su modo de extracción es el narcotráfico y su modo de ser es el fascismo. Pues se trata de un modo de extracción que se origina y constituye en las dictaduras militares y, despliega, desde su origen, la violencia desmedida y sistemática de un apetito parasitario que, para vivir, necesita destruir. La democracia, made in USA, que trajeron los graduados de Chicago (los economistas que ahora, en las pantallas, parecen alquimistas, transformando la mentira en verdad mediática), le sirve para lavar su condición, pero la lava ensuciando toda su sociedad; accede al poder corrompiendo las instituciones: empieza por los partidos y acaba con los medios. Por eso, una vez gobierno, abre su país a otro apetito más voraz que el suyo: el capital transnacional; pues no se trata de una acumulación producto del esfuerzo sino de la inmoralidad. Y esa inmoralidad le permite vender hasta a su propia madre, con tal de ganar algo más. El origen de este capital es entonces espurio y trepa socialmente al modo de la mafia. En veinte años de neoliberalismo encontró su paraíso fiscal: el Estado policiaco. Y ahora retorna a su origen y nos promete lo único que tiene: la violencia; por eso agrede, porque es lo único que ha aprendido como forma de vida.

Esa es la triste oposición que retrata a una oligarquía cooptada por un sector que, a base de pura violencia, trepó socialmente corrompiendo a una sociedad (que se denomina clase media) que, como su base de reclutamiento, está llamada a defender los intereses del ladrón, en desmedro de sí misma. Ya no pueden acudir al discurso liberal o socialdemócrata, quienes fueron paridos por el fascismo, y cuyo modo de acumulación es inadmisible por los mismos principios que se encargan de, otra vez, corromper. Por eso lo de «Consejo Nacional Democrático» (que es la sigla que roba los mismos principios que atropellan) es una burla, porque no tiene nada de consejo ni de nacional ni de democrático; y ese modo abusivo de ampararse en banderas ajenas los retrata de cuerpo entero: robar como forma de vida.

Por eso el aparente triunfo que logran es sólo la demostración de su derrota, porque la violencia no es gratuita y eso manifiesta la perdida de hegemonía de aquel que no sabe siquiera sacarle partido a una batalla. Por eso la estrategia del presidente era sabia: es mejor que se desmorone por sí solo lo que no tiene poder real. Enfrentarle significaba darle crédito a algo que no lo tiene, caer en la trampa mediática: la legitimidad inventada. Ser realista consistía en saber advertir esto; por eso el referéndum ratificatorio era fundamental realizarlo. Ahora el desenmascaramiento no sólo es paulatino sino total y demuestra que las supuestas demandas regionales eran un magnífico pretexto para ocultar la intención última; aquella que caracteriza a la oligarquía boliviana en su conjunto: su interés nunca coincidió con el interés nacional, porque ese interés se logró precisamente atropellando el interés nacional. El relevo oligárquico fue un relevo extractivo y que configuró una casta improductiva y ávida por comprometer el patrimonio nacional para lograr beneficios inmediatos. Por eso pierde el Acre o el Litoral y, ahora, prefiere despedazar su país que verlo desarrollarse de modo auténtico.

Esa historia degenera en el actual relevo oligárquico que, asiste a esta definición histórica, cargando no sólo el fracaso centenario de su incapacidad, sino la inmoralidad inherente de su última acumulación. Así como el narcotraficante transforma un alimento sagrado (como la coca) en un veneno, no le tiemblan las manos (ni le remuerde la conciencia) cuando transforma la vida en muerte, la libertad en opresión, la democracia en fascismo. Y para ello hurga y manipula los asuntos más delicados para sembrar odio y sangre en la tierra que nunca respetó ni amó. El asunto nunca fue autonomía versus centralismo. Porque el centralismo no fue de una región sobre las otras sino de una oligarquía que capturó para sí el poder central y, desde allí, recondujo todos los recursos en beneficio propio. Por eso se corrobora lo siguiente: nadie es poderoso por tener mucho dinero sino por haber accedido al Estado.

Si la crisis aparece estando el narcotráfico en el poder entonces hacen del Estado un estado totalitario; las armas se amparan en la ley para asesinar al pueblo. Pero si el poder público se les es arrebatado, entonces llaman a la movilización civil de su ámbito de reclutamiento: la clase media. Pero la legitimación no cambia, se trata de legitimar la dominación en el asesinato. Por eso conducen a sus convocados a la violencia, porque, en el fondo, no saben otra manera de legitimar su poder sino es asesinando; pero para que no aparezca como lo que es: asesinato puro, tienen, necesariamente, que encubrir el asesinato ideológicamente. El que asesina debe asumir su acto como algo «bueno» y, mientras «más bueno» lo considere, más muertes estará dispuesto a ocasionar. Es cuando el totalitarismo se desnuda y toma como rehén a todo un país y le exige, como pago, no cambiar nada: la legitimación consiste en asesinar y cuanto más se asesine más legitimidad tendrá el asesino. No se trata de una demanda sino de una amenaza, por eso sus términos no admiten concesiones o terceras vías. Es este totalitarismo el que provoca una situación sin salida; provoca la confrontación, porque es a lo que apuesta, de modo que justifica esta porque previamente ha asumido que es legítimo asesinar; el origen de su legitimación se encuentra siempre en la disposición que tiene a matar; está seguridad es la que intimida y da fuerzas a sus convocados: su fidelidad está en la disposición suicida de acabar con todo si no se le cumple lo que quiere. La ideologización de sus creencias (el racismo hecho «catecismo autonomista») es lo que apalea a todos los demás convertidos en enemigos.

Ese es el discurso de los prefectos, en el que advertimos dónde hace nido la confrontación y la intolerancia. Es un discurso que no sabe medir sus palabras y sólo reafirma una insolencia que sólo podría provenir de la soberbia. Precisamente los medios (los grandes perdedores del referéndum) son quienes dan alas para que el soberbio se crea amo y señor de algo que no le pertenece. Ni siquiera el triunfo virtual de los prefectos, inventado por los medios (que ahora no hay que decirles nada porque se enojan, lujo que no se puede dar el pueblo, que es quien padece sus mentiras), era triunfo, porque ¿qué significaba ganar si sólo habían ganado entre sus compadres y sus caporales? Los medios, que se creen Dios, porque juzgan sin apelación alguna (pues hasta ahora ningún medio rectificó la asquerosa manipulación que hizo), repartiendo vida y muerte a granel, decidiendo, por anticipado, como Dios, quién gana y quién pierde (como la sentencia del tribunal supremo gringo, cuando le robaron la elección a Al Gore: «quizás no sepamos quién ganó, pero sí estamos seguros quién perdió»). Los «dos tercios», el 67.4% (bandera de la derecha en la Constituyente, pero ahora inexistente en sus bocas) de apoyo nacional al gobierno es un triunfo, dicen estos medios, sólo «relativo»: «la revocación es en 5 departamentos», decía el padre Pérez y los analistas de Gonitel y sus gemelas PATB, buscando desesperadamente argumentos para quitarle el triunfo al gobierno (si tal situación fuese cierta, entonces habríamos dejado de ser nación, gracias a Dios somos nación y el referéndum dejó establecido eso). El baño de humildad que precisa la derecha se hace imposible, pues ni siquiera en sus «triunfos» son capaces de sensatez. «No odies a tu enemigo, eso afecta tu juicio». Es una lección que dictamina la prudencia política. La virtud consiste en reconocer la dignidad del adversario; de ese modo el conflicto no se absolutiza y el diálogo es posible. Pero desgraciadamente no hay prudencia ni virtud en la oposición que ahora mengua a menos de un tercio de luna; pues la «media luna» quedó reducida a su tamaño real: los adictos de los medios (quien se alimenta de mentiras sólo sabe escupir veneno).

Acusado de populista y caudillo autoritario, el presidente Evo Morales, es quien, curiosamente, le devuelve al pueblo su condición de sede originaria de la legitimidad y la soberanía. Los prefectos, todavía hijos del absolutismo del dieciocho (l’Etat c’est moi), son incapaces de reconocer que su poder es una delegación que el pueblo siempre y, en última instancia, produce como sede originaria del poder real. El referéndum consistía precisamente en devolverle al pueblo esa su cualidad originaria. De modo que el acusado de autoritarismo otorga al pueblo la posibilidad de su revocación y quienes le acusan son aquellos que, más bien y acorde a su condición inmoral, usurpan de nuevo aquella delegación y ofenden, como primera muestra de la arrogancia de aquel que cree que el poder reside en él. Después de más de «dos tercios» de aprobación nacional, el discurso del presidente Evo Morales es todavía conciliador y muestra una sabiduría y magnanimidad propia del estadista. Lo cual lo distingue de toda la lacra política que nos gobernó (y pretende todavía usurpar de nuevo el poder) y manifiesta una verdad que aparece de cuerpo entero: sólo quien venía de abajo podía entender, en su verdadera dimensión, las contradicciones de nuestro país; y que esa sabiduría no podía proceder de Harvard o Cambridge o Lovaina o Chicago, sino de aquí mismo, de la tierra que nos parió y sufrió con nosotros nuestra suerte. La leyenda de la coca era cierta, sólo ella podía producir un líder merecedor de esta nuestra tierra.

Eso es lo que distingue a un proyecto nacional de un interés particular. Y lo que distingue a la autoridad moral de la inmoralidad autoritaria. Al Evo de los prefectos. Por eso nunca hubo «empate catastrófico», y eso sólo fue un triste empantanamiento de una intelectualidad que quería quedar bien con Dios y con el diablo. Frente al iracundo desafío de la oligarquía (cuyos paros y bloqueos son pagados por los recursos que dicen defender) el pueblo no puede sino responder como acumulación histórica de la memoria. No se trata de una lucha de hegemonías que, en última instancia, es la opción del más fuerte: ¿quién puede matar más?; sino de algo más allá que la mera audacia política. Propiciar el conflicto es lo más fácil, pero en política lo más fácil es lo más peligroso. La prudencia nos obliga a sostener este proceso de modo democrático; es el marco en el que se ha producido este proceso y dentro del cual debe saber llevarse a cabo. Ese es el verdadero desafío que adoptamos como pueblo: el tránsito democrático hacia una nueva forma de vida; de modo que la resolución sea siempre política y no bélica. Porque hasta con las piedras que nos ponen en el camino podemos todavía seguir construyendo. La oligarquía se mueve en el todo o nada, por eso su lucha es a muerte. Nosotros proponemos la vida, por eso no provocamos la muerte. El derecho a la defensa le pertenece a la víctima porque defiende la vida.

Es lo que confirma el «Consejo Nacional por el Cambio» que, curiosamente, resignifica la sigla del MAS (que puede ahora ser lo que en su origen ha sido, el Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos, IPSP); ahora se trata de: «Movimientos al Socialismo», en plural; porque las organizaciones aglutinadas se reúnen y confirman un horizonte. Lo que resta ahora es explicitar ese horizonte: ¿en qué consiste el socialismo como horizonte de una «revolución democrático-cultural»? El pueblo boliviano se propone a sí mismo como opción histórica y lo hace en Cochabamba (el centro recuperado). La unidad en primera instancia, la organización estratégica (como «Consejo Nacional para el Cambio») y el reencauzar sostenido del proceso; allí aparece la propuesta inmediata: un referéndum por la nueva constitución. Después del aplastante triunfo nacional, la sabiduría popular opta por la consulta y no por la imposición. El gobierno tratará de abrir los espacios del dialogo y la concertación, como es su deber, pero la resolución política del conflicto ya fue dada, otra vez, por el pueblo. La concientización o, dicho de otro modo, la nacionalización de nuestra conciencia, es el suelo desde donde el siguiente paso es posible. No se puede transformar un Estado colonial si no se transforma sus estructuras, y esto empieza con otorgarle un nuevo proyecto, es decir, un nuevo sentido. El camino es y será arduo. La metáfora lo ilustra de este modo: siempre hay un Egipto que oprime, pero también siempre hay una tierra prometida, y el único camino que nos conduce a este es el desierto, donde el pueblo debe saber crear lo nuevo. Pero en el desierto el pueblo no está solo. Por eso la comunidad no es sólo humana sino comparece en ella Aquel que dice: «He escuchado el clamor de mi pueblo y te encomiendo a ti que lo liberes». Cuando un deseo es sincero y generoso, el universo entero conspira con uno para realizarlo. Y no hay mayor deseo generoso que la liberación del pueblo.