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Una aproximación metafísica a una arista del terror político

Fuentes: El Viejo Topo

Terry Eagleton, Terror santo. Debate, Madrid, 2008, 174 páginas (traducción de Ricardo García Pérez) y Terry Eagleton, Terror sagrado. La cultura del terror en la historia. Editorial Complutense, Madrid, 2007, 51 páginas (traducción de María Jiménez Blanco).

 Terror sagrado es la trascripción de una conferencia, de título homónimo probablemente, que Terry Eagleton impartió en la Universidad Complutense seguramente durante el primer trimestre de 2007. Las tesis y argumentación central de esta intervención quedan recogidas en el segundo libro que comentamos. Empero, una breve síntesis de su contenido podría ser expuesta en los siguientes términos: el terrorismo es el resultado de la desesperación respecto al ámbito de la política, en el sentido usual de la expresión. Es el tipo de fenómeno que se da cuando la política ya no funciona, el acontecimiento que irrumpe cuando el orden simbólico deja de funcionar o amenaza con hacerlo. Mártir y suicida entregan sus vidas voluntariamente pero existen entre ellos diferencias notables. Al no tener nada que perder, se puede ser extremadamente peligroso y «el terrorista suicida transforma esa condición en una especie de teatro del poder» (p. 49).

El lector encontrará en el coloquio de este breve volumen (páginas 38-51) más de un paso de interés. Este por ejemplo, vale la pena tomar nota de la razón aducida por Eagleton:

Así, igual que con muchos otros fenómenos modernos, hay que contemplarlo de manera dialéctica, con su lado bueno y su lado malo. Marx pensaba que la modernidad era una excitante historia de emancipación humana y desastre total. Si hay una buena razón para ser marxista, es precisamente porque no muchas otras personas hoy en día cuentan estas dos historias al mismo tiempo; o cuentan una o cuentan la otra [la cursiva es mía]

Otros pasos del debate sobre la tradición judaica y el Dios no representable, sobre Nietzsche, la identidad, la diferencia entre mártires y terroristas suicidas (Rosa Luxemburg o Lutero King murieron para que los demás pudieran vivir; los terroristas suicidas mueren para que otros mueran con el fin de que otros terceros puedan vivir) o singularidades destacables de la sociedad norteamericana en esta temática y ámbito no tienen menor altura que el apunte anterior.

Terror santo, el segundo volumen que comentamos en esta reseña, está estructurado en un prefacio y seis capítulos. La finalidad del estudio es anunciada por el autor de El portero en los términos siguientes: su análisis no pretende sumarse a los numerosos estudios políticos sobre el terrorismo, sino que intenta situar la idea del terror en un contexto más original, «un contexto que podría calificarse en términos generales como ‘metafísico» (p. 11). La política que lleva implícita este discurso sobre Satán, Dionisio, los chivos expiatorios y los demonios, añade Eagleton, es más radical que lo que podemos encontrar en los discursos ortodoxos del izquierdismo actual. Se trata, al mismo tiempo, de ampliar el lenguaje de la izquierda y desafiar el de la derecha.

Las conclusiones que cierran el ensayo: en el estudio se ha indagado en torno a dos figuras contrapuestas de muertos vivientes: hay mártires que abrazan el no ser en nombre de una existencia más próspera, otros se afianzan en el no ser como una forma de vida sucedánea. Cuando los hombres y mujeres legan a ansiar este tipo de negatividad puede hablarse del mal con toda legitimidad.

La tragedia más perspicaz es un recordatorio de que aquellas formas de vida que sienten en lo más íntimo de su corazón el miedo ante la monstruosa ausencia de ser, acabarán por descubrir una imagen de este horrendo Real en alguna criatura espantosa y deforme que deberá ser desterrada al otro lado de las puertas de su ciudad. En nuestro mundo, una consecuencia de esa negación se denomina terrorismo. El terrorista no es el pharmakos, pero es fruto de él y solo puede ser derrotado cuando se le haga justicia.

Sacrificio, nos recuerda Eagleton, significa «convertir en sagrado» y los sacrificios rituales, también los políticos, pueden significar convertir vidas humildes o despreciables en algo especial y poderoso. Quienes han proclamado, vencedores, el fin de la Historia, o al menos tenían esa costumbre antes del 11 de septiembre de 2001, olvidan que al anunciar de forma grosera el triunfo definitivo del capitalismo ese mismo triunfalismo grosero «ha promovido la revuelta de las masas en el mundo musulmán, inaugurando con ello toda una etapa histórica nueva. El cierre de la historia sólo ha conseguido reabrirla» (p. 125). De hecho, el terrorista suicida es un ejercicio de voluntad supremo que forma parte de lo que lo vincula a la civilización que se opone «Para esta forma de vida hay pocas facultades más esenciales que la facultad suprema de la libre elección» (pp. 118-119).

En medio de ambos extremos, entre la finalidad del estudio y las conclusiones, otra magnífica demostración del hacer de Eagleton: una erudición literaria deslumbrante, un conocimiento apabullante de la historia de la filosofía, un magnífico estilo literario, una ironía contagiosa, una lectura singular de mitos, textos y creencias, una sensible inteligencia para apuntar permanentemente hacia temas y aspectos esenciales y una fina capacidad analítica generadora de argumentaciones del siguiente tenor: En la guerra contra el terror, el «mal» y sus ejes se utilizan para impedir, dificultar u ocultar la explicación histórica. Con el menosprecio del análisis racional que evoca, esa aproximación «refleja en parte el fundamentalismo al que hace frente». Se considera que explicar es exculpar y que las razones siempre se convierten en excusas. De este modo, los ataques terroristas se convierten en «una variedad surrealista de locura», con una flagrante contradicción anexa: al mismo tiempo que se rechaza toda tentativa de compresión, de atribuir alguna causa al terrorismo, se afirma a renglón seguido que los terroristas y sus movimientos surgen, en última instancia, de la envidia al bienestar, riqueza y libertades de las sociedades occidentales. Según esta singular y autocontradictoria filosofía política, explicar por qué alguien se comporta de una manera determinada equivale a «demostrar que no podía comportarse de otro modo y, por tanto, a absorberle de su responsabilidad» (p. 136).

Poco cabe añadir. Esforzándose en tensar el espíritu crítico acaso quepa apuntar que, en su escritura, clara en general, Eagleton coquetea a veces, muy puntualmente, con formas de expresión un tanto arriesgadas en el ámbito del significado compartible. En este caso por ejemplo

A igual que Dios, según el pensamiento lacaniano, lo Real es la cuña inimaginable de la otredad que reside en el corazón de la identidad que nos convierte en lo que somos, la cual no obstante nos impide también -porque conlleva deseo- ser auténticamente idénticos a nosotros mismos.

Por lo demás, en nota a pie de página (p. 164), Eagleton construye una argumentación contra el igualitarismo -o contra cierto tipo de igualitarismo- impropia de él y de su enorme altura intelectual. Criticando la afirmación postmoderna de que toda jerarquía es cuestionable, Eagleton toma asiento en la Arendt de Los orígenes del totalitarismo y señala que nazismo y antiestalinismo fueron sistemas radicalmente antijerárquicos. «El poder no adoptaba gradaciones escrupulosas, sino que se depositaba por entero en el líder, con el que todos los demás ciudadanos guardan una relación formalmente idéntica» (p. 164). Pero, si no ando errado o no interpreto mal la posición del autor, no fue ése el caso. Si Eagleton relee, por ejemplo, Autobiografía de un marxista alemán del científico y filósofo Robert Havemann verá con facilidad que entre la primera opción -sistema con gradaciones escrupulosas- y la segunda -sistema con un líder respecto al cual todos los demás guardan una relación formalmente idéntica- existen y han existido otras organizaciones políticas, algunas de las cuales llevan la etiqueta de sociedades estalinistas o neoestalinistas, en absoluto cercanas a una idea temperada de igualitarismo. Beria no mantenía la misma relación formal (y real) respecto a Stalin que Bujarin o tantos otros. Havemann, sobre el que Ulbricht había intervenido a su favor en varias ocasiones, o Wolfgang Harich no fueron tratados del mismo modo que algunos privilegiados por el sistema, los cuales, en algún caso, paradoja de paradojas, horror de horrores, vergüenza de vergüenzas, no sólo habían coqueteado con el nazismo sino que habían colaborado con él.