Pocas veces el tópico de que una historia real tiene los ingredientes de la mejor novela es tan cierto como en el caso de la que narra el periodista norteamericano Peter Eisner en La línea de la libertad (Taurus). El libro rescata para el gran público (pues las ediciones en que se podía encontrar hasta […]
Pocas veces el tópico de que una historia real tiene los ingredientes de la mejor novela es tan cierto como en el caso de la que narra el periodista norteamericano Peter Eisner en La línea de la libertad (Taurus). El libro rescata para el gran público (pues las ediciones en que se podía encontrar hasta ahora eran de difícil acceso) la aventura de la Red Comète, una organización clandestina formada por jóvenes de varias nacionalidades y que se dedicó a salvar a pilotos aliados caídos en territorio europeo dominado por los nazis durante la II Guerra Mundial.
Las características de esa aventura (la juventud de los protagonistas, el antifascismo, el riesgo y -¿por qué no?- el romanticismo de la empresa) pedían a gritos un relato novelado, mejor que un aséptico informe histórico-periodístico. Así lo vio desde el primer momento Peter Eisner, subdirector del Washington Post: «Era la manera adecuada de elogiar a los protagonistas y mostrar su coraje, aunque tenía la dificultad de que me obligaba a seguir los hechos y, a la vez, describir el ambiente».
En esa respuesta va implícita también la motivación que le empujó a escribir la historia de la Red Comète: «En la raíz de mi trabajo está el hecho de que esta historia contiene una lección moral para todos nosotros, la de la decisión de aquellos jóvenes de arriesgar su vida frente a un poder mucho mayor. Es cierto que los seres humanos sacamos fuerzas y virtudes inesperadas en situaciones extremas. Cuando le pregunté a Jean-François Nothomb, uno de los dirigentes de la Red [y pariente de la novelista Amélie Nothomb] por su decisión de hacer aquello, me dijo dos cosas: que fue una locura de juventud, pero también que hicieron lo que había que hacer en aquel momento. Para mí, son héroes».
La red actuaba en Bélgica y Francia, recogiendo y escondiendo a pilotos aliados caídos. Pero ésa era sólo la primera etapa.Dada la práctica imposibilidad de llegar a Inglaterra por el camino más corto, el Canal de la Mancha, el itinerario obligado consistía en atravesar Francia, cruzar los Pirineos clandestinamente con el apoyo de vascos acostumbrados a hacerlo y, una vez en España, llegar al territorio británico de Gibraltar. La línea trazada en todo el camino era la de la libertad.
Un terreno no neutral
«Los aliados creían que en España estaban en terreno neutral, pero comprobaron que no lo era de hecho y algunos acabaron en la cárcel. Con todo, no conozco casos de pilotos que fueran entregados a los nazis por el gobierno de Franco. Los ingleses presionaban a Franco con las entregas de petróleo y otros materiales que le hacían. Eso, unido al cambio de signo de la guerra en 1943, hizo que Franco mantuviera una actitud de cierta neutralidad, pese a sus simpatías por Hitler».
Precisamente, el paso de los Pirineos era la etapa más dura físicamente.Antes y después se usaban el autobús, el tren o la bicicleta.Pero los Pirineos se pasaban a pie, normalmente de noche y el tiempo no siempre acompañaba. «Yo he hecho parte del recorrido», dice Peter Eisner, «en una conmemoración, y ya es bastante difícil en verano y sin tener a los nazis detrás. En las condiciones de entonces, costaba unas ocho horas subir por el lado francés y otras ocho llegar al caserío en que se escondían».
La red sufrió, por supuesto, caídas. Sus miembros pagaron su heroismo con la cárcel, el campo de concentración o el fusilamiento.Pero no fue nunca desarticulada. El último rescate y entrega de un piloto caído se realizó dos días antes del desembarco aliado en Normandía.
La Red Comète, en fin, nació de un imperativo moral y se mantuvo siempre independiente del Servicio de Inteligencia Británico o de otras instituciones militares. Su primer impulso se lo dio una joven belga, miembro de la Cruz Roja, Andrée de Jongh, cuyo nombre de guerra era Dédée. Dédée es hoy una octogenaria que vive en Bruselas, con los achaques propios de la edad y algunos más debido a su estancia en campos de concentración. A cambio, habrá sentido orgullo cada vez que pasara por la Plaza Montgomery de la capital belga, con su estatua algo raquítica del general inglés, al pensar que ella también escribió una página gloriosa en aquella guerra.