Aunque obvias, pero recurrentemente soslayadas, dos ideas son fundamentales en aras de comprender el tema: a) para que una sociedad goce de mínimos de bienestar, precisa del crecimiento económico.
Si bien no es lineal la correspondencia entre crecimiento económico y calidad de vida, es posible y necesario crecer para (re)distribuir, pero también la (re)distribución de la riqueza puede incentivar –a través del consumo– el crecimiento de una economía nacional. Y, b) pese a que implícitamente se da por dada la idea de que el crecimiento económico está en función de cierta tendencia y comportamiento «natural» del mercado, la realidad es que éste no se corresponde con la tergiversada metáfora de la mano invisible y el ajuste automático.
Según datos desestacionalizados del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la economía mexicana muestra una desaceleración desde la segunda mitad del 2018, transitando desde el tercer trimestre de ese año del 2.5% al -0.3% durante el tercer y el cuarto trimestre de 2019. Lo cual supone que, mientras en el conjunto del año 2018 se creció en promedio 2.1%, la contracción del 2019 se situó en -0.1%.
Más allá de ahondar en el debate relativo a la presencia o no de una recesión en la economía mexicana, cabe analizar algunas causas que ayuden a comprender esta caída de la riqueza nacional durante el último año. El tema de la recesión es un debate propiamente técnico que amerita un tipo de abordaje diferente a los reduccionismos político/ideológicos y mediáticos.
En principio, cuando un Estado no recurre a la política fiscal y al gasto público para estimular y, en su caso, reanimar el proceso económico, la austeridad fiscal (el «austericidio» del cual hablaba Felipe González, Presidente del Gobierno Español entre 1982 y 1996), si bien contribuye a estabilizar las variables macroeconómicas, termina por asfixiar el conjunto del proceso económico y a generar su estancamiento. No invertir desde el Estado en la construcción de infraestructura básica y en la conformación de una política industrial que brinde incentivos a la inversión privada, no solo «ahorca» las posibilidades de crecimiento económico, sino que –aunado a una política monetaria conservadora que mantiene alta la tasa de interés– se favorece únicamente el proceso de acumulación entre el sector bancario/financiero y entre sus principales beneficiarios. Esto es, la obsesión –acarreada desde la década de los ochenta hasta la actualidad– por imperativos como el de las “finanzas públicas sanas”, la inflación contenida y de un dígito, el pago del servicio de la deuda, y la estabilidad cambiaria (un dólar barato beneficia a los grupos financieros transnacionales, a los países desde donde México importa bienes y servicios, y a las empresas extranjeras que importan insumos), no solo subordina a la política macroeconómica el resto de las políticas públicas, sino que también tiende a estrangular la actividad económica. Los náufragos de esta política económica son las pequeñas, medianas y grandes empresas nacionales al descapitalizarse tras encarecerse el crédito. Del mismo modo, la apreciación del peso mexicano, les resta competitividad tras ser desplazadas esas empresas nativas por las importaciones.
La persistencia de una política económica contraccionista y deflacionaria, regida por el fundamentalismo de mercado, limita la expansión de la demanda y desestructura toda posibilidad de vertebrar las cadenas productivas del mercado interno. Esta obcecada estabilidad macroeconómica afecta la creación de empleo, las posibilidades de crecimiento económico y las mismas finanzas de las empresas productivas nacionales. Contraída la economía nacional, existen menores posibilidades de recaudación fiscal, afectando –en el mediano plazo– las finanzas y presupuestos públicos. Y si las empresas nacionales se endeudan, es menor la inversión destinada a la actividad productiva, quedando la economía a expensas de los flujos volátiles de inversión extrajera directa.
Además de esta explicación sustentada en el análisis macroeconómico, cabe hacer un ejercicio de economía política para comprender que el crecimiento del PIB y cualquier fenómeno o hecho económico no está al margen de las estructuras de poder y de la correlación de fuerzas al interior de una sociedad y respecto a las relaciones –no siempre simétricas y equitativas– que tiene una nación con la economía mundial.
Si bien existe un contexto volátil e incierto en el comportamiento de la economía mundial –el cual, según se pronostica, en el año 2020 no será halagador–, ello es insuficiente para comprender la contracción de la actividad económica en México, cuando menos desde el tercer y cuarto trimestre de 2018. Periodo que coincide con el fin del proceso electoral 2017/2018 y con el ascenso de una élite política diferente –al menos en el discurso– a la que gobernó desde 1985.
Además de persistir hasta principios del 2020 la política económica mencionada, el recelo que entre la oligarquía beneficiaria de la privatización del Estado despierta esta élite política progresista, induce una especie de sabotaje por parte de la clase empresarial que se muestra reticente a invertir en actividades productivas. Esta reticencia de la élite empresarial conversadora para invertir es una vendetta ante el despojo de los privilegios que concentraron a lo largo de tres décadas; la contención del drenaje de recursos por motivos relacionados con la evasión y la exención fiscal; y el freno al mega-negocio relacionado con la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.
Se trata de poderes fácticos que, desde aquellos ámbitos dependientes de sus decisiones, pretenden sabotear el proyecto de la administración pública federal que conduce el país desde diciembre de 2018. Y, en ese intento por ganar la partida en la lucha intra-élites, no solo se agudizó la violencia criminal a lo largo de 2019, “sembrando” muertos con miras a afianzar una eventual inestabilidad sociopolítica para cargarle, mediáticamente, la responsabilidad al gobierno; sino que también se recurre al expediente de la inversión privada frenada para coartar toda posibilidad de crecimiento económico y poner en entredicho los programas sociales redistributivos de la riqueza nacional. De tal manera que, además del cerco mediático en el cual se disputa el poder a través del control de la palabra y de una “verdad”, se suma la violencia controlada por poderes fácticos y la apatía inducida entre amplios segmentos de la oligarquía para invertir en la producción. Sin embargo, esta apatía, a la larga, más allá de la rebatinga intra-élites, será contraproducente para estos mismos empresarios mexicanos conservadores, pues sus concesiones, instalaciones e infraestructura se encuentran territorializadas en el país y es poco probable que las trasladen a otros mercados nacionales.
Comprender esta correlación de fuerzas contribuye a ampliar la mirada y a evitar el fatalismo que supone la llamada mano invisible del mercado. Si no existió crecimiento económico en México a lo largo del 2019 y principios del 2020, es porque existen intereses creados y poderes fácticos que adoptan decisiones concretas para inducir el estancamiento de la economía nacional. Por un lado, la persistencia deliberada de una política macroeconómica contraccionista atizada por la actual administración para congraciarse con los intereses de los organismos financieros internacionales y con la banca privada comercial transnacional (principal beneficiaria de dicha estrategia regida por la austeridad fiscal). No menos importante es la incapacidad del gobierno para brindar las señales mínimas en aras de vertebrar una eventual política industrial de raigambre nacionalista. Y, por otro, la falta de cultura política de la oligarquía para reconocer el espacio perdido y los menguados privilegios acaparados en el largo periodo de privatización y uso patrimonialista del Estado. Esta oligarquía es presa del odio, el racismo y el clasismo ante los intentos oficiales de acercar al Estado a los sectores populares. Pierden de vista que este viraje del Estado es para el beneficio de la estabilidad social y política que preserve sus intereses creados y la estructura de poder y riqueza que pilotean.
Sin la voluntad y la capacidad de la sociedad mexicana para configurar un nuevo pacto social, las transformaciones anheladas serán postergadas o se tornarán imposibles de realizar. Ese posible pacto social atraviesa por la urgencia de configurar una política económica fundamentada en el mercado interno y en el fomento de la industria. Y, para ello, se precisa de un tejido empresarial con vocación productiva y de un Estado capaz de articular a los distintos actores y agentes socioeconómicos a través de entramados institucionales que abonen a la (re)construcción de un proyecto de nación.
Isaac Enríquez Pérez es académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Twitter: @isaacepunam