La censura y prohibición de las cuentas de Donald Trump en las principales redes sociales, tras la toma del Capitolio, reabrió un debate profundo sobre el rol editorial que ocupan las “Big Tech” y la pretendida autorregulación de las plataformas. Ahora, Zuckerberg y su club de CEOs han confirmado que quieren intervenir en la arena política para digitar democracias a su medida. Ser o no ser censor, esa es la cuestión.
Lo cierto es que la “Gran Purga” de las redes sociales contra los seguidores de Trump sólo parece el inicio de una “Gran Guerra” como la primera, pero postindustrial. Los Estados nacionales quedarán en desventaja si no encuentran pronto una solución global y coordinada que ponga freno a los nenes caprichosos de Silicon Valley.
Estos últimos se han convertido en la “policía del pensamiento” descrita por George Orwell en 1984, para denunciar los excesos del estalinismo que encarceló y ejecutó en nombre de la revolución o asesinó a sangre fría a críticos revolucionarios como León Trotsky, en su exilio mexicano.
Algo hay todavía de las “telepantallas” orwellianas que lo registran todo, porque las bases de datos de Internet segmentan, filtran y generan asociaciones con la información sensible de sus usuaria/os. El principal capital -en lugar del trigo, la soja o el maíz- es la información personal agrupada en silos dinámicos (la famosa nube) que constituyen uno de los principales bancos de la economía real.
El caso Cambridge Analytica (por el cual Zuckerberg terminó con una multa de 5 mil millones de dólares en 2019) fue un claro ejemplo de la venta no autorizada de 85 millones de perfiles personales para fines electorales. Vale recordar que la empresa contratada por Trump asoció grupos de votantes para establecer cuáles eran los rasgos centrales en las conversaciones de esa/os usuaria/os con sus “amiga/os” y, así, establecer la lista de intereses que confirmaran el voto indeciso en algunos estados clave. Si la/os inmigrantes latina/os no querían más inmigrantes latina/os, entonces Trump prometía una gran muralla con México.
Lo cierto es que esa acción de minería de datos lejos está de preservar cualquier código de ética tendiente a custodiar la privacidad de la/os miembros de una red. Pero más allá del repudio que pueda generar el presidente saliente de EEUU, la preocupación comenzó a envolver a mandataria/os de diferentes regiones y banderas ideológicas.
Desde el 6 de enero -cuando Buffalo Bill se puso la capucha con cuernos en el Capitolio norteamericano- la/os jefa/es de Estado que tienen a la mano el botón rojo para desatar la tercera guerra mundial terminaron como carmelitas descalzas en penitencia. Y, desde entonces, las redes sociales comenzaron a borrar historiales, perfiles, desindexar búsquedas y contenidos de Internet.
Vladimir Putín zafó porque en Rusia la censura es norma. VK es el Facebook permitido, Baidu el Google de todo buen comunista y Telegram la versión no desautorizada de WhatsApp, aunque el sitio Rusia Today ya está proponiendo la App Signal, porque parece “más confiable” en el cifrado de datos punta a punta.
Del lado occidental está el GAFA que, además de ser una marca de heladeras, es la sigla de las principales corporaciones que gobiernan Internet: Google, Amazon, Facebook y Apple. Hay jugadores más pequeños, pero no le hacen sombra. El detalle anual sobre su presencia en cantidad de usuaria/os activa/os realizado por Hootsuite permite observar el poder de fuego que tienen las/os que administran las “cajas negras” de los algoritmos.
El lunes 11 de enero, Twitter suspendió 70.000 cuentas del movimiento QAnon, un foro extremista considerado por el FBI como terrorismo doméstico, el cual curiosamente fue bendecido por Trump, dado que las teorías conspirativas y el pensamiento mágico del grupo le sirvieron durante su mandato. Todas esas cuentas fueron borradas de un plumazo por “incitar a la violencia”, sin mediar orden judicial. Y ese es el principal problema: las redes se han transformado en una autoridad legal de facto que trasciende las fronteras nacionales. Te pueden mandar a Siberia, poner en cuarentena o fusilar virtualmente en un basural de José León Suarez.
Ocurre que las plataformas en red se han transformado en los principales medios de comunicación e interacción social, y por su cantidad de usuaria/os, capacidad de viralización e inmediatez impactan más rápido que los diarios, la radio o la televisión. Ni hablar de la justicia. Por ende, se han erigido como verdaderos censores y editores, mientras líderes como Donald Trump quedan atrapados en el bucle temporal de un arroba cuando de un día para otro a Jack Dorsey -CEO de Twitter- se le ocurre cancelar el usuario @realDonaldTrump -con más de 80 millones de seguidores- y, al otro, prohibir @Potus, la cuenta oficial creada por Twitter para el uso exclusivo de los presidentes norteamericanos.
En sintonía con Twitter, Google (Alphabet Inc.) borró del Play Store de todos los smartphones con Android la red social alternativa Parler usada como opción a Twitter, y Apple hizo lo mismo para los sistemas operativos con IOS.
Así las cosas, la época en la que los creadores de Google, Larry Page y Sergei Brin, aseguraban en su eslogan no ser malvados (“don’t be evil”) ha culminado. Su nuevo lema “haz lo correcto” (“do the right”) es muy bonito; no obstante, parece entender que los enemigos públicos son todos los que piensan distinto a su algoritmo detrás del cual hay programadores humanos. Y si te toca un Stalin o un Zuckerberg fuiste.
Poder ciudadano III
A comienzos de 2020, Facebook sumaba 2440 millones de usuaria/os, Instagram 1000 millones y Twitter seguía en baja con 339 millones, pero esta última App siempre fue la preferida por Trump.
Los miembros del GAFA son bichos de costumbres y todavía operan al viejo estilo de El Ciudadano Kane (Orson Wells, 1941). Para quien aún no vio esa película, se trata de un personaje ambicioso -inspirado en el megaempresario de la prensa William R, Hearst– carente de aval popular para llegar a la presidencia, que se dedicó a crear el mayor grupo de presión desde las páginas de sus medios. Pero hay una diferencia: la capacidad de hacer daño de las redes sociales tiene efectos inmediatos.
Apenas suspendieron las cuentas del predecesor de Joe Biden, el presidente Andrés Manuel López Obrador (México) salió al cruce de las empresas censuradoras, que según AMLO se saltearon toda autoridad legal pública en esa decisión unilateral. No fue otra cosa que la ausencia de mediación judicial para ejercer la censura. López Obrador lo consideró como un acto de “arrogancia” contra el derecho a la información.
Del otro lado del océano, la canciller alemana Ángela Merkel también entendió que Mark Zuckerberg y Jack Dorsey avanzaron sobre “el derecho fundamental a la libre expresión”. Se trata de la mujer más poderosa de Europa que está a punto de culminar una gestión como canciller durante 15 años, y convirtió a la Alemania de posguerra en el principal motor económico del viejo continente.
Lo interesante del caso Trump es que esta vez los siempre maléficos satanes rojos como Rusia y China no fueron los acusados de censura, sino las empresas privadas consentidas por no pocas ONGs liberales que desde la masificación de Internet consideraron la autorregulación de las redes como una garantía para preservar la pluralidad de voces y la libertad de opinión en el discurso público.
Poder ciudadano II
Estas organizaciones de la sociedad civil siempre le hicieron bullying a discursos que consideran autoritarios, en especial cuando se trata de modelos ajenos al libre mercado. Hasta hace no mucho, su argumento fue la defensa de la democracia bajo el supuesto de que las autoridades regulatorias nacionales no deben intervenir en controles que afecten la interoperabilidad de las redes, porque su naturaleza supuestamente colaborativa y abierta es la que promueve la innovación y la igualdad, aunque resulte ficticia como pudo observarse este año de pandemia en la disparidad de acceso a las comunicaciones.
En Argentina, no pocas ONGs hicieron lobby como es de costumbre para filtrarse en la gestión de gobiernos con su ADN, el caso más conocido es el hombre del Centro de Estudios para la Libertad de Expresión (CELE – Universidad de Palermo), Eduardo Bertoni -quién fue tempranamente Relator para la Libertad de Expresión de la OEA-. Apenas asumió Macri quedó a cargo de la Agencia Nacional de Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales y tuvo el acto de grandeza de renunciar al cargo a partir del 1 de enero pasado, ya que había sido propuesto por el poco transparente ex presidente Macri. Claro está, le tocaba investigar junto a la Procuraduría de Investigaciones Administrativas (Ministerio Público Fiscal) los casos de incumplimiento de los funcionarios políticos salientes.
Una de las seguramente auditadas debía ser la creadora de la Fundación LED (Libertad de Expresión), Silvana Giudici, cuyo paso como presidenta del ENACOM (Ente Nacional de Comunicaciones) garantizó que el Grupo Clarín -a través de su escindida Cablevisión Holding– se convirtiera en el principal beneficiario de las resoluciones en tiempos de Cambiemos. Ahora, la mimada del grupo pasó a ocupar un cargo por la minoría parlamentaria en el directorio del ente. Cabe destacar que la diseñadora gráfica fue tesorera de la Fundación SUMA de Gabriela Michetti y cuando se descubrieron irregularidades dijo que nunca hizo un balance en tiempos de recaudación para la campaña 2015. Como era todo de onda, Michetti “olvidaba” hacer recibos por las “donaciones”, ponele…
Laura Alonso, salida de Poder Ciudadano, también debería estar en la lista por hacer la vista gorda en las auditorías externas como ex titular de la Oficina Anticorrupción, en especial cuando el propio Maruicio Macri le echó la culpa de todos los delitos de corrupción a su padre una vez fallecido.
¿Qué tiene que ver esto con Trump? Nada. Pero está bueno recordarlo. En especial, porque el PRO / Cambiemos también contrató a Cambridge Analytica para sus campañas 2015 y 2017. Trolls aparte.
Poder Ciudadano I
Lo cierto es que en sus comienzos, los miembros del GAFA se llevaban bien con sus usuarias/os y se mantenían al margen de cualquier disputa política para proteger la intimidad del negocio. Cuidaban a la clientela aún independiente del sistema operativo de su celular y desindexada de las cookies en la red.
En 2011, muchas empresas y organizaciones de Internet se sumaron a la Net Coalition para garantizar la libertad de expresión frente al avance de líderes conservadores, como el ex primer ministro británico David Cameron cuando intentó restringir las convocatorias por redes sociales que colmaron las calles de Londres bajo protestas antisistema, o su par de entonces Mariano Rajoy con los indignados españoles.
Por el momento la película de tiros que empezó con los extremistas republicanos en el Capitolio, dejó 5 muertos, y un intento de impeachment a Trump para que no vuelva, tiene un final trágico. El 16 de enero Trump se despidió de la gestión con un negro menos en el mundo: Dustin John Higgs, el presunto autor intelectual de tres femicidios en 1996, ejecutado por inyección letal para la alegría de los cultores de la supremacía blanca en Estados Unidos.
Otras ONGs que sí son serias, como Vía Libre en Argentina, Derechos Digitales en Chile y Observacom en el Cono Sur, comenzaron a poner en la agenda los debates regulatorios orientados a establecer estándares internacionales para garantizar que las plataformas no se conviertan en grupos concentrados condicionantes del poder político o directamente de la vida de la/os ciudadanas/os.
Mientras tanto, lo único que más o menos funciona es el “principio de precaución” del Reglamento europeo de Protección de Datos Personales vigente desde 2018, el cual obligó a un cambio en las políticas de privacidad en Internet respecto de la apropiación de los datos de sus usuaria/os. Desde entonces, el scraping (raspado, del inglés) de información es un poquito menos abusivo.
Sin embargo, no existe a la fecha ninguna regulación efectiva en cuanto a la incidencia de las APPs y mega plataformas sobre el control de sus usuaria/os. Los hechos ocurridos luego del asalto al Capitolio han convertido a mercenarios como Zuckerberg y sus CEOs amigos en una suerte de club post-stalinista que comenzó ya con las grandes purgas.
Poder Ciudadano 0
Las democracias socialistas y capitalistas necesitan un sistema de justicia tan ágil como las plataformas. Eso ni siquiera apenas se discute en los debates sobre la reforma judicial argentina, porque tienen otras preocupaciones más urgentes como una Corte Suprema que puso a dedo a familiares de los jueces en la “ex Ojota”, hoy Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejos y Crimen Organizado del Poder Judicial de la Nación (DAJUDECO).
Esa oficina usada por el ex presidente para espiar a sus familiares, adversarios, periodistas y socios partidarios como Horacio Rodríguez Larreta, y casi seguro a la vecinita de enfrente cuando los zapatos le aprietan y las medias le dan calor.
No obstante, la jurisprudencia argentina presenta dos interesante útiles para pensar la censura que las cátedras sobre Derecho a la Información suelen enseñar como precedente ineludible.
No pocos especialistas insisten en diferenciar la censura de la prohibición. En el primer caso ocurre sobre un hecho consumado y, en el segundo, sobre contenidos aún no publicados. La inmediatez de los entornos digitales ha convertido a las plataformas que intervienen sobre los contenidos como editores / interventores de facto.
En 1987 el periodista Horacio Verbitsky se enteró que el 25 de mayo sería publicada en los principales diarios del país una solicitada festejando al genocida Jorge Rafael Videla, y por tal motivo presentó una acción por “apología del crimen” en aras de evitar la preparación de un nuevo golpe de Estado.
En abril de ese año se había producido el primer alzamiento carapintada y la casa no estaba en orden, a pesar del famoso discurso de Raúl Alfonsín durante las Pascuas. Los militares contaban desde el año previo con la Ley de Punto Final y querían más proscripciones de la acción penal para los subalternos. Lo lograron con la Ley de Obediencia Debida a mediados de 1988. Ambas normas fueron declaradas nulas recién en 2003, con la incorporación de la Convención de la ONU sobre imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad.
Verbitsky ganó en primera instancia pero la Cámara Federal en lo criminal revocó el fallo. Pero la lectura por parte de un juez sobre ese texto que saldría en los diarios Clarín, La Nación, La Prensa, Ámbito Financiero y El Cronista, evitó su publicación de la solicitada, quedando la casa en orden con una primavera democrática algo marchita.
Este sería un caso de censura frente a la magnitud de la necesidad de proteger un bien jurídico superior a la libertad de prensa, como la institucionalidad y continuidad de un gobierno elegido por el pueblo.
Otro precedente relevante es el de “la jueza Barú Budú Budía” (1992). María Romilda Servini de Cubría prohibió sin conocer el contenido y ¡por un llamado anónimo!, un sketch del programa Tato de América (Canal 13), a pesar de tratarse de un ciclo cómico dedicado a la sátira política. Hubo placas negras y una bonita respuesta de los artistas más destacados de la época. Se supone que detrás de las placas negras se hablaba del llamado Yomagate, un caso de tráfico de drogas con protagonistas del círculo íntimo menemista.
En este caso la parodia no es un delito pero la Cámara de Apelaciones avaló a la jueza, que luego fue sancionada con una multa de 60 pesos. Algo así como el equivalente para comprar un alfajor y una chocolatada.
¿Y ahora qué pasa…?
Esa es la pregunta del millón. Los republicanos perdieron la batalla. Las Big Tech la están ganando y los organismos que defienden la libertad de expresión como la OEA vienen lentos de reflejos.
Las soluciones más cercanas son, paradójicamente, las que se usan en el mundo liberal de las telecomunicaciones trasladadas a las plataformas convergentes. Aplicar multas, establecer criterios y regulaciones blandas o duras que eviten conductas monopólicas para impedir esquemas concentrados como Facebook, Instagram y Whatsapp en un mismo grupo económico que tiene los perfiles de un tercio de la población mundial.
El de las Big Tech es un autoritarismo amigable que viene preinstalado y seteado culturalmente en los smartphones. Pero esto se puede limitar porque luego del 5G (Internet de las cosas) viene la tecnología 6G -hologramas en lugar de videoconferencias y vaya a saber qué otras novedades-. Su uso puede y debe ser administrado por los gobiernos que emiten autorizaciones y licencias.
Estamos ante el planeta GAFA y mientras tanto las Naciones Unidas sólo hacen recomendaciones para cumplir los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de su Agenda 2030. Dentro de esa lista no está pelear por la Gobernanza de Internet. Hubo un intento con la fracasada Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información organizada junto a la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), y celebrada en dos fases: Ginebra (2003) y Túnez (2005).
El temita de Buffalo Bill en el Capitolio puso en jaque a los gobiernos de todo el mundo. Las plataformas y sus algoritmos no mantienen ninguna reserva de humanidad. No existe imparcialidad sobre los “atributos de sesgo” en aspectos sensibles como la raza, el género, el sexo, la religión o la ideología política. A veces ponen tiritas en los pezones o bloquean contenidos de manera automática y otras deciden bajarle el interruptor a un presidente.
Las redes sociales y los sistemas de inteligencia artificial, están refinando su poder. Pasaron del “big data” al “social big data”, para establecer patrones y segmentos de datos. GAFA ha mostrado un post-estalinismo moderado con sus técnicas de perfilado sobre su comunidad y prácticas monopólicas en el mercado y competencia desleal. Lo hacen bajo el argumento de combatir los discursos de odio y hacernos más fácil la vida cotidiana.
El Ciudadano (Citizen Kane, 1941). Fragmento del film de Orson Wells.
Fuente: https://postperiodismo.com.ar/2021/01/20/y-un-dia-stalin-reencarno-en-mark-zuckerberg/