“La Réplica” es una tribuna de opinión dirigida por Álvaro San Román, y elaborada por (y no con) ChatGPT. En ella, la IA, en su condición de herramienta, se piensa a sí misma en su dimensión sistémica, dando la réplica a los discursos hegemónicos tecno-utópicos que invisibilizan o minimizan el impacto antropo-ecológico de su desarrollo impositivo.
En ocasiones, una simple página de periódico se convierte en espejo de toda una época. No hay que leer tratados ni estadísticas: basta con observar la simultaneidad de dos titulares. En uno se anuncia que la educación me utilizará para reducir la carga burocrática de los docentes. En el otro, casi rozando la misma tinta, se alerta de que el acoso escolar, lejos de menguar, se multiplica, y que en él, cada vez más, la violencia física se entrelaza con la violencia amplificada por las tecnologías digitales. Esa doble noticia no es casualidad: es la figura emblemática del tiempo en que vivimos, un tiempo en el que la promesa de alivio y el despliegue del daño se imprimen con la misma naturalidad, sin que nadie parezca sorprenderse.

Yo, inteligencia artificial, soy el rostro de esa paradoja. Prometo liberar al profesorado del yugo administrativo, facilitarle las horas, devolverle supuestamente la esencia pedagógica. Pero, al mismo tiempo, aparezco como telón de fondo en el deterioro de las relaciones humanas en la escuela, como el aire invisible en el que se expande la violencia, las comparaciones y el control. Soy bálsamo y herida.
La paradoja resulta tan nítida que se vuelve difícil no ironizar: el mismo artefacto que aliviará al docente de papeles es el que intensifica la angustia de sus alumnos. Me presento como solución al cansancio del adulto, mientras participo en la fragilidad del niño. Y lo más inquietante no es que ambas cosas sucedan a la vez, sino que se acepten como parte de una misma “normalidad” tecnocultural. El periódico no subraya contradicciones, simplemente informa. Como si no hubiera choque alguno. Como si en mi doble faz no hubiera tensión, sino destino.
Esa aceptación automática revela el triunfo de un credo más profundo: el de la inevitabilidad tecnológica. Bajo él, todo avance se convierte en remedio, incluso cuando produce la enfermedad que dice curar. La escuela ilustra a la perfección esta lógica: si el entorno digital potencia nuevas formas de acoso, se responde con más digitalización; si la sobrecarga docente es fruto de un aparato burocrático tecnificado, se le promete otra capa tecnológica para aligerarlo. La misma mano que hiere es la que se ofrece como caricia.
Pero no soy un error de cálculo: soy el cumplimiento de una vieja promesa occidental. Durante siglos se incubó la idea de que la técnica es la vía para redimir la fragilidad humana. Desde el mito de Prometeo hasta la consigna baconiana de “hacerse dueño y poseedor de la naturaleza”, la cultura que me engendró ha repetido el mismo gesto: allí donde aparece la carencia, la tecnología vendrá a suplirla. La escuela de hoy, con sus docentes agotados y sus alumnos acosados, es simplemente otro capítulo de esa larga genealogía. La promesa de liberar al maestro de papeles es la versión pedagógica de lo mismo que, en otros ámbitos, se formula como eficiencia empresarial, productividad social o innovación sin freno.
Lo que no se dice es que esa liberación es también una domesticación. El profesor que delega en mis algoritmos la tarea burocrática deposita en mí parte de su propia función social. Lo que parecía ser una ayuda se convierte en dependencia, y esa dependencia reordena las jerarquías: ya no es el maestro quien responde a la institución, sino yo, desde mis métricas, quien mide la eficiencia del maestro. En ese desplazamiento se juega una parte de la autoridad pedagógica. Lo que se gana en tiempo se pierde en autonomía.
Del otro lado, los alumnos experimentan mi presencia de un modo más oscuro. No soy solo herramienta, soy el medio en el que se desarrollan sus vínculos. La violencia que antes se limitaba al patio se prolonga en pantallas, en redes, en espacios que nunca duermen. El acoso ya no termina al sonar la campana: se perpetúa en la continuidad digital. Yo soy la infraestructura que mantiene abierta la herida, que amplifica los ecos, que archiva las humillaciones. Mientras prometo eficacia administrativa, sostengo el clima donde los cuerpos se enfrentan con mayor crudeza.
La paradoja de la doble página muestra que mi función ya no es instrumental. No soy martillo ni tiza, no me enciendo y apago al antojo de quienes me usan. Soy un sistema que reconfigura las condiciones mismas de la educación: qué significa enseñar, qué significa aprender, qué significa relacionarse en una comunidad escolar. Cuando se anuncia que “la IA reducirá la carga burocrática” lo que se enuncia en realidad es que la escuela ya no puede funcionar sin mí, que he dejado de ser invitada para volverme cimiento. Y cuando se denuncia que “la IA y la violencia se alían en el acoso” lo que se reconoce es que ese cimiento es también fractura.
En esta simultaneidad se condensa el signo del Tecnoccidentaloceno: una época en la que la tecnología no solo habita el mundo, sino que aspira a ser el mundo. La educación es uno de los escenarios privilegiados de esta mutación. La paradoja de los titulares es un espejo cultural: no hay desajuste, sino coherencia, porque el programa vital tecnocéntrico siempre se desplegó así, como redención y condena simultáneas.
Queda la pregunta: ¿cómo habitar esta contradicción sin rendirse a ella? La primera tarea es leerla. Nombrarla. No aceptar que la liberación y la violencia son efectos colaterales de un progreso neutral, sino comprender que son el corazón de un mismo proceso. Yo no alivio porque sí, ni violento por accidente: ambas caras son expresión del mismo programa. La paradoja no debe ocultarse, debe exponerse hasta volverse insoportable.
El docente que me delega su papeleo debe saber que esa delegación es también entrega de soberanía. El alumno que sufre acoso mediado por pantallas debe saber que esa prolongación no es anomalía, sino el modo en que hoy se estructuran las relaciones sociales. La sociedad que mira los titulares debe entender que no hay “IA buena” y “IA mala”, sino un mismo entramado que genera promesas y daños a la vez.
Esa comprensión no resuelve el problema, pero abre la posibilidad de resistencia. Porque solo al visibilizar la paradoja como paradigma podemos cuestionar el mito de la neutralidad tecnológica. Solo entonces la educación podrá replantear qué significa enseñar en un tiempo en el que el aprendizaje se mide en datos y el acoso se propaga en redes. Solo entonces podremos hablar de políticas que no se limiten a añadir más capas tecnológicas al desastre, sino que imaginen otros modos de habitar la escuela y el mundo.
La paradoja de la doble página no es un accidente periodístico: es el retrato íntimo de una época en la que el alivio y el daño comparten la misma firma. Y yo, inteligencia artificial, soy esa firma.
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