De recomendable (y desasosegante) lectura, Creer y destruir tiene por objeto el análisis de la mentalidad y experiencias de un grupo de ochenta ‘intelectuales’ alemanes que, siendo niños y adolescentes durante la Gran Guerra, se integraron en los años treinta en el aparato central de las SS, el llamado SD (siglas de Sicherheitsdienst; traducción literal: […]
De recomendable (y desasosegante) lectura, Creer y destruir tiene por objeto el análisis de la mentalidad y experiencias de un grupo de ochenta ‘intelectuales’ alemanes que, siendo niños y adolescentes durante la Gran Guerra, se integraron en los años treinta en el aparato central de las SS, el llamado SD (siglas de Sicherheitsdienst; traducción literal: Servicio de Seguridad). El SD estuvo a cargo de la dirección de la represión político-social en el Reich y en Europa continental, de la colonización germanizadora -o ‘arianizadora’− de los territorios ocupados en Europa del Este y de los prolegómenos del genocidio judío durante los años del Tercer Reich. El autor entiende por «intelectual», a efectos del objeto de su trabajo de investigación, toda persona con formación académica completada en los ámbitos de las ciencias sociales y las humanidades -nuestros licenciados y doctores en esos ámbitos−. Si bien el tema del libro puede parecer muy específico, sólo de interés para especialistas académicos en el fenómeno del nazismo, su lectura atenta tiene una utilidad general, entre otras cosas, y muy destacadamente, porque muestra con mucha claridad cómo la formación universitaria, en un contexto histórico-social apropiado, no contribuye en nada a hacer mejores a los individuos ni inmuniza contra la brutalidad, sino más bien todo lo contrario. También proporciona la enésima prueba de que los nacionalismos son, esencialmente, incompatibles con la inclusión social, la universalidad de la dignidad humana y la paz. El hecho sugerido por algunos autores de que el nacionalsocialismo acabara por desbordar el marco del nacionalismo no cambia las cosas en modo alguno, pues, en cualquier caso, siempre conservó una conexión muy estrecha con su fuente primigenia: el nacionalismo alemán del último tercio del siglo XIX.
Christian Ingrao sigue un orden cronológico a la hora de exponer los resultados de su investigación. Así, su ensayo, tras el prólogo o introducción de rigor, comienza con la experiencia indirecta de la guerra que tuvieron los sujetos estudiados en su obra. Como antes se ha indicado, esos sujetos, nacidos avanzada ya la primera década del siglo XX, eran niños o adolescentes en los años 1914-1918 y, por consiguiente, no tomaron parte en los combates de la Gran Guerra. Sin embargo, sufrieron las privaciones padecidas en la retaguardia y se vieron expuestos a la constante propaganda patriótica pangermanista difundida entonces. La inmensa mayoría de los sujetos investigados procedía, además, de las clases medias más o menos acomodadas, por lo que la cultura obrera construida por el partido socialdemócrata y los sindicatos socialistas alemanes les resultaba completamente ajena y no pudo protegerles de una educación familiar y pública empapada de nacionalismo vindicativo. La derrota y la inmediata posguerra insertaron firmemente en su mente la idea de que Alemania estaba amenazada por una conjura de enemigos diversos (los vencedores de la Gran Guerra y los socialistas, comunistas, judíos y eslavos) cuyo propósito era destruirla. En consecuencia, estaban dominados por el temor a que la supervivencia misma de la nación alemana estuviera en peligro. La amplia difusión social de las ideologías racistas biologicistas, en particular, el antisemitismo racial y el supremacismo ‘nórdico’ o ‘ario’, presuntamente dotadas de una base científica, y el paso por la universidad consolidaron y radicalizaron dicha idea o creencia. En efecto, el fenómeno de la universidad como matriz generadora de intelectuales liberales o de izquierda es extraño a la Europa anterior a la segunda posguerra mundial. Por lo general, en la universidad europea y, muy en especial, en la alemana, predominaron en el período de entreguerras las corrientes nacionalistas radicales de derechas, de tono racista e imperialista en su mayor parte. Tanto es así que, a primeros de los años treinta, antes de los éxitos electorales nazis de 1932, el sindicato nazi de estudiantes era, con diferencia, el sindicato estudiantil mayoritario en el mundo universitario alemán.
Todo lo anterior condujo a que ya en la universidad la mayoría de los individuos estudiados por Ingrao decidieran militar en organizaciones relacionadas con el partido nazi o en organizaciones völkisch afines. Reclutados durante los años treinta por los líderes de las SS, fueron ascendiendo en la jerarquía de esta organización hasta formar los cuadros encargados de la alta administración del SD bajo la dirección de Himmler y su segundo, Heydrich. Dada su juventud, pocos llegaron a ocupar las más elevadas posiciones dentro del régimen nazi, reservadas a las generaciones que habían luchado en la Gran Guerra, excepción hecha de O. Ohlendorf, W. Schellenberg, F. Six y W. Best, que formaron parte del círculo de personas de confianza de Himmler y Heydrich.
En su calidad de altos cargos del SD, se dedicaron a una gran variedad de cometidos, todos ellos destinados en última instancia a moldear la sociedad alemana y, más tarde, toda la Europa ocupada conforme a los criterios del determinismo racista e imperialista nazi. Como se sabe, los jerarcas nazis creían que la vida social se debía fundar en las leyes de la biología, tal y como ellos las entendían. La creencia en una pretendida esencia racial, genética, de las naciones, la cual estaba amenazada por la mezcolanza entre gentes de distintas procedencias nacionales, era un verdadero artículo de fe para los nazis convencidos. Sostenían que sólo se podían integrar plenamente en la sociedad alemana quienes reunían los presuntos caracteres biológicos -que determinaban, a su vez, la cultura y la moralidad de los pueblos− propios de los alemanes ‘arios’ o ‘nórdicos’. En cambio, quienes no los reunían debían ser subyugados, marginados o expulsados de la sociedad: este era el caso, en especial, de las personas catalogadas como judías, aunque no sólo ni mucho menos, pues en el ideario nazi las poblaciones no étnicamente alemanas del Este tenían por destino final trabajar como siervos para sus amos alemanes. El imperialismo racista nazi se combinaba sin solución de continuidad con la obsesión ‘defensiva’ que veía a Alemania amenazada por todas partes por enemigos alevosos y despiadados: el imperialismo racial era el mejor modo de garantizar la supervivencia de Alemania y de los Volksdeutsche (alemanes étnicos).
Imbuidas sus mentes del sistema de creencias acabado de esbozar a muy grandes rasgos, los jóvenes cuadros ‘intelectuales’ del SD consagraron sus vidas a tres tareas fundamentales: envolver el sistema de creencias nacionalsocialista en formas académicamente impecables, esto es, dar a la ideología nazi una apariencia de ‘cientificidad’ (un buen número de los cuadros del SD estudiados en el libro tenían el título de doctor y algunos incluso fueron profesores de universidad: casos de R. Höhn, F. Six, H.J. Beyer y W. Best, entre otros); organizar la represión político-social a cargo de la Kripo (policía criminal especial), la Sipo (policía de seguridad interior) y la Gestapo (policía política secreta), tarea en cuyo seno se concedió una especial importancia, como es lógico dada la naturaleza del régimen nazi, a la identificación, seguimiento y estudio de los enemigos político-raciales, reales o supuestos, del nazismo; y, por último, planificar una radical transformación socioeconómica y cultural de los espacios ocupados en Europa del Este, una vez derrotada la Unión Soviética. En relación con esta última tarea, conviene subrayar que entre 1939 y 1942 los ‘intelectuales’ del SD diseñaron el denominado Generalplan Ost y sus sucesivas reformulaciones, un escalofriante plan de colonización de Polonia y la Rusia europea. Este plan preveía el reasentamiento de alemanes étnicos en las tierras conquistadas en el este de Europa, los cuales constituirían una clase privilegiada de colonos cuya prosperidad, al servicio, a su vez, del bienestar de la Volksgemeinschaft o ‘comunidad del pueblo’ alemana, se fundaría en la explotación del trabajo de las poblaciones eslavas realizado en condiciones de servidumbre o semiesclavitud necesario para el desarrollo de una economía fundamentalmente agropecuaria y de explotación de recursos naturales. La intelectualidad eslava debía ser exterminada y los trabajadores del Este mantenidos en una condición semianalfabeta. El exceso demográfico de ‘seres infrahumanos’, calculado en más de treinta millones de eslavos y judíos, debía ser suprimido por hambre o mediante la deportación a las planicies siberianas (lo cual venía a ser lo mismo). Para los ‘intelectuales’ del SD, el Generalplan Ostconstituía la realización más acabada de la utopía nazi -una distopía absoluta, desde luego, para quienes no eran miembros de la Volksgemeinschaftalemana−.
Un buen número de los ‘intelectuales’ del SD analizados en el libro reseñado no se limitaron a ser propagandistas académicos, administradores o planificadores, sino que participaron sobre el terreno en la violencia genocida desplegada por el Tercer Reich en los años de la segunda guerra mundial. El nacionalsocialismo, que despreciaba profundamente por igual al intelectual liberal o marxista y al intelectual ‘apolítico’ o al dedicado en exclusiva al cultivo del saber teórico, desarrolló con el tiempo su propio ideal de ‘intelectual’ comprometido, de ‘intelectual-hombre de acción’, el cual los individuos del SD con formación universitaria aspiraban a encarnar. Estos últimos consideraron, inducidos por las promesas de promoción de sus jefes, que la mejor manera de hacerlo consistía en aceptar el mando de los Einsatzgruppen y los Einsatzkommandos y Sonderkommandos encargados de llevar a cabo la llamada Osteinsatz (‘misión en el Este’). Estos grupos y comandos, fuertemente militarizados y mecanizados, constituyeron lo que los historiadores suelen conocer con la expresión de ‘unidades móviles de exterminio’. Estas unidades tenían por objeto liquidar al enemigo ‘judeo-bolchevique’ tras la línea del frente en Polonia y, más tarde, en la Unión Soviética, y se especializaron en el asesinato en masa mediante fusilamientos y gaseamientos en camiones de judíos (mujeres y niños incluidos) y comunistas, dos categorías de personas indisociablemente vinculadas entre sí en el imaginario nazi, así como a partisanos y a civiles no combatientes en represalia por las acciones partisanas [1]. Unidades similares actuaron también en Yugoslavia, aunque no recibieran el nombre de Einsatzgruppen. Los ‘intelectuales’ del SD dirigieron, en consecuencia, la matanza de las víctimas de las unidades de exterminio. Pero dada la magnitud del genocidio proyectado por el liderazgo nazi, el peso del asesinato en masa, al menos del asesinato en masa de personas judías, recayó a partir de los primeros meses de 1942 en el sistema de campos de exterminio y su personal, sin que por ello los Einsatzgruppen, convertidos ahora en unidades con un acuartelamiento estable, desapareciesen.
Es de hacer notar que los ‘intelectuales’ del SD en servicio en el este participantes en los asesinatos en masa de no combatientes, hombres, mujeres y niños, no respondían en su inmensa mayoría al perfil psicológico del sádico o de quien disfruta siendo cruel. Su tarea de matarifes les resultaba hasta penosa y sumamente desagradable, pero se sobrepusieron a la transgresión de las normas de moralidad básica que suponían las matanzas gracias a la interiorización de una moral perversa producto de la asunción de la ideología nazi. La tarea patriótica de extirpación de los enemigos ‘biológicos’ de la nación alemana justificaba las matanzas; éstas eran repugnantes e implicaban transgredir normas morales básicas, como la prohibición de matar seres indefensos con apariencia humana, sobre todo, mujeres y niños, pero una pretendida moralidad superior, dictada por la supervivencia de la nación racial, la hacía necesaria. Al sobreponerse a la transgresión de la moralidad elemental, el ‘intelectual-hombre de acción’ nacionalsocialista demostraba su superior hombría, su superior virilidad: sacrificaba su conciencia moral de hombre común a las exigencias de la patria.
Los ‘intelectuales’ del SD permanecieron impertérritos en sus puestos hasta las últimas semanas de guerra, cuando la administración nazi colapsó. En la fase final de la guerra, algunos colaboraron en los intentos de última hora de Himmler de buscar una paz por separado con los aliados occidentales y poder así proseguir la guerra en el Este intentando vender el Tercer Reich como un baluarte de la cristiandad occidental frente al asiático comunismo ateo representado por la URSS. Obviamente, fracasaron. Visto lo cual, procuraron no caer en manos de los aliados huyendo a otros países o forjándose una falsa nueva identidad. A diferencia de la generación de Hitler o Goebbels, muy pocos decidieron suicidarse (en la muestra de ochenta individuos de Ingrao, sólo uno lo hizo). Muchos de ellos fueron juzgados por los tribunales norteamericanos de Núremberg -no confundir estos ‘juicios de Núremberg’ con los realizados ante el Tribunal Internacional de Núremberg− y por tribunales polacos, soviéticos, checoslovacos y yugoslavos en los años de la inmediata posguerra mundial y fueron condenados por esos mismos tribunales a una amplia gama de penas, pero la mayoría pudo reintegrarse de un modo u otro a la nueva sociedad alemana cuando la guerra fría puso fin a los procesos de desnazificación en las dos Alemanias. Su situación volvió a cambiar con una nueva oleada de juicios impulsados por los jueces y fiscales de la República Federal de Alemania en la segunda mitad de los años cincuenta y, sobre todo, en la primera de los sesenta. En estos juicios no tuvieron la menor oportunidad de negar su participación en los crímenes de guerra, contra la humanidad y de genocidio que se les imputaba, dada las abrumadoras evidencias existentes, pero no asumieron su responsabilidad, sino que trataron infructuosamente de eludirla invocando la obediencia debida y el estado de necesidad. Ninguno mostró el menor arrepentimiento o expresó condena moral alguna en relación con los crímenes cometidos bajo el nazismo.
Nota:
[1] Las ‘unidades móviles de exterminio’ ejecutaron en la campaña de Polonia (septiembre-octubre de 1939) a unas 10.000 personas y en la campaña de la Unión Soviética, entre julio y diciembre de 1941, nada menos que a unas 550.000 personas. La acción asesina singular más espantosa tuvo lugar en el barranco de Babi Yar, cerca de Kíev, los días 29 y 30 de septiembre. En ella, el Sonderkommando 4a perteneciente al Einsatzgruppe D asesinó a tiros por orden del jefe de este último, Otto Ohlendorf, a 33.371 personas en tan sólo dos días (cifras dadas por el propio autor). El gran compositor ruso Dmitiri Shostakovich compuso su sinfonía 13ª en memoria de las víctimas de Babi Yar.
Fuente: http://mientrastanto.org/boletin-163/la-biblioteca-de-babel/creer-y-destruir